José Mª Castillo, 15-Julio-2012
Este artículo de José Mª Castillo, tan ceñido al evangelio como a la actualidad, es la segunda parte del que publicó en su blog el 10 de julio: El dinero y el Evangelio: lavado de dinero. Me temo que “el clamor que le arrancan a mi pueblo sus capataces” no lo van a oír los autoproclamados representantes de Dios, más atentos a otras voces alagüeñas en San Justo o Castelgandolfo. Gracias, José María, por hacer resonar con libertad la voz del pueblo y de Jesús. AD. (ATRIO)
El efecto más perverso que seguramente produce la abundancia de dinero (“chrêma”) (Mc 10, 23; Lc 18, 24) es que, en un número de casos muy alto y muy alarmante, al rico, al que disfruta de patrimonio y fortuna (“hypárchonta”) (Lc 8, 3; 11, 21; 12, 15. 33. 44; 14, 33; 16, 1. 14; 19, 8), lo hace insensible ante el sufrimiento de los demás.
Lo estamos viendo estos días. Y España entera lo sabe. Para recortar 65.000 millones de euros, este año y el que viene, el Gobierno del PP ha tomado una serie de medidas que agravan más el sufrimiento de los que menos tienen y menos ganan, al tiempo que amplía y mejora la ya privilegiada situación de los ricos. Y cuando el presidente Rajoy anuncia sus medidas de ajuste en el Parlamento, la gente de su partido aplaude las decisiones que van a hundir más en la miseria a los que peor lo pasan, sin que faltara el repugnante grito de la elegante rubia: “¡Que se jodan!”. ¿Puede haber mayor insensibilidad ante el sufrimiento ajeno? Como acaba de decir el conocido escritor Juan José Millás, “a la mierda los enfermos, los pobres y los viejos y bienvenidos los chorizos de siempre. ¿Viva Gürtel!”
Se comprende que el Evangelio sea tan duro cuando habla de la insensibilidad ante el sufrimiento de los más desgraciados. El relato más duro sobre este penoso asunto es la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro (Lc 16, 19-31). El hecho es que Jesús presenta el caso de dos hombres que viven en la misma casa: uno bien instalado en su mansión; el otro en el “portal” (“pylôn”, parte del edificio que está dentro de la puerta) (M. Zerwick). Uno, el rico, vestido con refinamiento y “banqueteando todos los días”; el otro, un pobre, tirado en el portal, y tan rematadamente mal, que estaba “cubierto de llagas” y anhelando poder comer algo de lo que tiraba el rico. Y ni eso se lo daban, Más aún, la miseria de este hombre era tal, que “incluso se le acercaban los perros para lamerle las llagas”.
Una situación así, mantenida durante ni se sabe el tiempo, es el retrato perfecto de una gran canallada: la insensibilidad del rico ante el dolor del pobre. La misma insensibilidad del sacerdote y el levita, que, según la parábola del buen samaritano (Lc 10, 30-35), pasaron de largo cuado vieron al moribundo, robado y apaleado, en la cuneta del camino. En este caso, la insensibilidad que es, no sólo egoísta sino además inconsciente, cuando a la seguridad “egoísta”, que proporciona el dinero, se suma la seguridad, “con buena conciencia”, que nos da la religión. Los observantes, que no tienen problema económico alguno, son la gente seguramente más insensible ante el sufrimiento humillante de los pobres. Su “generosidad” no suele pasar de la limosna, pero manteniendo la desigualdad y la distancia entre el rico y el pobre. Y para eso, la resignación que proporcionan las creencias es un argumento bastante eficaz.
Lo que estamos pasando y sufriendo con esto de la crisis tiene mucho que ver con la insensibilidad ante el sufrimiento de los pobres. ¿Qué explicación tiene, si no, que los obispos se pongan a hablar del amor familiar cuando hay tanta gente al borde del suicidio? ¿Cómo se explica que la “derecha más religiosa” sea la que ha legislado las medidas más duras contra los pobres, haciendo la vista gorda ante la abundancia de los más ricos? Y nuestros obispos siguen callados. ¿Por qué no se echan ahora a la calle como lo hicieron cuando aquello de los homosexuales? ¿Por qué será que la religión hace a los hombres de Iglesia tan sensibles en unas cosas y tan insensibles en otras? ¡Qué raro es todo esto!
Fuente: Atrio
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