domingo, 30 de octubre de 2016

Solo Dios no basta.


Miguel Ángel Mesa Bouzas

El libro del Génesis (2,18-25) dice que Dios, después de crear al hombre, notó que algo le pasaba y pensó que no era bueno que estuviera solo. Por eso le modeló todos los animales vivientes para que les pusiera un nombre a cada uno. Aún así, comprobó que las montañas, los ríos, las aves y los peces no llegaban a satisfacerle y que seguía mustio, con la mirada perdida.

Fue entonces cuando Dios tuvo una idea genial, pensó en la verdadera ayuda que necesitaba y creó a la mujer. Y el hombre, al despertar de su sopor, contempló a alguien que tenía enfrente, que era en verdad carne de su carne, hueso de sus huesos, que le llenó de alegría y apartó la sombra de la soledad de su mirada. Su deseo y su sueño quedaron satisfechos. Ya nada fue lo mismo desde entonces. Vio que todo al fin era bueno. Y el amor y la belleza le rebosaba el corazón.

Adán lo tenía todo en el paraíso, incluso lo más importante, a Dios, con el que paseaba y hablaba a la caída de la tarde. Pero ni siquiera Dios le era suficiente, ni colmaba su anhelo insatisfecho, hasta que contempló a Eva.

Eso mismo le pasó a Bernardo de Claraval, el santo doctor melifluo, para quien Dios lo era todo en su vida. Pero cuando salía a realizar sus labores apostólicas, daba el rodeo que tuviera que dar, para ir a visitar a su querida amiga Ermengarda. Así le escribía:
“Ojalá le complaciera a Dios que tú pudieses leer en mi corazón como sobre este pergamino. Entonces verías qué profundo amor ha grabado para ti el dedo de Dios en mi corazón… Mi corazón está cerca de ti, aunque mi cuerpo esté lejos. Si no puedes verlo, no tienes que hacer otra cosa que descender a tu corazón y allí encontrarás el mío. No puedes dudar que yo sienta por ti el mismo afecto que tú sientes por mí, a no ser que tú no pienses amarme más de cuanto yo te amo, y que tú, en el campo del afecto, no consideres tu corazón más grande que el mío. Concédeme también a mí el amor que Dios ha impreso en ti para mí”.

O Francisco de Asís, para quien su Altísimo y Bondadoso Señor lo significaba todo,lo contemplaba en todo, a quien le cantaba alabándole con toda la alegría de su corazón. Todos conocemos su inmenso cariño por su amiga Clara. Pero, cuando estaba a punto de recibir a “la hermana muerte”, a quien quiere a su lado es a su amiga Jacoba. No desea morir sin verla. Por eso dicta una carta desde su lecho en la que le pide:
“Si tú me quieres encontrar vivo, leída esta carta, te das prisa y vienes a santa María de los Ángeles; pero si hasta tal día no has venido, no me podrás encontrar vivo… Te ruego que me traigas aquellos dulces, de las cuales tú me solías dar cuando estaba enfermo en Roma… Y doña Jacoba, cuando llegó, se fue derecha a la enfermería y se puso junto a san Francisco: su llegada provocó en san Francisco gran alegría y consolación”.

También Teresa de Jesús escribió este maravilloso texto: “Quien a Dios tiene nada le falta: solo Dios basta”, que bien lo llegó a experimentar y comunicar con su vida y en sus escritos. Pero, a la vez, se supo rodear de grandes amigos, como Pedro de Alcántara, Jerónimo Gracián y, sobre todo, Juan de la Cruz, que supieron alegrarle la existencia, darle ánimos, ayudarla en sus dificultades. De hecho, cuando sus hermanas le recordaban sus palabras, pensando que con solo la amistad de Dios ya tenían suficiente, ella les comenta:
“Oh Dios mío, ¡concédeme también a mí ser así amada por muchos! Hermanas, si encontráis alguno que sea animado por este amor, ruego a la priora que haga lo posible por procuraros tratar con él; y entonces amadlo cuanto queráis. Me diréis que no es necesario y que os basta tener como amigo a Dios. Pero yo os respondo que un medio excelente para gozar a Dios es precisamente la amistad con sus amigos”.
Es cierto, porque “caminar con otros suaviza la carga, y hace la senda más llana y enriquecedora” (Mª Victoria Romero Hidalgo).
Dios puede llenar nuestro espíritu, dar sentido y plenitud a nuestra vida, alentarnos en los momentos difíciles, llenarnos de gozo en los instantes que nos visita la felicidad. Pero solo puede hacerlo a través de manos, palabras, miradas y caricias de las personas a las que amamos y nos quieren.
Es lo más fascinante de la vida. Y podemos estar seguros que Dios no tiene celos de la amistad. Porque solo por ellos, a través de ellas, nos mira, nos habla, nos alienta, nos consuela, nos acaricia. Y ahuyenta la tristeza y la soledad no deseada, que tan mala cosa es.
Ya lo dijo la Bondad, el Amigo fiel al principio de la creación: “No es bueno que el hombre y la mujer estén solos. Ni siquiera yo puedo llenar por entero su hondón personal, si no es junto a sus amigos y amigas”.


(Si deseáis profundizar más en este tema, ver “Los besos no dados”, Editorial Paulinas).

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