Juan María Tellería Larrañaga
Al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. (Mateo 25, 41b BTX)
El tema del infierno no es demasiado popular entre los creyentes de un tiempo a esta parte. Se ha convertido en uno de esos asuntos que se procuran evitar por no generar situaciones embarazosas, porque casi “se queda mal” si se trata, y sobre todo porque —o así nos lo parece— desde la Edad Media se ha venido machacando tanto con él a los auditorios y las congregaciones, que, como es natural, crea cierta repulsa. No hay más que ver las representaciones pictóricas y escultóricas de épocas pretéritas o que leer cierta literatura apócrifa, por no mencionar el archiconocido primer canto de la Divina Comedia de Dante, para convencerse de ello. Y ni siquiera es preciso ir tan lejos: basta con haber escuchado algunos sermones que se han predicado en nuestros púlpitos o haber visto alguna película de las llamadas “cristianas” procedentes de otras latitudes, para quedar bien servidos. Por decirlo de forma simple: el tema del infierno ha sido una excelente herramienta, por un lado, para suscitar miedo e inculcar una piedad fundamentada en el terror a un más allá horrible; y por el otro, para hacer de válvula de escape a una serie de pulsiones sádicas en los concienzudos teólogos y predicadores que se han regodeado en imaginar y describir con todo lujo de detalles sus tormentos.
Y dicho esto, nos enfrentamos a la gran constatación: el Nuevo Testamento nos habla con claridad del infierno y la condenación eterna. Más aún, dejando de lado las imágenes impactantes del Apocalipsis y alguna que otra alusión en las Epístolas, son los Evangelios, especialmente los Sinópticos (Mateo-Marcos-Lucas), los que más tratan de este tema al recoger toda una serie de sentencias y dichos pronunciados por Jesús. Es decir, que es el propio Jesús quien más habla y enseña acerca de este asunto. No tiene por qué sorprendernos; entra dentro de la más perfecta de las lógicas: el Salvador sabe muy bien de qué viene a salvarnos.
La diferencia con lo que ha sido la enseñanza cristiana posterior, no obstante, es abismal. En primer lugar, Jesús no se explaya en ningún momento en descripciones crueles de los tormentos del infierno, ni juega con una supuesta geografía del lugar. Las imágenes que emplea (el fuego que no se apaga, el gusano que no muere, las tinieblas, el llanto, el crujir de dientes) son más bien simples, tomadas del entorno cultural de su pueblo y de su época, y de gran impacto psicológico en la mente de sus oyentes, pues todas ellas inciden en algo terrible, como es el dolor intenso, la tristeza profunda, la sensación de soledad alienante, la angustia trágica por la que pasa el individuo que ha sido excluido del Reino de Dios. Más que describir objetos reales (un fuego auténtico, un gusano genuino, una oscuridad cierta), ofrece pinceladas de situaciones anímicas internas, vividas con tal intensidad, que muy bien pueden tildarse de eternas. El propio Jesús experimentó esa condición en el Getsemaní y a lo largo de su pasión. Cuando los teólogos de la Iglesia antigua decían que nuestro Señor vivió en sí mismo los tormentos del infierno por todos nosotros, tenían razón.
En segundo lugar, la predicación del infierno como tema estrella no aparece por ningún lado en todo el Nuevo Testamento. Las palabras dichas por Jesús acerca de este asunto se inscriben siempre dentro de su enseñanza global acerca de los principios del Reino de Dios, como imagen de vívido contraste, algo de lo que gustaban mucho los maestros orientales en general. Al contraponer estas pinceladas sobre la condenación eterna con todo lo que muestra la bienaventuranza del discipulado cristiano, el Señor sencillamente hace hincapié en lo positivo como una invitación a acogerse a la Gracia de Dios. En la forma de pensar del hombre Jesús de Nazaret y la de sus contemporáneos judíos del siglo I no se entiende una piedad basada en el temor a los castigos, sino en la alegría de la llegada del Reino. Ni siquiera las corrientes más apocalípticas y exaltadas de la época, en cuya literatura se describe con profusión de detalles la destrucción del mundo presente, jugaban con el elemento miedo. Al contrario, todos esos juicios devastadores y condenatorios que describen iban dirigidos a los enemigos del pueblo de Dios. Los fieles debían saber de entrada que contaban con el beneplácito divino.
Y en tercer y último lugar, jamás aparece en la enseñanza de Jesús la idea de que haya seres humanos destinados al infierno. El texto que encabeza nuestra reflexión, Mateo 25, 41b, y el contexto general en que se inscribe lo dicen bien claro. El infierno, o fuego eterno, literalmente, es del destino del diablo y sus ángeles, no de los hombres. Los seres humanos que pasan por esa experiencia comparten algo que no les es propio, que no es para ellos en realidad, simplemente porque se han autoexcluido de las bendiciones del Reino de Dios.
En conclusión, creemos firmemente que se debe hablar del infierno en nuestra predicación y nuestra enseñanza, sin ningún tipo de temor o de reparo, de la misma manera que hablamos de otros asuntos o de otros temas muy variados que aparecen en las Sagradas Escrituras. Pero siempre con las limitaciones que la propia Biblia nos impone y dentro del cauce de la Gracia de Dios. Finalmente, no lo olvidemos nunca, todo el contenido de la Sagrada Escritura viene marcado y coloreado por la figura y la obra de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador, que vino a destruir el mal y el infierno para siempre.
Sobre Juan María Tellería Larrañaga
Fuente: Lupa Protestante
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