Sin duda, el entramado sociológico actual, con un incremento del número de personas que se manifiesta ateas o agnósticas y la reducción de la práctica religiosa tradicional, dificulta el diálogo entre creyentes y no creyentes sobre cuestiones de naturaleza espiritual. A ello debe añadirse lo que podríamos denominaranalfabetismo religioso consecuencia de la falta de formación, en el ámbito familiar y escolar, de esta temática. El resultado es el desconocimiento de los textos sagrados de las grandes tradiciones espirituales, de sus elementos simbólicos y de los términos propios de su lenguaje.
Si nos centramos en el cristianismo, las desafortunadas circunstancias que envuelven con demasiada frecuencia la iglesia generan actitudes críticas y de recelo hacia la institución. Va extendiéndose una visión negativa del cristianismo como regresivo, anticuado y opresor. Como mucho, es considerado como un humanismo más, por mucho que procuremos hacer entender que el cristianismo no es tan solo una ética, si bien la incluye. Lamentablemente, con frecuencia ha sido la propia iglesia la que ha contribuido a esta visión reduccionista y simplificada de su misión.
Por otro lado, muchos de los contenidos de la fe son incomprensibles para el hombre y la mujer postmodernos: la propia naturaleza de Dios, el concepto de la Trinidad, el nacimiento virginal de Jesús, su resurrección… son algunos ejemplos. Esto no significa que nuestros contemporáneos se orienten siempre por criterios de racionalidad que no terminan de encontrar en el cristianismo. Muchos de ellos, a pesar de su rechazo de la fe cristiana, se orientan hacia otras cosmovisiones menos racionales como pueden ser las mitológicas o esotéricas. ¡Paradojas de la vida!
Todo ello nos ha de plantear como hacer comprensible la fe a las personas de nuestro tiempo y cultura. Para ello se impone distinguir entre los elementos míticos y legendarios contenidos en la Biblia y la realidad histórica y explicarlos en la clave teológica que les corresponde. La hermenéutica bíblica no puede fundamentarse ya en una interpretación literal de los textos que violenta el orden natural del mundo, como es descrito por las ciencias. No se puede apelar al está escrito, esto es fundamentalismo. Hay que hacer un esfuerzo para utilizar un lenguaje más cercano y conocido por el receptor.
Cuando expresemos aquellos conceptos que definen nuestra identidad creyente, habrá que destacar aquellos elementos que hacen razonable el acto de creer, empezando por erradicar los falsos conceptos de Dios y asumir que nos hallamos frente al misterio. Habrá que superar la dialéctica entre las posiciones conservadoras que amparándose en la divinidad de Jesús minimizan su humanidad y las posiciones más liberales que aferrándose a su humanidad desdibujan su divinidad. Superación, no de simple síntesis, que ha de posibilitar una visión más holística de Jesús de Nazaret que nos permita percibir a Dios en su ser hombre y percibir al hombre desde su ser Dios. Habrá, por ejemplo, que explicar comprensivamente el sentido de sus señales taumatúrgicas, contextualizar sus discursos apocalípticos, desde la comprensión de este género literario, y enseñar la experiencia pascual de la resurrección como su entrada en el ámbito de Dios a fin de evitar un imaginario mítico que el hombre y la mujer de nuestro tiempo rechaza.
Hay que tener también presente que la credibilidad que las personas otorgan a los mensajes que reciben tiene que ver con la coherencia entre el discurso y la praxis del emisor que los emite. Aquello que puede dar credibilidad al mensaje cristiano no son tan sólo las palabras que pronunciamos, aún siendo fundamentales, sino la ejemplaridad de la vida. Como señala S. Kierkegaard la fe que compartimos no debe ser una lección aprendida de memoria, la fe se hace visible en la existencia de la persona. La fe se hace comprensible cuando se ve reflejada en la vida de quien la proclama.
El mensaje cristiano debe hacerse presente desde la cotidianeidad. Una forma de hacerlo es acercándose a las necesidades de las personas. Nuestra sociedad, desde el punto de vista económico y social, no es la misma de los tiempos de Jesús; a pesar de ello, el sistema continua excluyendo a muchas personas, especialmente en momentos de crisis como el que se está sufriendo.
En una sociedad caracterizada, por un lado, por la rapidez exponencial en la que se suceden los acontecimientos, la precipitación, la falta de tiempo… y, por otro lado, por el individualismo y la indiferencia por el mundo de los demás no siempre es fácil ver e identificarse con las necesidades materiales, emocionales y espirituales de las personas de nuestro alrededor. Aquello que confiere credibilidad al cristianismo es el amor al prójimo. Jesús lo expresó con meridiana claridad: Conocerán que sois mis discípulos, si tuvieseis amor los unos con lo otros.
Una forma de amar es reconocer en todas las personas su dignidad, resultado de su origen divino y por ser portadoras de la impronta de Dios. Cuando en la iglesia se produce algún tipo de discriminación, por la razón que fuere, se dificulta tanto la comprensión como la credibilidad de su mensaje. El amor es inclusivo, no hace acepción de personas. La iglesia debe ser inclusiva.
Con todo, debemos ser conscientes que la transmisión de la fe no depende exclusivamente de su inteligibilidad; no es suficiente el discurso bien construido, una apologética pensada para nuestro tiempo, los argumentos lógicos… Todo ello es necesario y, ciertamente, nos corresponde contextualizar el evangelio a nuestra realidad sociológica, pero no es suficiente. Hay que añadir la respuesta de la persona a la llamada del Espíritu.
En lo que denominamos las opciones fundamentales de la vida (qué estudiaremos, en qué ámbito profesional nos desenvolveremos, con quién nos casaremos, cuántos hijos tendremos…) siempre hay aspectos no completamente resueltos, siempre quedan preguntas abiertas sin respuesta inmediata, siempre hay dudas…; ahora bien, a pesar de la incertidumbre y de la ambigüedad, tomamos decisiones.
Desde el respeto a las dudas que genera el ámbito de la espiritualidad en las personas, debemos acompañar los procesos de búsqueda honesta ayudando a tomar decisiones a pesar de no disponer siempre de argumentos definitivos. La vivencia de la fe es una experiencia no siempre fácil de transmitir, pertenece a la esfera de la intimidad; y si bien para nosotros posee un pleno sentido y la consideramos razonable y comprensible, esto no siempre es así en quienes nos escuchan y observan desde paradigmas diferentes.
La fe es un don de Dios y no tan sólo un acto de la voluntad humana. Es respuesta a una llamada que puede producirse por diferentes circunstancias. Cada uno tiene su propio camino a Damasco. Unos pueden estar interpelados por la naturaleza que les sugiere un Creador, otros por el contacto con la Palabra de Dios que les habla a su intimidad, otros por el testimonio de los creyentes… A la persona le corresponde responder al llamado del Espíritu y acoger el don de la fe. A los creyentes no nos corresponde imponer nuestro credo, sino acompañar en el camino de la búsqueda y del seguimiento a Jesús.
La respuesta a la pregunta hasta qué punto es inteligible y comprensible la fe en una sociedad denominada ya postcristiana depende, como hemos señalado, de diferentes factores. A nosotros nos corresponde presentar de forma comprensible nuestra fe y vivirla de modo coherente. Es el mejor modo de acompañar posibles caminos de búsqueda espiritual, dejando los resultados a Dios que quiere la salvación de todos los hombres.
Fuente: Lupa protestante
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