Marco Antonio Velásquez Uribe
La riqueza de la parábola del Hijo Pródigo es inagotable (Lc 15, 11-32). Su meditación reposada siempre produce nuevos hallazgos. Esta vez los destellos surgen al contemplar este himno de la misericordia a la luz de las preguntas contenidas en el cuestionario que ayudará a preparar el Sínodo de la Familia.
La hondura de los temas consultados conduce a una paulatina y estremecedora interpelación de la conciencia cristiana. El sufrimiento y la marginación describen el sabor de la vida de tantos hombres y mujeres dañados por el fracaso de la vida conyugal, por arrastrar una condición sexual reprimida por condicionamientos sociales, así como por tantas formas de segregación por opción o condición de vida. Y como una llaga abierta está la marginación de la vida sacramental de personas hambrientas y sedientas de Dios, a quienes se les niega el Pan y el Vino de la Vida por llevar a cuestas el estigma de un pecado público, refregado hasta la pérdida de la dignidad social. Toda una paradoja que, contemplada desde el Evangelio, parece repleta de contradicciones.
Aflora entonces el dilema entre el imperativo de la Ley y el ejercicio de la misericordia, donde se confrontan los principios de la justicia con el clamor de la compasión. Mientras la conciencia humana es tensionada por la razón y el corazón, la memoria se encuentra con Jesucristo. En el recuerdo asoma el Hijo de Dios seguido por gente sencilla, enfermos, pecadores y pecadoras públicas; también acosado por los maestros de la Ley; unos buscan consuelo y sanación, mientras otros motivos de condenación.
¿Dónde está la verdad? “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” susurra el Señor (Jn 14,6).
En la cercanía del Hijo de Dios el alma humana se ensancha y se dispone al discernimiento, intentando descubrir ¿qué haría Cristo en tal situación? ¿Negaría el pan a un moribundo de hambre o el agua a un sediento mortal?
Resulta imposible imaginar a Jesucristo pasando de largo, negando su cuerpo y su sangre a quienes se acercan humildes, con el alma desgarrada ante el fracaso o con la conciencia lacerada por múltiples culpas.
Se configura una escena desconcertante entre el pecador y el Hijo de Dios, y se recrea la imagen de la samaritana dando de beber a Jesús. Ahora, es el hijo de María que se hace encontrar en el hastío de la vida de la separada, del divorciado, del hombre y la mujer vueltos a casar. No hay gestos de condenación, más bien conmoción cuando el nazareno dispone su hombro para contener la desolación. Distante observan los fariseos que, amparados en sus códigos, gesticulan acusadoramente con amenazas y sanciones. Jesús opta una vez más por arriesgar su integridad; prefiere volver a la cruz antes que crucificar a una hambrienta o a un sediento que buscan el consuelo de Dios en un trozo de Pan y en un poco de Vino. Se intuye la convicción en Jesús, que insinúa ´no es justo que el pecador muera´, que se hace presente en aquella frase que un día le valiera la condenación ante Pilatos: “para esto … he venido al mundo” Jn 18,37, para reinar en medio de la desolación y la desgracia.
Entonces, se esboza en la conciencia del cristiano discerniente un juicio que decanta con firmeza: es incomprensible tanto legalismo que impide acercar el Cielo a quienes más necesitan experimentar el amor sanador de Dios, comunicado precisamente por la gracia reparadora de los sacramentos.
En medio de la zozobra, la memoria se da a la contemplación de la parábola del Hijo Pródigo, donde un Padre que no queriendo evitar el anhelo de libertad del hijo, no sólo no lo recrimina, sino que respeta su deseo y le entrega incluso la herencia reclamada. El Padre, buen conocedor de su paternidad, sabe que la calidez de su hogar será siempre una llamada al re-encuentro, porque ese calor - amor es una fuerza poderosa que en la nostalgia alimentará el impulso de volver a la casa paterna. Porque al verdadero Padre no lo mueve la gravedad del pecado del hijo, sino la fuerza reparadora de su amor.
Impresiona descubrir que el buen Padre no impida el pecado del hijo, porque respetando su libertad no puede impedir que abandone la casa paterna; signo inconfundible de una relación adulta entre Padre e hijo. Luego, el Padre, fiel a su vocación, quiere acompañar al hijo en el vertiginoso camino de un progresivo ejercicio de la libertad humana, especialmente cuando, superada la puericia, debe enfrentar los riesgos de las propias decisiones. Ello, para el Padre implica aceptar los riesgos del pecado, hasta el extremo de servirse del mismo pecado para afianzar el vínculo de amor con su hijo, en una edad en que la incondicionalidad ya no es exigible.
Luego, la Iglesia está llamada a ser un anticipo de la Casa del Padre en medio del mundo; signo visible de que amor de tal nobleza es posible.
Entonces, cuando la Iglesia aparece públicamente refregando tanto legalismo en la conciencia se parece a ese otro padre, que comprendiendo el amor desde la lógica del cumplimiento y de la obligación, concientiza a sus hijos -a costa de sanciones y amenazas- contra el abandono de la casa del Padre. Y cuando el hijo cobra la herencia termina sumido en un mar de recriminaciones que inhiben cualquier retorno a la Casa paterna.
Visto así, se inhibe en la práctica la plenitud de la parábola del Hijo Pródigo en el mundo, porque la persistente refriega de las culpas interrumpe definitivamente el camino de retorno al calor del Hogar.
Pareciera entonces que los hijos pródigos del presente, en la cercanía de la Casa del Padre son repelidos en su intensión de retorno, porque la negación de los sacramentos, signos de la hospitalidad, son una muestra suficiente para sentirse rechazados.
Y entonces, ¿no será que tanta increencia y privatización de la fe son, en parte, consecuencia de tanta marginación pastoral y sacramental?
Fuente: Reflexión y liberación
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