Vicenç Navarro, 07-Abril-2014
Es una suerte tener aún economistas que se salen del pensamiento único y nos ayudan s descubrir la realidad de una pseudociencia al servicio de los amos.
Las desigualdades en la mayoría de países a los dos lados del Atlántico norte, Norteamérica y la Unión Europea, han crecido enormemente, alcanzando unos niveles nunca vistos desde principios del siglo pasado, cuando tuvo lugar la Gran Depresión. Este crecimiento ha sido particularmente acentuado en los países conocidos como PIGS (Portugal, Irlanda, Grecia y España), que se convierten en GIPSI cuando se añade Italia.
¿Por qué este crecimiento tan notable?
Existe ya toda una extensa bibliografía que intenta explicar este hecho. Una síntesis de las distintas razones que se han dado aparece en el discurso que el Premio Nobel de Economía, James Alexander Mirrlees, dio con motivo de su ingreso a la Real Academia de Ciencias Económicas y Financieras, y que se publicó en La Vanguardiael 23 de marzo de 2014. Es un resumen de lo que constituye la sabiduría convencional en el conocimiento económico actual. El problema que conlleva y reproduce este conocimiento hegemónico es que ignora el contexto político, que condiciona y determina el conocimiento económico.
Por ejemplo, una de las explicaciones que se han dado con mayor frecuencia para explicar la disminución de los salarios (una de las mayores causas del crecimiento de las desigualdades) es la globalización económica, con la movilidad de capitales que se desplazan a países de bajos salarios para abaratar sus productos. Pero esta explicación ignora que los países escandinavos como Suecia o Noruega, por ejemplo, están entre los países más globalizados del mundo. Es decir, sumando sus exportaciones e importaciones se alcanzan los porcentajes del PIB de los más altos existentes en el mundo. Debido a su pequeño tamaño, la economía de estos países está enormemente integrada y globalizada. Y, en cambio, sus salarios están entre los más elevados del mundo. Y ello se debe a que el mundo del trabajo y sus instrumentos políticos y sindicales son muy fuertes y han ejercido una fuerte influencia sobre sus Estados.
Estos datos muestran que no es la globalización económica en sí, sino la manera como se realiza tal globalización, la que determina el nivel salarial. En otras palabras, son las variables políticas (lo que se llama el contexto político) las que determinan el fenómeno económico (y no a la inversa). Esta realidad constantemente es olvidada incluso por autores progresistas, como Christian Felber, que en su conocido libro La economía del bien común apenas toca el contexto político, reduciendo su libro a un tratado de ingeniería económica sin considerar las variables políticas que harían posible su realización.
Por qué los indicadores de desigualdad que se utilizan no nos sirven para entender la desigualdad
Esta ignorancia o desconocimiento del contexto político ha llevado al establecimiento de unas ciencias económicas que nos limitan en el entendimiento de las desigualdades. Comencemos por el estudio de los indicadores de desigualdad. El más común para medir las desigualdades de renta es el coeficiente de Gini, que intenta medir el nivel de desigualdades mediante un valor que va de 0 a 1. 0 quiere decir igualdad completa y 1 desigualdad total. En general, el Gini es más bajo en los países escandinavos que en los países PIGS o GIPSI.
Ahora bien, sin negar que este indicador pueda sernos útil, la realidad es que la información que nos proporciona es muy limitada, pues no nos señala por qué este nivel está donde está ni por qué varía. Para poder entender y, por lo tanto, medir mejor las desigualdades, hay que comenzar por entender de dónde proceden las rentas. Y las dos fuentes más importantes son la propiedad del capital, por un lado, y el mundo del trabajo, por otro. Es decir, la desigualdad en la distribución de las rentas depende primordialmente de la distribución de la propiedad del capital y de la distribución de las rentas del trabajo. La relación de poder entre las fuerzas del capital, por un lado, y las fuerzas del trabajo, por otro, es lo determinante en la distribución de las rentas en un país. La evidencia de que esto es así es abrumadora y, en cambio, el lector raramente lo leerá en los mayores medios de información.
En realidad, este hecho es una de las razones que explica la falta de atención (cuando no abierta hostilidad) que el tema de las desigualdades tiene dentro de lo que se llaman “ciencias económicas”. Como dijo hace unos años el Premio Nobel de Economía Robert Lucas (miembro del consejo científico de uno de los centros más importante y prestigiosos de investigación económica en España, la Barcelona Graduate School of Economics) “una de las tendencias perniciosas y dañinas en el conocimiento económico… en realidad, venenosa para tal conocimiento, es el estudio de temas de distribución” (Robert Lucas, “The Industrial Revolution: Past and Future”. Annual Report 2003 Federal Reserve Bank of Minneapolis, May 2004).
A los economistas próximos al capital les molesta que se investiguen las causas de las desigualdades pues la evidencia científica muestra que la principal causa de su crecimiento ha sido, precisamente, el enorme crecimiento de las rentas del capital a costa de las rentas del trabajo, hecho que es consecuencia del gran dominio de las instituciones políticas y mediáticas por parte del capital, dominio que ha diluido y violado el carácter democrático de las instituciones representativas de los países donde el crecimiento de las desigualdades ha tenido lugar (ver el excelente libroCapital in the Twenty-First Century, de Thomas Piketty, 2014).
Es más, el protagonismo del capital financiero (y muy en particular de la banca) dentro del capital, junto con el descenso de las rentas del trabajo, generador del descenso de la demanda, explica el comportamiento especulativo de ese capital, origen de la enorme crisis, tanto financiera como económica (y, por lo tanto, política), que estamos viviendo. El lector puede así entender por qué el Sr. Lucas y un gran número de economistas próximos al capital no quieren ni oír hablar de temas de desigualdades, porque, por poco que se mire, se ve claramente el origen de tanto sufrimiento que las clases populares están padeciendo, que no es otro que el enorme dominio que el capital tiene sobre las instituciones del Estado.
La concentración del capital
Permítanme que me extienda en estos puntos. Es bien sabido que la propiedad del capital está mucho más concentrada que la distribución de las rentas. Así, el 10% de la población en la mayoría de países de la OCDE (el club de países más ricos del mundo) tienen más del 50% de la propiedad del capital. En España, uno de los países con mayor concentración, tiene alrededor del 65% (tabla 7.2 en el libro de Piketty). Por otra parte, la mitad de la población en su conjunto no tiene ninguna propiedad: en realidad, está endeudada. De esta concentración se deriva que cuanto mayor es el porcentaje de las rentas que derivan del capital, mayor es la desigualdad en la distribución de las rentas. Es lo que solía decirse que cuanto mayor poder tiene la clase capitalista (término que ya no se utiliza por considerárselo “anticuado”), mayores son las desigualdades en un país.
Naturalmente que estas desigualdades entre el mundo del capital y el del trabajo no son las únicas que explican las desigualdades de renta en un país. Pero sí que son las más importantes. Les siguen las desigualdades dentro del mundo del trabajo, que se reflejan predominantemente en la extensión del abanico salarial. Pero incluso estas dependen de las fuerzas derivadas del capital. Cuanto mayor es el poder de la clase capitalista, mayor es la dispersión salarial, hecho que la economía convencional atribuye a su hincapié en estimular la eficiencia económica, aun cuando la evidencia científica muestra que no hay ninguna relación entre dispersión salarial y eficiencia económica. En realidad, algunas de las empresas más eficientes (como las cooperativas del grupo Mondragón) son las que tienen menor dispersión salarial. El objetivo de esta dispersión no es económico sino político: el de dividir y, por lo tanto, debilitar al mundo del trabajo.
Esta observación, por cierto, explica las limitaciones de aquellos autores que ciñen la definición del problema al 1% de la sociedad, eslogan generado por el movimiento Occupy Wall Street y que ha sido importado a España. El sistema económico se sostiene precisamente por la lealtad del siguiente 9% superior de renta, que deriva sus rentas del trabajo, pero cuyo poder y permanencia dependen de su servicio al 1%. Los grandes gurús mediáticos, por ejemplo, reciben salarios elevadísimos cuya cuantía no deriva de su competencia o eficiencia, sino de su función reproductora de los valores que favorecen los intereses del 1%.
En conclusión, las causas de las desigualdades son políticas y tienen que ver predominantemente con el grado de influencia política que los propietarios del capital tienen sobre los Estados. Cuanta mayor es su influencia, mayor es la desigualdad social. El hecho de que estas hayan crecido enormemente desde los años 80 se debe al cambio político realizado por el Presidente Reagan y la Sra. Thatcher –la revolución neoliberal–, que fue y es la victoria del capital sobre las fuerzas del trabajo, victoria que continúa debido a la incorporación de los partidos de centroizquierda gobernantes al esquema neoliberal promovido por el capital. Cada una de las políticas neoliberales (los recortes del gasto público y transferencias sociales, la desregulación del mercado de trabajo, el debilitamiento de los sindicatos, la descentralización e individualización de los convenios colectivos, la bajada de salarios y otras medidas) repercute en el beneficio del capital y su concentración a costa de las rentas del trabajo. Son políticas claramente de clase que no se definen con este término por considerarlo “anticuado”. Es precisamente resultado de la enorme influencia del capital que tal terminología se considere anticuada. Es predecible que los portavoces del capital así lo presenten, pero es suicida que los portavoces de las izquierdas, en teoría próximas a las clases populares, también consideren estos términos anticuados. Confunden antiguo con anticuado. La ley de gravedad es antigua pero no es anticuada. Si usted lo duda es fácil de comprobar: salte de un cuarto piso y lo verá. Y esto es lo que está ocurriendo con gran número de las izquierdas gobernantes en España y en Europa. Están cayendo del cuarto piso y todavía no se han dado cuenta del porqué. Le agradecería al lector que les enviara este artículo.
Vicenç Navarro – consejo científico de ATTAC. Catedrático de Políticas Públicas. Universidad Pompeu Fabra, y Profesor de Public Policy. The Johns Hopkins University
Fuente: Atrio
No hay comentarios:
Publicar un comentario