Que el hombre sea un ser religioso, se concibe como una realidad antropológica y teológica. Cada sujeto histórico vive su dimensión creyente acorde a sus condicionamientos socioculturales, temporales y espaciales, y desde allí, va respondiendo a las preguntas fundamentales por el sentido. La dimensión creyente, que es tanto teoría como praxis, razón y sentimiento, se fundamenta en esta apertura que el hombre tiene hacia el misterio, al saberse enfrentado a algo que le supera y a lo que quiere ligarse (religare, religión).
En esto, aparece la necesidad de explicitar por medio del lenguaje la fe que la comunidad ha recibido del Dios revelado en la historia, del Dios peregrino y encarnado en Jesucristo. La palabra es fundamental en la teología, ya que ella misma se concibe como una palabra racional (logos) sobre Dios (Theos). El hombre vive del lenguaje y se presenta como el animal que habla y dialoga, según la visión antropológica de Aristóteles. La palabra que es pronunciada, crea realidades[1] nuevas por medio de simbólicos e imaginarios sociales y teológicos, en los cuales se explicita, de manera limitada, lo que es Dios y el misterio que lo rodea. El lenguaje es limitado, porque la experiencia religiosa es sólo “comunicable mediante el lenguaje ordinario en sus aspectos más superficiales sin poder penetrar en su esencia”[2]
Ahora bien, y teniendo estos aspectos como fundamento de nuestro desarrollo, se hace relevante la pregunta ¿cómo hablar de Dios hoy?, y más específicamente y conectando con el objetivo de nuestra exposición, ¿cómo hablar de Dios a los jóvenes? ¿qué categorías teológicas, sociales, políticas, educacionales o culturales debemos usar para hacer comprensible el lenguaje sobre Dios, es decir la teología, en la realidad juvenil? Para tratar de responder a estas preguntas, que son las que constantemente nos aquejan a los que trabajamos con grupos juveniles, debemos ser conscientes de que estamos frente a un problema que tiene como causa un cierto lenguaje teológico que se presentaría desencarnado de los problemas concretos de la juventud actual.
Antes de provocar la reflexión en clave teológica y eclesial, debemos comprender necesariamente quiénes son los jóvenes y debemos, para ello, definir su perfil de identidad sociocultural. Lo primero que debemos decir es que ellos responden al principio de la utopía. El joven sueña, idea un mundo nuevo, una sociedad cada vez más justa, representativa, que dé oportunidades de desarrollo íntegro, que otorgue respuestas a sus interrogantes, y que devuelve la dignidad a lo público, que ha terminado manoseado por una clase adulta que recicla estructuras de injusticia y de falta de espacios para que el joven pueda dar cuenta de sus preocupaciones.
Sus tiempos de ocio lo ocupan en estructuras concretas, como pueden ser el partido político, el club deportivo, los amigos, la familia y también la comunidad eclesial; y en ellos buscan un lugar que los acoja, represente y en los que puedan participar y realizarse en la vocación que están perfilando. En estas nuevas “polis”, como espacios ontológicos de diálogo y creación de humanidad, van expresando sus frustraciones por la pobreza, por la falta de oportunidades, por la educación de mala calidad, que tiene como único regente el dios lucro, y también el descontento con las instituciones, tanto civiles como religiosas.
El Concilio Vaticano II en el decreto Apostolicam Actuositatem (AA) sobre el apostolado de los seglares, nos dice que “los jóvenes ejercen en la sociedad actual una fuerza de extraordinaria importancia” (AA 12), y Medellín comprenderá que las actitudes de los jóvenes en la historia del mundo son signos de los tiempos que necesitan ser auscultadas para fomentar nuevas instancias de promoción humana y cristiana (Cf. Medellín 5,13). Lo que aquí se quiere expresar constituye un desafío para las comunidades cristianas, en el sentido de crear estrategias pedagógicas que permitan al joven encontrarse con un Jesús más humano, más histórico, encarnado en la problemática social. Un Jesús estudiante, temporero, padre de familia a temprana edad, sostén económico de su casa, o un Jesús que marcha con su liceo o universidad exigiendo justicia para la educación de su pueblo y más cercano a la realidad y a la experiencia cotidiana de los jóvenes.
En esta fe encarnada, debemos valorar el alto potencial de comprensión de estructuras simbólicas, imaginativas, creativas y de sentido que los jóvenes poseen y recrean constantemente. Esta estructura simbólica “da mayor espacio a la sensibilidad y a la verdad. No aprisiona la manifestación de Dios (…) por el contrario, es una apertura a la manifestación del misterio que tiene diversas significaciones” [3], es decir, un nuevo lenguaje teológico que favorece la comprensión del sujeto histórico como motor de praxis, interpelado por Dios para “extirpar y destruir, para perder y derrocar” (Jer 1,10a) aquellas estructuras de sin sentido o de pecado estructural que aquejan a los sujetos sociales y para “reconstruir y plantar” (Jer 1,10b) la nueva sociedad que se está gestando en el seno de la historia.
Un segundo elemento a considerar es el momento de la catequesis juvenil en la vida parroquial, en donde se inicia sacramentalmente a niños y jóvenes. En esta experiencia comunitaria, debería promoverse la aplicación de una nueva hermenéutica bíblica, magisterial y experiencial, la cual “no ha de presentar nunca problemas religiosos desencarnados de los problemas humanos, sino dificultades humanas que urgen al hombre y a Cristo, vinculadas a la salvación mesiánica que éste ofrece como liberación total del hombre”[4]
Con esto, nos urge el comprender que la forma por medio de la cual expresamos la fe del Dios de la historia, revelado en Jesucristo, forma eminente de lo que es el hombre y de lo es Dios, es una centrada en el misterio de la Encarnación, el cual aparece como “estructura fundamental y principio operativo de la existencia cristiana”[5].
Por medio de esta fe más encarnada y centrada en los conflictos socioculturales, políticos o educacionales que viven los jóvenes, y que utilice categorías bíblico-teológicas y magisteriales que dialoguen de manera certera con el tiempo presente, se provocará una mayor cercanía del joven con su Señor y un mayor sentido de pertenencia con su Iglesia.
El desafío que se nos impone no es pequeño, y conlleva una conversión pastoral permanente, que desemboque en un atreverse a “cruzar a la otra orilla”, en donde se encuentran especialmente los jóvenes marginados de nuestras comunidades eclesiales, y allí anunciarles el Evangelio de Jesucristo, fundado en la justicia, la misericordia y la acogida gratuita. Debemos aprender a no temer recurrir a otras categorías hermenéuticas que hagan más comprensible el lenguaje teológico, y que fundamentalmente respondan a la experiencia cotidiana y a la idiosincrasia juvenil para provocar el aggionarmiento del Vaticano II, y así experimentar una nueva primavera eclesial en la que los jóvenes, presente de la Iglesia, puedan proponer otra forma de evangelizar y una nueva narrativa que no utilice lenguajes teológicos hieráticos o distantes, sino que nos permita ser testigos de la presencia incisiva de un Jesús que opta por ellos, por sus problemas y que camina a su lado en la historia.
[1] En el Génesis 1, relato sacerdotal, vemos la constante teológica de que Dios crea por medio de la palabra, cuando se sostiene: “Y Dios dijo…”. El hombre también usa la palabra para crear códigos comunes, cultura y mundo.
[2] García – Alandete, J; Sobre la experiencia religiosa: aproximación fenomenológica, Universidad Católica de Valencia, España, 2009, 120
[3] Irarrázaval, D; Símbolos y conceptos de Dios, Sociedad Chilena de Teología, Talca, 2000, 190-191
[4] Bucciarelli, C; Realidad juvenil y catequesis, Central Catequística Salesiana, Madrid,1974, 115.
[5] Op.Cit 114.
Fuente: Lupa Protestante
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