jueves, 20 de abril de 2017

¿Cómo hablar de Dios Padre en un mundo de excluidos?


por José Comblin

Nuestro mundo es cada vez más un mundo de excluidos al lado de un mundo de satisfechos. Los dos mundos se alejan cada vez más y se ignoran. Por otra parte, el mundo de los excluidos, a pesar de ser mayoritario, queda escondido. En un mundo que se dice mundo de la comunicación, los excluidos están fuera de la comunicación. No navegan por internet.

La vida en el mundo de los excluidos es una lucha de cada día por la sobrevivencia: un mundo de privaciones, violencias, robos, asesinatos. Niñas maltratadas expulsadas del hogar, que viven en la calle, condenadas a practicar el sexo o a vender drogas para sobrevivir. Mujeres violentadas por hombres drogados, jóvenes sin trabajo, sin estudio, sin horizontes y sin futuro, vagando por las calles sin saber qué hacer. Luchas por la dignidad, siempre recomenzadas y siempre frustradas. En fin, aquella realidad que conocemos todos los días.

Y Dios, ¿dónde está? ¿Qué hace? ¿Sabe lo que está pasando? ¿Cómo explicar el silencio de Dios? Cuando los escándalos son espectaculares, cuando tanto sufrimiento aflige a personas indefensas, inocentes, ya humilladas la vida entera, ¿dónde está la paternidad de Dios? Ciertas personas, y no son pocas, se rebelan contra Dios, acusándolo o negándole la existencia. No pueden comprender que si Dios existe, Él pueda aguantar la visión de tantas injusticias.

El problema no es nuevo. Es de todos los tiempos. Ya proporcionó el tema del libro de Job, uno de los momentos culminantes de la literatura universal, porque plantea la cuestión de Dios. Es fácil hacer comentarios sobre los atributos divinos en la tranquilidad de las cátedras de filosofía o en la paz de los conventos. Todos estos comentarios son superficiales porque no tocan la realidad. No enfrentan el verdadero problema: el problema de Job.

Tal problema no tiene respuesta. La respuesta sería el silencio de Job. Sin embargo, se habla de Dios como Padre. Por eso querríamos cambiar la pregunta. En lugar de preguntar “¿Cómo hablar de Dios Padre?”, la pregunta más adecuada es “¿Quién puede hablar de Dios Padre en este mundo en el cual estamos?” ¿Quién puede hablar con autenticidad sin merecer la acusación de ser un inconsciente o un cínico?

Muchos discursos religiosos y piadosos son cínicos porque no visualizan a las personas a las cuales se dirigen: ni están conscientes de su situación privilegiada, ni aceptan reconocer los sufrimientos del interlocutor.

¿Quién tiene el derecho de hablar de Dios Padre en el mundo de los excluidos? Solamente quien comparta la vida de ellos, las pruebas de ellos, la angustia de ellos.

Por esto es imposible, ilícito, inaceptable hablar de Dios Padre desde una situación de poder. El poderoso no puede hablar de Dios Padre sin ser cínico. El dictador no puede hablar de Dios Padre sin cinismo, cinismo que experimentamos en América Latina en el tiempo de las dictaduras militares o por parte de dictadores asesinos que hablan de Dios, invocan a Dios y se legitimaban en el nombre de Dios. El rico no puede hablar de la paternidad de Dios a los pobres. El vencedor no puede hablar de Dios Padre al vencido. Los excluidos son los vencidos de la vida.

¿Por qué será que la inmensa mayoría de nuestros textos litúrgicos, escritos entre el siglo IV y el siglo XVI, no dirigen la oración al Padre sino al “Señor todo-poderoso”? Dicen así: “Dios todo poderoso y eterno.” Se trata de una desobediencia formal a la orden de Jesús, que mandó rezar invocando a Dios con el nombre de Padre. Jesús enseñó así: decid “Padre Nuestro”.

Es verdad que la Iglesia conservó la fórmula del “Padre nuestro”. Era imposible borrar esta página del Evangelio. Sin embargo, fuera de esta fórmula, casi siempre dice “Dios eterno y todopoderoso.”

¿No fue acaso porque el clero sentía que era imposible hablar al Padre desde la posición de privilegio, riqueza y poder que ocupaba? La liturgia de la cristiandad fue expresión de la inmensa riqueza del clero y de los religiosos. ¿Cómo hablar del Padre en el esplendor de las catedrales y las iglesias de las abadías de ese tiempo? ¿Cómo hablar del Padre estando revestido de ornamentos litúrgicos de precio altísimo, manipulando objetos litúrgicos de oro y plata, en un ambiente de imágenes cubiertas de piedras preciosas y perlas? Todo era signo de poder, riqueza, fuerza, dominación. Todo esto era atribuido a Dios, pero no dejaba de estar reservado a una clase privilegiada. En este contexto la fórmula que se impone es “Dios eterno y todopoderoso”. No había lugar para el Padre. Instintivamente los autores de los textos litúrgicos sintieron la imposibilidad.

Cuando las liturgias celebraban las conquistas, las victorias en las batallas, la destrucción de pueblos considerados enemigos de Dios, ¿cómo hablar del Padre? En las misas que celebraban la destrucción de los indios, la represión de las revueltas de esclavos, ¿se puede hablar del Padre? ¿Se puede agradecer al Padre por el exterminio de los indios, la expulsión de los judíos, la destrucción traicionera del reino musulmán de Granada? Sólo se podía invocar al “Señor Dios eterno y todopoderoso” de quien se pensaba que había manifestado el poder de su brazo. Este título de Padre tenía que ser reprimido. La Iglesia tenía que legitimar la conquista y la dominación, no podía invocar el amor del Padre, sino sólo la ira del Dios eterno y todopoderoso ofendido por la incredulidad de los pueblos paganos.

Los católicos fueron instruidos por la liturgia, por la forma de hablar de los padres. No es de extrañar que pocos dirigen su oración al Padre. En la vida diaria invocan al “Señor eterno y omnipotente.” Dado que este Dios es muy distante, prefieren invocar al Sagrado Corazón de Jesús o a Nuestra Señora adornada con todos sus atributos. Las devociones populares fueron el substituto de Dios Padre.

Los propios documentos del magisterio usan poco el nombre de “Padre”. Este nombre de Dios está prácticamente ausente de los textos conciliares durante toda la Edad Media, en Trento e incluso en los textos del Vaticano I. Así, por ejemplo, la Constitución Dei Filius del Vaticano I conoce solamente al Dios Todopoderoso. No conoce al Padre. Dios está siempre asociado con los atributos del poder: fuerza, autoridad. Dios castiga: así se manifiesta su poder. Dios rebaja la arrogancia de los que no se le someten.

El Vaticano II inauguró una nueva fase de la historia al adoptar el lenguaje de la Trinidad. A pesar de ello, muchas veces, todavía usa las fórmulas tradicionales en lugar de hablar del Padre.

Si la Iglesia se define por el poder y se sitúa en el poder, lo normal es que Dios sea visto también como poder. Partiendo de tal teología se explica por qué en Occidente durante al menos 15 siglos, la Iglesia ha practicado como base fundamental de su actuar la pastoral del miedo. Para mantener a todas las personas bautizadas en el redil, en la obediencia y en la sumisión, la Iglesia inculcó el miedo. Para reprimir las herejías o las sospechas de herejías o las posibilidades de herejías, la Iglesia inspiró el miedo. Para obligar a los fieles a practicar la moral oficial católica la Iglesia inculcó el miedo. Para conseguir la sumisión a los sacramentos, la observancia de la misa dominical, de la confesión y la comunión anual, la Iglesia predicó el miedo. El gran argumento de los predicadores fue el miedo: miedo al pecado, miedo al castigo, ya en este mundo y sobre todo en el infierno.

La pastoral del miedo prevaleció hasta vísperas del Vaticano II y aún se mantiene en determinados Institutos particularmente cerrados, en que la fidelidad de los miembros se consigue por el miedo, sobre todo en instituciones femeninas ya que las mujeres fueron dos veces víctimas de la pastoral del miedo: primero como mujeres y después como posibles pecadoras.

Dentro de la pastoral del miedo no había lugar para el Padre. ¿Cómo el Inquisidor, podía referirse al Padre cuando torturaba a los sospechosos de herejía para que confesaran su crimen? De alguna manera el laico era siempre tratado como un hereje potencial. Había que vigilar siempre y nunca relajar la vigilancia. Se hablaba del Dios de justicia, celoso de su autoridad, que no toleraba que su honra quedase ofendida. La herejía era la mayor ofensa, un crimen de lesa majestad. Se invocaba al Dios eterno y todo-poderoso.

Por lo tanto, la historia enseña que la Iglesia no logra hablar del Padre cuando se encuentra en una situación de poder. Desde el poder ella invoca al Dios eterno y todopoderoso. Éste afirma su justicia de tal modo que el pecador se siente aplastado y debe pedir piedad, compasión, perdón.

Entonces, ¿quién puede hablar del Padre? En primer lugar, Jesús. En el Antiguo Testamento nadie se atreve a tratar a Dios de Padre: ni los profetas, ni los reyes, ni los sacerdotes ni los sabios. A veces hacen una leve comparación, pero la oración que Jesús aprendió cuando era niño no era oración dirigida al Padre. La invocación al Padre es creación de El. Creó este modo de hablar a Dios y trató de trasmitirlo a los discípulos. Hasta ahora no lo consiguió, salvo en casos excepcionales. No se desanima. Puede ser que al inicio del tercer milenio los cristianos se conviertan y comiencen a adoptar el modo de orar que Jesús quiso enseñar. Nunca es demasiado tarde, incluso después de 2000 años.

Jesús puede porque es pobre, débil, vulnerable. Jesús no muestra los atributos de poder que eran comunes en su tiempo.

Jesús compartía la vida sufrida de los pobres de su tiempo, los campesinos. Conoció el hambre, la sed, la falta de casa, las humillaciones de los grandes, el sentimiento de impotencia ante las injusticias. Los milagros no le quitan el sentimiento de su propia debilidad, porque son actos del Padre, que interviene solamente en ciertas circunstancias.

Jesús conoció los problemas de Job. Los conoció en su vecindad y por eso sintió solidaridad con los excluidos de su país. Él podía hablar de los lirios del campo y de los pajarillos a un pueblo que tantas veces pasaba necesidad. Podía hablar porque él mismo compartía las mismas necesidades. Su discurso del Padre podía sorprender, pero no escandalizar, salvo a los ricos. Tenía credibilidad porque estaba en medio de los pobres como uno de ellos. Cuando expresa su fe en el Padre, a pesar de todo lo que se ve, a pesar de tantos sufrimientos, es escuchado por los pobres porque saben que esta fe corresponde a una vivencia profunda. Además, él manifiesta señales de compasión por los dolores de su pueblo. Pone a disposición de ellos todo lo que puede. Su propio comportamiento confiere credibilidad a su discurso.

En la cruz Jesús fue hasta el extremo de la solidaridad con los oprimidos y los excluidos. Allí fue excluido por las autoridades de su pueblo y por el miedo del pueblo.

Para todas las generaciones posteriores, la cruz fue, todavía es y será la señal de la credibilidad. Jesús puede hablar del Padre porque habla desde la cruz. Habla a pesar del sentimiento de abandono que experimenta hasta el fondo del alma. Si puede invocar al Padre en este extremo, todos los pobres lo pueden también. Jesús estaba en la noche total. Por eso los seres humanos que también viven en la noche total pueden identificarse con su llamado al Padre y con su fondo de confianza. ¡Confían en que la noche oscura no sea la última palabra y que el Padre se revelará en la luz del día!

Gustavo Gutiérrez escribió un pequeño comentario del libro de Job aplicado a la situación de los pueblos latinoamericanos. Job perdió todo y no entiende por qué. No acepta reconocer que la culpa sea de él y que su miseria sea el castigo de sus pecados. Tampoco se rebela contra Dios. No habla mal de Dios. Está sin poder pensar nada. Pero la fe permanece. Él aguarda el día de la justicia. Está en la hora de las tinieblas y aguarda la vuelta del día.

Desde la conquista, los indígenas están en la noche oscura. No entienden qué pasó, por qué perdieron todo lo que tenían. Los conquistadores los acusan de ser ellos mismos culpables de su miseria. Les denuncian vicios, los rechazan en la exclusión total. Ahora, hoy en día, no son sólo los indios quienes están en la noche oscura, sino todos los pobres, dos tercios de la población latinoamericana.

Llegó la hora de las tinieblas. En el presente momento no hay ningún signo visible de esperanza para los pobres. Todas las leyes, las disposiciones del Estado, las políticas económicas hacen que cada año los pobres queden más distantes de los privilegiados. Jamás se vota una ley para favorecer a los pobres. A los pobres se les explica que deben sacrificarse por el bien de la nación. Sin embargo, ni los bancos ni las grandes empresas jamás deben sacrificarse y los ejecutivos ganan más cada año, aumentan la porción de riqueza que sacan de las manos de los trabajadores.

Sin embargo, como Job, los pueblos continúan creyendo en el Padre. Continúan esperando un cambio, una liberación. No hablan mal de Dios. No blasfeman. Esperan contra toda esperanza.

¿Quién puede hablarles del Padre? ¿Quién puede hablar de su fe sin cinismo?

Sólo aquellos que se hacen semejantes, participan de la misma condición de los excluidos y los que se compadecen. Jesús se deja conmover por los sufrimientos del pueblo pobre. Cura enfermos, levanta paralíticos. Quien lucha al lado de los pobres, quien los ayuda a sobrevivir o mejor, cuando es posible, a levantarse de su miseria, puede hablar del Padre porque el pueblo habla. Pueden compartir también la fe y la esperanza de los excluidos. Quién participa de los sufrimientos, puede también participar de su fe y de su esperanza.

No todos los pobres mantienen la fe en el Padre. Entre ellos hay personas que no aguantan más y han perdido toda esperanza. Viven sin esperanza. Dejan de pensar en el futuro y toman la vida como un fardo que deben cargar sin que tenga sentido. Se han vuelto también cínicos.

Hay jóvenes que buscan refugio en la violencia como única manera de afirmar su existencia en un mundo que los excluye. Otros caen en la bebida, en las drogas para dejar de ver, dejar de oír y dejar de pensar. No esperan nada más de la vida. Sienten como estos adolescentes que dicen: sé que no voy a vivir y me voy a matar. Entonces, parece que infringir todas las normas es la última manera de protestar contra la vida. Para ellos no existe ningún Padre: así como no hubo padre en la tierra, no hay Padre en el cielo.

También es cierto que otros luchan para salvar su propia dignidad y la dignidad de sus hermanos, pero no aceptan al Padre de los cielos, ¿Por qué? El Vaticano II dio las respuestas. Sólo conocieron la religión de los dominadores, el Dios de los grandes y de los fuertes, el Dios que legitima todas las opresiones. Rechazan este Dios y no conocen otro. Desconfían de antemano de cualquier mensaje religioso. En realidad ellos son movidos por el Padre cuyo nombre rechazan. No tienen nombre para designar al Dios Padre que siguen, porque todos los nombres del vocabulario ya han sido contaminados.

La gran mayoría, sin embargo, sigue confiando en el Padre a pesar de todo. Saben hacer la distinción entre el Padre y los que se dicen sus representantes en la tierra. Y porque ellos hablan del Padre también nosotros podemos hablar. De modo más discreto, porque bien sabemos que no somos los creyentes más firmes, que nuestra fe no fue probada como la fe de ellos. No para enseñar, sino para apoyar. Cuando el Padre permanece silencioso y permite tantas injusticias, tantas opresiones, tanta arrogancia de los vencedores, tanta miseria material y moral, nuestro discurso necesita ser muy discreto, sin énfasis, al contrario de los discursos de los supuestos amigos de Job. Más que palabras hablan los gestos de solidaridad. Estos gestos son signos del Padre y les recuerdan la presencia invisible.

Los discursos de propaganda son indecentes. Ciertas producciones suscitan sospechas, por ejemplo, los discursos de propaganda de la Iglesia Universal (del Reino de Dios). Aquí se manifiesta cómo se puede manipular la fe de los simples, sustituir la esperanza por ilusiones y explotar financieramente el desconcierto de personas aplastadas por los fracasos de la vida. Sus discursos son indecentes porque no respetan la dignidad humana de los que sufren.

No todos tienen derecho de hablar del Padre. Algunos usurpan un derecho que no les corresponde. También ante esta explotación del sentimiento religioso, el Padre permanece silencioso.

Después de la Segunda Guerra Mundial, cuando apareció todo el horror del Holocausto, surgió una pregunta: ¿se puede hablar todavía de Dios después del Holocausto? Si Dios es Padre, ¿cómo pudo asistir impasible a tal monstruosidad? ¿Qué valor podemos atribuir a la paternidad de Dios en tal situación?

No sólo el silencio Dios. También existe el silencio de las religiones, el silencio de la Iglesia católica de modo particular. Quién se quedó callado en esta circunstancia, ¿con qué derecho puede todavía hablar de Dios? Después de haber mostrado tal ausencia de fe, tanto miedo, ¿qué valor puede tener todavía su testimonio?

¿Dónde estaba el Padre durante el Holocausto? Hay una sola respuesta que no es cínica: Dios estaba en las cámaras de gas, muriendo con los millones quemados por los gases venenosos. Ahora si Dios estaba allí, ¿cómo explicar que las personas religiosas del mundo no lo hayan reconocido? Ellas que tanto hablan de Dios, ¿cómo aceptar que no lo reconozcan en su manifestación terrestre? ¿Qué valor puede tener una religión que esconde a Dios en lugar de mostrarlo?

Estas fueron las preguntas. Claro está que nunca recibieron ni recibirán respuestas plenamente satisfactorias.

Dijeron: se puede hablar de Dios después de Auschwitz, porque en Auschwitz también se invocó a Dios. Muchos judíos siguieron como Job, creyendo en Dios; mantuvieron su fe inquebrantable a pesar del silencio. Muchos entregaron su vida con confianza más allá de toda esperanza.

Escuchando la voz de los millones de sacrificados, aceptando su testimonio, podemos acompañar, repetir lo que dijeron en una situación extrema que nunca conoceremos. Pero nunca más podremos hablar de Dios como antes. Sobre todo sabiendo que durante siglos los cristianos alimentaron la animosidad, el miedo, la rabia, el odio hacia los judíos, lo que sin duda preparó el Holocausto. Los cristianos no se sintieron solidarios cuando vinieron a prender a los judíos por ser judíos y nada más. Por eso hablaremos de Dios con la conciencia de nuestra propia incredulidad, por no haber hablado cuando debíamos: hablando de Dios con la conciencia de quien traicionó.

Aquí en Brasil, podríamos decir: no tenemos nada que ver con el Holocausto. No estábamos allí. La mayoría dirá, ni siquiera existíamos en aquel tiempo. Es verdad. Sin embargo, el Holocausto es una señal, un revelador. El Holocausto muestra los extremos a los que la humanidad es capaz de llegar. Así, una vez despertados por esta señal, podemos ver mejor otras realidades que también existen y mucho más cerca de nosotros. Hoy mismo los gobiernos de tantas naciones, manipulados por los grandes poderes económicos, mantienen a miles de millones de seres humanos en una situación de exclusión que en este final del siglo XX llega a situaciones extremas. El mundo no quiere ver. Mira de lejos, en la televisión de vez en cuando. Ve sin ver, ve con una emoción rápida y rápidamente olvidada porque se trata sólo de un elemento menor dentro de la abundancia de imágenes ofrecidas por los medios de comunicación.

Dejar a los miserables en su miseria no causa un choque tan fuerte como el Holocausto, pero la realidad objetiva no es tan diferente. ¿Cómo hablar de Dios Padre cuando su Hijo es crucificado todos los días a nuestro lado?

El Holocausto creó una nueva conciencia, al menos, en una minoría de la humanidad: la conciencia de que también los pueblos cristianos pueden matar a Dios crucificando a su Hijo, que también los cristianos colaboran con el silencio, la cobardía. Otrora, la conciencia cristiana aceptó la esclavitud. El Papa León XIII condenó la esclavitud solamente cuando el último país católico había decretado la abolición. De ninguna manera la jerarquía de la Iglesia quiso adelantarse. La conciencia moral despertó más empujada por el ejemplo de los gobiernos que por el evangelio. No adelanta multiplicar ejemplos de hechos semejantes. Por esto, comenzó a manifestarse una nueva conciencia: comenzó pero sólo comenzó. Hay todavía signos contrarios.

En la actualidad estamos asistiendo a una avalancha de religión burguesa. Religión burguesa es la religión al servicio del bienestar individual: bienestar físico y bienestar psicológico. En Brasil nunca se habló tanto de Dios, nunca hubo tanta profusión de símbolos religiosos, ni siquiera en la era barroca. El Nordeste es campeón de la religiosidad ¿será para hacer que se olvide totalmente la realidad objetiva?

Para la religión burguesa, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo están al servicio de la satisfacción. Constituyen efluvios de fuerzas favorables. Dios es aquel que calma, tranquiliza, desculpabiliza, infunde sentimientos bonitos, aleja el miedo, la tristeza, llena el corazón de amor, felicidad, reconciliación con todo y con todos. Gracias a este Dios, los hombres y las mujeres se sienten felices, lejos de los problemas de la vida, gozando, respirando alegría. Esta religión es siempre alegre y condena todos los sentimientos tristes.

La religión burguesa pretende establecer un ambiente de simpatía universal, aleja la conciencia de conflictos: proclama la abolición de todos los conflictos: todos bañados en un baño de felicidad.

Para este fin, la religión ofrece terapias, cultos, oraciones, ejercicios corporales o mentales. Ofrece buenas palabras seductoras, gestos de amor, símbolos de paz y reconciliación. Como Padre y Madre Dios acepta todo, perdona todo y se manifiesta en la prosperidad. Jesús es un amigo siempre comprensivo, siempre disponible, que nunca se queja, nunca reclama, el amigo siempre servicial que nunca pide nada. Se le puede pedir todo, él nunca exige retribución. El Espíritu Santo es esta fuerza, esta ambientación que llena los corazones de alegría

La religión burguesa no contempla a los pobres. La pobreza es un espectáculo deprimente. Es mejor no pensar en ella para no caer en depresión. A los pobres se les dice que Dios es un Padre que les dará riqueza y prosperidad si son religiosos, bien educados, trabajadores y pacientes. Para ellos hay historias que narran la maravillosa ascensión social de personas pobres. Los libros de Paulo Coelho mostraron cómo poderes benéficos están siempre actuando: pueden confiar en que nada va a pasar. ¡No tengan miedo! Las religiones nuevas como la Nueva Era anuncian que ya viene la era de Acuario y todos los problemas van a desaparecer, no por la acción de los hombres, sino por una feliz configuración de algunas estrellas.

La religión burguesa suprime el mal simplemente negándolo. Para los que tienen, no es tan difícil mantener la ilusión. Para los que no tienen, ¿cuánto tiempo durará la ilusión?

Quién más habla de Dios Padre es quien tiene menos derecho de hablar de él. La burguesía moderna era incrédula. Era racionalista y consideraba la religión una vivencia pre-racional. La nueva burguesía se tornó más radicalmente capitalista. No se preocupa por la razón y sí por el dinero. Descubrió que la religión tiene valor comercial. Se puede vender religión y ganar dinero y mucho dinero con la religión. Hoy en día, el ateísmo no rinde más. Pero la religión rinde. Ofrece mercaderías apreciadas en el mercado: el Padre es una buena mercadería destinada a rendir mucho. Este Padre es como un Santa Claus, lleno de bondad, indulgente, tierno, que no pone ningún reparo al egoísmo, al individualismo. Por el contrario, excita el deseo de gozar, fomenta el consumismo religioso. El Padre se reviste de atributos de los padres permisivos, inventados por la civilización norteamericana que los esparció por el mundo entero, comenzando por las burguesías.

La religión burguesa promete a los pobres el acceso a la satisfacción de los deseos y les muestra las puertas abiertas del consumismo. En la práctica, este despertar alimenta las loterías, el juego del bicho, todos los concursos. Los pobres saben muy bien que por el trabajo nunca se salió de la pobreza. Solamente por el juego. O por el robo, por las drogas, por la ilegalidad. La religión burguesa que alimenta el deseo de consumismo lleva a estos recursos en la sociedad paralela.

Los milagros del Padre hacen que la gente gane en la lotería. La lotería no basta por sí sola: la lotería con mucha oración, mucha fe, mucha confianza ofrece mucho más esperanza. La religión del Padre refuerza el juego, porque se piensa que el Padre interviene en los juegos para hacer triunfar a sus favoritos. Quién tiene mucha confianza gana. Entonces es bueno no olvidarse de agradecer, pensando en la próxima vez.

Hay pobres que se dejan engañar. He aquí la frivolidad de los discursos religiosos privilegiados por la burguesía.

Recordemos: ¿dónde está el Padre en la actualidad? ¿Qué significa su silencio? ¿Cuál es el registro decente, auténtico, para hablar de Él? La respuesta es: hablar del Padre como Jesús, con Jesús, en el mismo lugar, en la misma situación.

Traducido de Revista Convergencia, año XXXIV, n°326, 1999, p. 495-502; 

José Comblin “Como falar de Deus Pai num mundo de excluídos”


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