sábado, 9 de noviembre de 2013

El silencio agravó el abuso sexual.



En mi colegio, el silencio agravó el abuso sexual

POR NICOLÁS CASSESE, PERIODISTA, AUTOR DEL LIBRO “EL SECRETO DE SAN ISIDRO”


Muchos años después. A comienzo de los años 70, en un colegio tradicional de San Isidro, un profesor abusó de varios chicos. En ese momento, todos prefirieron callar. El autor de la nota –alumno del colegio pero no víctima– cuenta por qué la comunidad actuó de esa manera y analiza los cambios significativos que ha habido desde que muchos decidieron no esconder más la verdad.

Las familias, las sociedades, se construyen con palabras, pero también con silencios. En la mía hubo uno grande y devastador. Nací y me crié en el epicentro del San Isidro tradicional. El mayor de siete hermanos, mi infancia transcurrió rodeado de primos, tíos y amigos que siempre, de algún modo, también eran familia. Pasé los veranos correteando a la vera del río en el Náutico San Isidro y el resto del año, jugando al fútbol en los recreos del San Juan el Precursor. Allí, en el colegio que aún descansa a la sombra de la Catedral y se mantiene orgulloso en su condición de solo para varones, fue donde se cocinó un secreto poderoso, uno que aún resuena por estos días.

Intentaré resumirlo: a inicios de los setenta había un profesor de plástica joven y carismático, muy popular entre los chicos del colegio primario del San Juan. Se llamaba, se llama, Peter Malenchini y sus alumnos lo adoraban, era el que los llevaba de campamento, los invitaba a su casa después de clase y les contaba de ese mundo distinto al de su pacato colegio. También abusaba de muchos de ellos, incluyendo dos hermanos, Luis María y Juan Carlos Belgrano, Tupa y Juanqui.

Malenchini era amigo de la familia Belgrano y un día, mientras los visitaba, la madre de los chicos, María Lydia, Piru, se dio cuenta de que Juanqui, el más chico de los dos, estaba incómodo por su presencia. Intuyó algo raro y, cuando Malenchini se fue, preguntó con insistencia hasta que su hijo le confesó el abuso. Partida por el dolor, se encerró con su otro hijo, Tupa, que era ayudante de Malenchini en los talleres de arte y pasaba mucho tiempo con él. Le contó lo que había pasado con Juanqui y quiso saber si él había padecido algo similar. Tupa lo negó.

Mintió, hace años que estaba siendo abusado por Malenchini.

Piru y su marido luego hablaron con el cura que manejaba el colegio, el padre Castagnet, y con los de la Catedral, era una familia muy católica. Entre ellos decidieron que lo mejor era sacar a Peter Malenchini del San Juan, pero hacerlo en voz baja, evitando la denuncia policial y pública. Tenían diferentes motivos para actuar así. No exponer a su hijo, salvar el matrimonio cristiano que Malenchini acababa de iniciar y preservar el prestigio del colegio fueron algunos de ellos.

La lógica con la que actuaron está desarrollada en unas cartas escalofriantes que los padres de los Belgrano intercambiaron con Malenchini luego de que se enterasen de lo que había pasado con Juanqui.

Monseñor Justo Laguna fue el cartero y uno de los facilitadores delacuerdo de silencio que ahí se negoció. Malenchini se fue del San Juan pero siguió dando clases y talleres de arte para chicos de los barrios acomodados de la zona norte del conurbano.

Los curas y los Belgrano no fueron los únicos que callaron, hay por lo menos otros nueve ex alumnos de las camadas de Tupa y Juanqui que años después dijeron haber sido abusados por Malenchini. Es probable que nadie jamás hubiese hablado del tema de no haber sido por Carlos Gontad, Charly, otro de los ex alumnos abusados queinterrumpió una reunión en la que festejaban los veinticinco añosde egresados para gritar su verdad. La confesión de Charly y su muerte apenas dos años después desencadenaron una serie de eventos que terminaron con Tupa y Juanqui entrevistados en un programa televisivo en el año 2004.

Aquello fue una bomba atómica en el corazón de San Isidro e incluyó al propio Malenchini confesando los abusos en una cámara oculta que organizaron Tupa y sus compañeros de camada. Carentes de la posibilidad de una condena –los crímenes habían prescripto– el programa de televisión fue la forma que encontraron para hacer justicia. Resultó efectiva: Malenchini abandonó su casa y sus talleres por la zona, nunca más apareció por el barrio. Intenté contactarlo para el libro pero fue imposible. Lo último que supe de él es que vivía en Quebrachitos, un paraje selvático de Entre Ríos, pero cuando estaba por viajar a buscarlo me avisaron que se había ido.

En La celebración, una película danesa que salió hace unos años, el hijo mayor interrumpe el festejo del cumpleaños número sesenta de su padre para anunciar la vieja nueva: ese hombre sentado en la cabecera, rodeado de amigos y familia, abusó de él y de su hermana cuando eran niños. Christian, así se llama el acusador, es un borrachín, el loquito, y no le hacen caso. Lo echan de la casa, lo golpean, lo dejan atado a un árbol.

Pero Christian vuelve, lo repite y esta vez otra de sus hermanas lo confirma. A la mañana siguiente el patriarca termina expulsado y la familia desayuna en paz.

La potencia de la película se sostiene en la certeza de que se monta sobre algo muy cierto, algo que excede el abuso de menores. Se monta sobre los secretos, más grandes o más pequeños, con los que convivimos a diario. Su fuerza, la del secreto, es poderosa, un agujero negro que todo lo chupa. Lo mismo que su atractivo.

En eso pensaba mientras veía el programa de televisión donde se difundió el caso y decidía que ahí había una historia poderosa. Los detalles de los abusos me resultaban poco interesantes, morbosos.

La mecánica con la que se había construido el secreto, los daños que había causado y cómo treinta años después ese mismo grupo social comenzaba a sanarse con su opuesto, la palabra, eran, en cambio, fascinantes. Remitían a una historia ajena –conocía a Malenchini y su familia, pero no a los Belgrano– pero también a una muy propia.

Mi abuelo es uno de los fundadores del San Juan y de allí egresé, lo mismo que casi todos mis numerosos primos y el grupo de amigos con el que aún juego al fútbol todos los miércoles. En esa historia de silencio y ocultamiento veía la matriz de una sexualidad retrógrada y represiva que el cura Castagnet nos predicaba todas las mañanas y que, ya de grande, discutía con familiares y amigos.

Tardé en comenzarlo y tardé aún más en terminarlo. Fue un libro corto pero difícil de escribir. Se llama El secreto de San Isidro, salió hace unas semanas y uno de sus primeros lectores fue al actual rector del colegio, Eduardo Cazenave, que consiguió mi celular y me invitó a tomar un café en el San Juan. ¿Cuántas amonestaciones me ganaría por deshonrar la memoria del cura, que había muerto hace un par de años pero aún era venerado en el colegio?, en eso pensaba mientras cruzaba las puertas de la casona colonial reciclada en aulas y patios en la que había pasado gran parte de mi adolescencia. Estaba nervioso.

La reunión fue buena. Cazenave es un par de años mayor (tengo 39 años) y había sido preceptor nuestro en el secundario.

“Voy a pedir perdón en nombre del colegio”, me dijo. Así lo hizo: al día siguiente mandó una carta a todos los alumnos, ex alumnos y profesores del San Juan. Era corta y al punto. Repetía la palabra “perdón” en tres oportunidades y convocaba a una misa en el propio colegio.

Era un gesto de arrojo y valentía que, intuí, encontraría resistencias en los sectores más conservadores de la comunidad del San Juan. Con la carta y la posterior misa, Cazenave estaba exponiendo los silencios y las complicidades no sólo de sus antecesores en el cargo –incluyendo a la dirección del colegio que en 2004, cuando salió el programa de televisión, no había asumido la responsabilidad por lo ocurrido– sino, sobre todo, del padre Castagnet, el gran prócer sobre el que se monta el relato fundacional del San Juan. Y, para peor, lo hacía en respuesta a un libro que era crítico con el cura y con ciertos aspectos de la sociedad sanisidrense.

El argumento de Cazenave, que la verdad sana y nos hace libres, era potente, pero también eran poderosas las fuerzas que en un pueblo chico y conservador, como la comunidad del San Juan, se resistían al cambio.

Atónito y un poco anestesiado, contemplo la pequeña revolución que ocurre alrededor de mi colegio. Las reacciones que me llegan en conversaciones, correos electrónicos y mensajes en las redes sociales resultan, por lo general, buenas. Son muy diferentes a las del 2004, cuando una columna que escribí sobre el tema me generó agrias discusiones con gente muy cercana, incluyendo mi madre, que no entendía por qué atacaba al colegio. Igual, sé que el aliento actual proviene de una muestra sesgada: los que se comunican conmigo suelen ser amigos, familiares o conocidos que me aprecian y leyeron el libro bien predispuestos. Los otros, los enojados, hablan entre ellos y sólo me entero cuando alguien cercano me da noticias de alguna cadena de mail en la que queda involucrado.

Uno de los mensajes que sí me llegó fue una carta escrita por un ex alumno y antiguo profesor nuestro, Carlos Hoevel, que contiene descripciones poco generosas del libro y de mí –dice que es un “libelo periodístico efectista” escrito por alguien de “particulares rasgos psicológicos y por fines básicamente comerciales”– y una descripción a mi juicio inexacta de los argumentos que escribí en el libro. Pensé en contestarle, pero al final desistí, no tenía sentido.

Mi descripción del colegio y del cura que lo dirigió es muy personal ynunca pretendí instalarla como una verdad definitiva.

Escribir es un acto solitario y caprichoso, uno dialoga con seres reales, pero también imaginarios. Las consecuencias que está generando aquel trabajo artesanal tratando de poner en palabras mis ideas me exceden. Es inútil tratar de controlarlas, o hacerme cargo.

Preferí guardar fuerzas para la misa, a la que decidí ir y para que la que pedí respaldos.

Fui con Ana, una de mis hermanas, y Roy, un amigo del colegio. Entramos al salón cuando ya no quedaba alternativa y nos sentamos al fondo. De haber podido volverme invisible, lo hubiese hecho. Juanqui, uno de los hermanos Belgrano, es cura y fue quien ofició la misa del perdón.

Estaba su familia, sus compañeros de camada, la madre de Charly Gontad, Tupa y sus amigos. Fue una celebración larga e intensa. En algún punto me sentía responsable de eso que estaba ocurriendo, pero también ajeno. Las víctimas, sus familias, el colegio, la comunidad de San Isidro, todos ellos intentaban sanarse, perdonar y seguir adelante. En mi caso, decidí que era tiempo de retirarme.

Fuente: Clarín

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