Hay palabras epidémicas. Expresiones que se cuelan en el cerebro y que ya nunca más pueden abandonarlo.
Como afirma el psicólogo cognitivo Steven Pinker en su libro El mundo de las palabras, aunque nos parezca lo contrario, las palabras no nos pertenecen sino que pertenecen a una comunidad: si una palabra no la conoce todo el mundo o la mayoría de la gente que nos rodea, entonces empezaremos a dejar de usarla.
El proceso por el cual las palabras acaban cuajando en una comunidad es todavía un misterio, según señala:
Los etimólogos pueden rastrear la mayoría de las palabras remontándose siglos atrás o más, pero las huellas se desdibujan antes de alcanzar el verdadero momento en que un artífice de la palabra unió por primera vez un concepto a un sonido de su elección.
El rastreo de los orígenes de las palabras acuñadas recientemente, sin embargo, es mucho más sencillo. Por ejemplo, la palabra spam, que surgió como necesidad de llamar de algún modo a la gran cantidad de correo basura que recibimos a menudo a través de Internet. Algunas personas han sugerido que el término procede de las siglas de Short, Pointless, and Annoying Messages (Mensajes sin sentido, molestos y cortos). Pero en realidad la palabra está relacionada con el nombre de una clase de fiambre de cerdo que vende Hormel desde 1937, un compuesto formado por la yuxtaposición de SPiced hAM (jamón sazonado).
¿Qué tiene que ver el jamón sazonado con el correo basura? Pues que el jamón sazonado es barato, abundante, superfluo. Sin embargo, la espoleta de salida del contagio de la palabra y de su aceptación popular se encuentra en un sketch de Monty Python emitido en su programa Flying Circus. En él, una pareja entra en un restaurante barato y pregunta a la camarera qué platos hay en la carta. La camarera responde spam con huevo, spam con salchicha, spam con huevo y salchicha, spam, spam con huevo enlatado, spam con salchicha enlatada, y así una larga sucesión de combinaciones que no son tal. Esta repetición mecánica del término fue la verdadera inspiración de los piratas informáticos de finales de la década de 1980.
Las palabras vulgares o determinadas expresiones populares no las personas por ser las palabras que son y mucho menos por sus orígenes etimológicos, sino porque delatan dónde ha estado inmerso nuestro cerebro durante mucho tiempo.
Es decir, hay palabras que cuajan más en determinados estratos sociales que otras. Palabras que dejan pistas de dónde procedemos, a qué nos dedicamos la mayoría del tiempo o con quién solemos hablar. Ello es posible gracias al poder vírico de las palabras: en cuanto oímos tres o cuatro veces una palabra de manera ordinaria, es muy posible que acabemos por incorporarla a nuestro vocabulario para siempre. Las palabras, entonces, son tan delatoras como las huellas dactilares en la escena de un crimen.
A principios de 1990, se llevó a cabo un minucioso experimento para constatar hasta qué punto las palabras son como huellas dactilares de nuestra mente. El experimento consistió en registrar multitud de conversaciones en Gran Bretaña, las cuales se utilizaron para crear bases de datos que se conservan en la Universidad de Lancaster. Esta base de datos contiene más de cien millones de palabras habladas por hombres y mujeres de todas las edades y ocupaciones, y fue profundamente analizada por los investigadores Paul Rayson, Geoffrey Leech y Mary Hodges.
Uno de los descubrimientos más sorprendentes fue que era bastante probable adivinar si una determinada conversación estaba siendo mantenida por dos hombres o por dos mujeres: el tipo de palabras empleadas por ambos sexos es ligeramente distinto. Las huellas dactilares más características del léxico femenino eran «ella», «su» y «dijo». Las más características del masculino, «coño», «joder» y «tía».
De igual modo, de una manera más sutil, hay acentos que tienen una determinada carga social. En España, por ejemplo, cuando alguien quiere introducir una broma tonta en un discurso serio, inconscientemente recurre a un ligero acento andaluz, aunque el interlocutor no sea natural de Andalucía. El acento, pues, también posee una carga connotativa que influye no sólo en el discurso del hablante sino en su forma de comportarse.
Esta estratificación por acentos es mucho más marcada en ciudades cosmopolitas, en las que se mezclan muchas culturas, como es el caso de Londres: acento del norte, sur, Manchester, Edimburgo, clase alta, clase baja, colegio de pago, colegio público. El acento te define, y abrir la boca te expone a la clasificación taxonómica. Hasta los currículos de los actores ingleses tienen un apartado exclusivo donde indican las variantes de acento que son capaces de reproducir.
En un futuro, escudriñando nuestro uso de determinadas palabras, quizá una computadora podrá averiguar qué clase de persona somos. Con quienes nos conviene charlar. Qué debemos comprar. O incluso qué clase de noticias debemos consumir. Tiempo al tiempo.
Fuente: papel en blanco
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