miércoles, 9 de marzo de 2016

Misión, evangelio y encarnación.



Los desafíos de la diversidad cultural en América Latina[1]

Luis N. Rivera-Pagán[2]


“Yo también canto a América, viajando
con el dolor azul del mar Caribe,
el anhelo oprimido de sus islas,
la furia de sus tierras interiores…
Suene este canto, no como el vencido
letargo de los quenas moribundos,
sino como una voz que estalle uniendo
la dispersa conciencia de las olas…
Yo también canto a América futura.”[3]

Un continente en contradicción

Esa “América futura”, a la que se refiere el poeta Rafael Alberti, uno de los muchos artistas ibéricos que se refugiaron en América Latina tras la derrota de la república española, tiene una historia que ha sido marcada indeleblemente por los esfuerzos de muchos hombres y mujeres de vivir el evangelio en la dirección de la gracia y la misericordia divinas. También, infortunadamente, esa historia es una procesión de amarguras, muchas de ellas causadas paradójicamente por quienes se han erigido como portavoces de la cristiandad. Desde el primer encuentro entre las comunidades autóctonas americanas y los cristianos europeos, a fines de 1492, esa contradicción ha signado nuestra historia.

Aunque la prioridad de quienes se interesan por la cultura latino­americana y caribeña es la contemporaneidad y sus desafíos, no puede descuidarse la historicidad de todo acontecer humano. De otro modo nos arriesga­mos a caer en fórmulas ligeras de peso y superficiales. Superar lo que el crítico litera­rio Arcadio Díaz Quiñones, ha llamado la “política del olvido” de una “historia llena de silen­cios y ocultamien­tos”,[4] se ha convertido en urgencia laboriosa para una pléyade de organizaciones populares e intelectuales vinculadas a los afanes sociales. Se trata, en palabras de Michel Foucault, de “hacer la historia del presente”;[5] en este caso, del laberíntico enlace entre la cultura lati­noamericana y la fe cristiana. Como escribe José Lezama Lima en su gran novela-poema, Paradiso, la sensibilidad creado­ra se compone de dos fases concurrentes: por un lado, la búsque­da del futuro desco­nocido y “sus elementos creadores aún no configurados”, y, por el otro, el “reaviva­miento del pasado, la decisión misteriosa de lanzarse a la incuna­bula…”[6] La memo­ria de los orígenes a los que aquí nos referimos tiene que ver con las comunidades autóctonas y los pueblos afroamericanos.

Jung Mo Sung, en una excelente ponencia titulada “Fome de Deus, fome de pão, fome de humanidade”, nos coloca frente a los retos que nos plantea la globalización neoliberal del tardocapitalismo y su cultura de lucro e insensibi­lidad. Esa insensibilidad se demuestra, no sólo como él bien ha indicado, en la sordera ante el “hambre de pan”, la miseria económica, sino también frente al “hambre de Dios” y el “hambre de humanidad”, que incluyen la espiritualidad y religiosidad particula­res de los pueblos subyugados y menospreciados.[7] El tema de la cultura y la espiritua­li­dad, por consiguiente, cobra vigencia renovada para quienes aspiran a encarnar el evangelio en conformidad a la Palabra hecha carne.[8]

Deseo indicar algunos de los retos que este eje temáti­co suscita respecto a las poblaciones americanas cuyas culturas han sido desdeñadas y minusvaloradas. Estas observaciones se dan en un contexto temporal enigmático, que es tiempo que padece una “sequía mesiánica”, en la sugestiva frase de Elsa Tamez,[9] pero que paradójica­ y simultáneamente preludia, como ha señalado José Duque,[10] un nuevo kairós en el que se manifiesta la obstinación y tenacidad de la esperanza.[11]

De Hatuey a Túpac Amaru: el via crucis de las comunidades autóctonas

Tradicionalmente, las iglesias y teólogos protestantes han tendido a caracterizar de manera sombría los eventos fundantes del descubrimiento, la conquista y la cristianización de América. Y, por cierto, hay mucho criticable y condenable en esa empresa, como fácilmente puede constatarse leyendo las proféticas denuncias de Bartolomé de las Casas, quien como católico ibérico del siglo dieciséis, tenía poca simpatía hacia luteranos y calvinistas.[12] Sin embargo, la realidad es que el mismo nombre de Las Casas muestra que estos sucesos nunca estuvieron exentos de debates y cuestionamientos.

Quizá sea cierto lo que algunos estudiosos han afirmado, a saber, que no ha habido imperio en el que se haya debatido y disputado con tanto vigor la legitimidad de su hegemonía material y espiritual, como el de España en el siglo dieciséis. Es posible que el siempre deseado y nunca conseguido saludable clima de diálogo ecuménico entre católicos y protestantes en América Latina se propicie si, respecto a la cristianización del continente, los primeros, ponen mayor hincapié en sus vulnera­bilidades y fallas y los segundos en sus aportes proféticos y misioneros.[13]

Buena parte del debate en el siglo dieciséis giró sobre la licitud de la conquista militar y política (por ejemplo, la célebre conferencia de Francisco de Vitoria sobre los títulos ilegítimos y legítimos que se esgrimían entonces para arrogarse, mediante la guerra, la soberanía que el teólogo dominico salmantino reconoce que en principio pertenecía a los príncipes nativos).[14] También, sin embargo, se suscitó una controversia teológica aguda y sin cuartel sobre la evangelización de los ameri­canos que versó principalmente alrededor de tres puntos cruciales:[15]

1) Cristianización y culturas autóctonas. Cristianizar a los pueblos autóctonos americanos, ¿conlleva necesariamente la transformación drástica y total de sus hábitos de existencia social? Lo interesante no es que un número considerable de teólogos, juristas y funcionarios europeos niegue todo valor simbólico a las culturas de los pueblos originarios. Eso era de esperarse y el renacer de la filosofía política helénica proveyó el concepto de “bárbaro”, en su variante aristotélica que le atribuye condición de “servidumbre natural”,[16] ampliado para denotar una doble inferiori­dad – la de cultura y la de religión. Lo extraordinario es que hubo teólogos españoles que resistieron ese etnocentrismo y proclamaron los valores de las culturas autóc­tonas.

En la polifonía de voces presentes en el siglo dieciséis está la exclamación disidente, el contrapunteo, de Las Casas, quien escribirá obra tras obra – tratados, histo­rias, crónicas, memoriales, epístolas, denuncias, sermones, guías para confesio­na­rios, hasta su testamento final – tratando de demostrar una tesis central: la plena humanidad, con íntegra racionalidad y libre albedrío, de los nativos de América. Para el fraile dominico, “todas las naciones del mundo son hombres”.[17] Para demos­trar esta tesis escribe una monumental obra, laApologética historia sumaria, el esfuerzo más impresionante de un europeo, blanco y cristiano en aras de demostrar la integridad racional y plena humanidad de pueblos no-europeos, no-blancos y no-cristianos. Todo el objetivo de este extraordinario escrito es evidenciar, de múltiples maneras que: “Todas las naciones del mundo son hombres, y de todos los hombres y de cada uno dellos es una no más la definición… todos tienen su entendimiento y su voluntad y su libre albedrío como sean formados a la imagen y semejanza de Dios…”[18]

Como puede colegirse de estas referencias, el debate sobre el valor de los mundos simbólicos e imaginarios culturales de los pueblos originarios desemboca en la interrogante crucial que, por primera vez, como “voz que clama en el desierto”, lanzaría al ruedo, en 1511, el predicador dominico Antonio de Montesinos: “¿éstos no son hombres? ¿no tienen ánimas racionales?” La controversia sobre las culturas se transformó desde el primer instante en la polémica acerca de la humanidad de los habitantes de estas tierras. Concierne sin duda a la cuestión moderna de los derechos humanos, pero sobre todo a la obligación evangélica y profética de relacionarse con los indígenas en el horizonte de la justicia y la misericordia divinas.[19] Por eso, la próxima pregunta de Montesinos es: “¿no sois obligados a amarlos como a vosotros mismos?”[20]

2) El valor de la religiosidad, del culto, de los pueblos autóctonos. ¿Son los cultos autóctonos, “semillas del Verbo”, “preparación del evangelio” o, más bien, “mímesis diabólica”? ¿Puede mantenerse vigorosa y creadora la cultura de un pueblo autóctono si se desdeñan y erradican sus cultos? Nuevamente, la primacía la tuvo el nutrido grupo de teólogos y jerarcas eclesiales que catalogó toda la religiosi­dad nativa como “idolatría”, a ser absolutamente extirpada, de acuerdo a las normas veterotestamentarias.[21]

¿Cómo preservar la cultura y simultáneamente desligarla del culto considerado diabólico? Este dilema se convierte en aporía insoluble para teólogos, misioneros y educadores, al mismo tiempo perplejos, fascinados y llenos de pavor ante las peculiaridades de las tradiciones, ritos y ceremonias de los inéditos pueblos que se insertan en el horizonte de poder y saber de los europeos cristianos. Sobre las campañas de los siglos dieciséis y diecisiete en el Perú para extirpar las “idolatrías”, asevera Pierre Duviols: “Es la cultura indígena en su integridad la que está en riesgo de ser prohibida”.[22] El trauma colectivo que esa amenaza conlleva es difícil de imaginar y más doloroso de compartir. De ese esfuerzo contradictorio por salvar unas almas liberándolas del culto de su cultura, nació traumáticamente la paradoja perpetua que es América Latina.

Pero, también aquí sonó con vigor la voz profética. En sus Comentarios reales, el Inca Garcilaso de la Vega diseña una perspectiva alterna, un contrapunteo disidente. Garcilaso reproduce la leyenda según la cual uno de los últimos incas, Hayna Cápac, había intuido que el sol no es sino un instrumento celeste bajo la soberanía de una deidad superior. “El Rey Huana Cápac… dijo entonces: … este Nuestro Padre el Sol debe tener otro mayor señor y más poderoso que él, el cual le manda hacer este camino que cada día hace sin parar…”[23]

Consciente del menosprecio que a manos de cronistas e intelectuales hispanos sufrían las grandes culturas precolombinas, Garcilaso opone la idea de la religiosidad inca como un desarrollo positivo para (1) el predominio entre los nativos andinos de la ley natural o la sociabilidad racional humana y (2) la supera­ción de la idolatría animista en aras de un monoteísmo, solar primero y espiritual luego, en la reveren­cia a Pachacamac – animador trascendental de todo el ser. El culto inca, por consi­guiente, previo al arribo de los misioneros europeos, contenía la noción fecunda de una deidad universal y espiritual.

Es un intento audaz de reconstrucción histórica que pretende ubicar al imperio inca en una posición similar a la que la patrística cristiana confirió a la antigüedad grecolatina. La primacía en el proceso de civilizar a los indígenas y de inculcarles una visión monoteísta y espiritual de la divinidad compete, en esta heterodoxa visión, a protagonistas indígenas, no a los conquistadores españoles. De esta manera, se refuta, desde el interior mismo de la cristiandad mestiza iberoamericana, la noción de los cultos autóctonos como idolatrías satánicas y se les ve como “prepara­ción evangélica”. Se recupera así la principal tradición patrística de lidiar con la gentilidad, la cual se inicia con Justino el mártir y culmina con san Agustín.

3) Conquista evangelizadora o acción misionera. ¿Debe la evangelización ser precedida por la conquista militar o, por el contrario, debe desen­tenderse de ella? ¿Es posible la cristianización pacífica de las comunidades autócto­nas? La mayor parte de los interlocutores, desde fray Ramón Pané,[24] a fines del siglo quince hasta José de Acosta,[25] casi una centuria después, entendieron que la evangeliza­ción de las comuni­dades autóctonas no podía asegurarse sin un alto grado de violencia militar. Esa estrategia o teología misionera podría catalogarse deconquista evangelizadora.

Sin embargo, comenzando con los frailes dominicos de la Española, a principios de la segunda década del siglo dieciséis, se perfiló una teología misionera distinta y opuesta, que podría titularse como acción misionera, la cual se funda exclusivamen­te sobre la persuasión pacífica. La primera recomendación al respecto procedió aparente­mente de fray Pedro de Córdoba, líder de esa congregación religiosa, al recomendar al joven rey Carlos que el primer acercamiento a los indígenas debían hacerlo exclusivamente religiosos, sin la compañía de hombres armados. Esta sugerencia parte, por un lado, de la trágica experiencia de los antillanos, “porque estas islas é tierras nuevamente descubiertas y halladas tan llenas de gentes… han sido y son oy destruidas y despobladas por las grandes crueldades que en ellas los cristianos han hecho…” Utiliza una analogía bíblica para expresar la opresión a que se someten los nativos: “Pharaon y los egiptios aun no cometieron tanta crueldad contra el pueblo de Israel”. Brota también esta visión alterna y disidente de la inicial expresión de una utopía que resurgirá continuamente por todo el siglo dieci­séis: la posibilidad de reconstituir, en el Nuevo Mundo, libre de la decadencia europea, las virtudes del cristianismo apostólico. “Que si entre ellos entraran predi­cadores solos, sin las fuerças e violencias destos malaventurados cristianos, pienso que se pudiera en ellos fundar quasi tan excellente yglesia como fue la primitiva.”[26]

Los dominicos de la Española insisten en la acción misionera desprovista de toda coacción violenta y cautiverio forzoso. “Se podrán traer las gentes de aquel Nuevo Mundo que Dios dio a V. M., al yugo suave de Cristo y su fe… sin que los tomen sus cosas por fuerza, y les conserven sus señoríos, excepto la suprema jurisdicción que es de V. M., ni los asuelen… y no de presto como agora se hace hasta verlos matar.”

En caso de que la corona y sus consejeros no consideren factible la evangelización de los indígenas sin mediar acciones bélicas, proponen una medida radical, que no sería atendida: dejarlos quietos en su infidelidad y aislamiento. “Si… lo tienen por imposible… desde agora suplicamos a V. M., por el bien que queremos a su real conciencia y ánima, que V. M. los mande dejar, que mucho mejor es que ellos solos se vayan al infierno, como antes, que no que los nuestros y ellos, y el nombre de Cristo sea blasfemado entre aquellas gentes por el mal ejemplo de los nuestros y que el ánima de V. M., que vale más que todo el mundo, padezca detrimento.”[27]Es preferible, de acuerdo a esta óptica profética y evangélica, la libertad y la vida, que la servidumbre y la muerte, aunque éstas se enmascaren sacrílegamente con el nombre del crucificado.[28]

Quizá en ningún otro momento de la historia las polémicas teológicas cobraron mayor vigencia política y social. Estos tres puntos en debate – el valor de las culturas autóctonas, la validez de sus cultos y el uso de la fuerza militar como estrategia misionera – sacudieron las mentes y los corazones de los principales teólogos españoles del siglo dieciséis, y conmovieron drásticamente los cimientos de las comunidades nativas americanas. No son notas al calce en la historia de nuestros pueblos, que interesen únicamente a eruditos. Fueron elementos decisivos en la formación de una cristiandad colonial, en su florecimiento barroco, y, finalmente en su colapso.[29] Mantienen su vigencia a flor de piel, ya que apuntan al meollo de los que nos toca conside­rar hoy, en los albores de un nuevo milenio de la cristiandad: la relación entre los temas perennes de la encarnación/kenosis, las culturas de los pueblos y las teologías en las que éstos pretenden manifestar sus peculiares paradigmas y cosmo­visiones y su sensibilidad ante lo sagrado y trascendental. Todo ello en contextos sociales en los que imperan, como en el siglo dieciséis, estructuras de violencia, sojuzgamiento y deshumanización. Son controversias ciertamen­te políticas y sociales, pero también eminentemente teológicas, que ponen en juego el entendimiento y la vivencia de la fe. Giran sobre todo acerca del asunto que nos interesa en este encuentro: ¿qué significa hoy que la Palabra se hace carne? ¿cuál es la justa relación entre el evangelio del verbo encarnado y las culturas de nuestros pueblos?

De esa tortuosa polémica surge, además, la utopía de una iglesia solidaria con los pobres y humillados de la tierra. La describe, en lúcida alucinación, el anciano Bartolomé de las Casas, cargada su alma de fatigas y amarguras, pero con la misma tenacidad de siempre, en su epístola postrera al papa Pío V,[30] en la que anuncia, a contrapelo de las hegemo­nías contemporáneas, el nacimiento de una iglesia pobre, que restituye los bienes habidos por los sudores y sangres de los oprimidos, que conoce y respeta los idiomas de los pueblos, que se identifica con sus culturas, que se humilla con los menospre­ciados, y que, en última instancia, de ser indispensable está dispuesta a ofrendar la vida en oblación por los perseguidos.

El retorno de Quetzalcóatl

De esa tradición de la utopía de la iglesia profética también ha florecido un nuevo interés por repensar la vivencia y el entendimiento de la fe desde la óptica de las comunidades autóctonas americanas.[31] En este contexto sólo pueden apuntarse breves notas sobre los aportes significativos que este esfuerzo de repensar hace a la reflexión teológica general. Son temas claves en el quehacer teológico y eclesial indígena, pero que reclaman la atención de todos los interesados en el futuro de nuestros pueblos y su espiritualidad.

1) La tierra como don divino y madre de la comunidad. El tema de la tierra es crucial en todo diálogo teológico con los pueblos originarios americanos. Es natural que así sea, ya que fue la tierra de lo primero que fueron despojados. Sirve, además, de recordatorio de la centralidad que la promesa de la tierra tiene en las escri­turas hebreocristianas, desde el pacto divino con Abraham (Génesis 12: 1) hasta la visión escatológica de la nueva Jerusalén (Apocalipsis 21: 10). Este asunto se entron­ca, sin duda, con la prelación que ahora recibe el tema de la naturaleza y la supera­ción del antropocentrismo occidental, como ha percibido y reiterado desde desde hace varias décadas Leonardo Boff[32] y, más recientemente, el papa Francisco en su muy provocadora encíclica Laudato Si’.

2) La comunidad como matriz de la persona. Nuestro imaginario simbólico occidental agoniza respecto a la individualidad. El Iluminismo europeo ponía sus ilusiones en la razón del individuo ilustrado como vehículo de liberarse de tutelajes ideológicos que laceran la autonomía humana.[33] El valor de esta postura, en medio de las actuales críticas posmoder­nas, es innegable. Pero, también es indudable la ruptura espiritual que provoca la escisión entre la persona y su comunidad. Esto requiere que prestemos atención a la espiritualidad comunitaria de pueblos que han resistido con mayor eficacia la alienación individualista que aqueja a Occidente, esa que llevó a Camus a aseverar, en tono heroico, que “no hay más que un problema filosófico verdadera­mente serio: el suicidio.”[34]

3) Ritos, ceremonias y mitos. La discusión ecuménica tradicional se ha dado entre las diferentes iglesias cristianas, sobre todo las que comparten la adhesión a las doctrinas formuladas en los cuatro primeros concilios (Nicea, Constantinopla, Efeso y Calcedonia). Sin embargo, las comunidades autóctonas, al igual que los pueblos afroamericanos, reclaman el respeto y reconocimiento a sus expresiones religiosas, recogidas en sus mitos, ceremonias y ritos. El diálogo interreligioso se superpone al ecuménico tradicional y se amplía el espacio de la tolerancia a las espiritualidades alternas.[35]

4) La fiesta de la comunidad. La vida de los pueblos indígenas es trabajosa y, en ocasiones raya en la miseria. Bartolomé de las Casas los llamó “los más pobres de los pobres”, condición que en muchas lugares de América no se ha alterado. Sin embargo, en ocasiones fundamentales la comunidad se reúne y festeja su existencia. Rigoberta Menchú, quien lleva sobre sus espaldas una historia de dolores y penas, dedica, sin embargo, buena parte de su fascinante autobiografía a describir las fiestas de su pueblo, como expresiones de regocijo y gratitud por la vida y de solidaridad en el sufrimiento.[36] Nuestras congregaciones quizá puedan aprender algo de esta tradi­ción de la fiesta como celebración de la vida y rescatar así nuestro esparcimiento de la banalidad en la que se ha deteriorado.

5) La dualidad sagrada. La formación del patriarcado occidental ha sido objeto de mucho estudio y crítica.[37] Sin caer en posturas románticas que distorsionen la historia de las comunidades autóctonas, quizá sea cierto que predomina en éstas una concepción dual de la divinidad que puede contribuir a superar el androcentrismo y la misoginia occidentales. Los rostros femeninos de Dios se muestran encarnados en los pueblos originarios, aquellos que lactaron la infancia de nuestras patrias americanas. Podría aseverarse que la popularidad de los cultos marianos en América Latina y el Caribe se monta en buena medida sobre previos cultos autóctonos a diosas madres. Esto ha sido estudiado fructíferamente en relación a la Virgen de la Guadalupe/Tonactinzin, en México, y la Virgen de la Caridad del Cobre/Atabey, en Cuba.[38]

De Santiago a Ogún Fai: Los desafíos teológicos de los pueblos afroamericanos

En comparación con los considerables ensayos teológicos sobre las comunidades autóctonas, relativamente poco se ha escrito acerca de las afroamericanas.[39] Esa situa­ción sorprende, ya que los trabajos sobre la diáspora del pueblo africano y su exube­rante vida espiritual en los territorios del nuevo mundo son innumerables y de primera categoría. De las reflexiones que se han llevado a cabo, surgen varios temas significativos para una teología que aspire a ubicarse en la dirección de la encarna­ción de la Palabra y la encarnación del evangelio.

1) La diáspora. Si la tierra es un eje temático significativo para las comunida­des indígenas, para las afroamericanas lo es el desarraigo, el destierro forzado. Con violencia fueron sustraídos de sus poblaciones nativas y llevados a tierras extrañas, ubicados en un ecosistema desconocido y foráneo.[40] Son pueblos de la diáspora, compelidos a reconstruir su mundo espiritual en extraños suelos y diferentes cielos. El tema bíblico de la diáspora adquiere en este contexto, vigencia renovada.[41]

2) El cautiverio. La esclavitud es un eje histórico crucial para la conciencia de los pueblos afroamericanos. El excepcional debate teológico y jurídico sobre la servi­dumbre y la esclavitud en el siglo dieciséis concernía a las comunidades aborígenes; mientras tanto, América se llenaba de caras y cuerpos africanos forzados a padecer feroz esclavitud. En medio del auge del mercado de africanos y su introducción a las costas del Brasil, el jesuita Antonio Vieira, resume desde el púlpito la justificación teológica imperante: “El cautiverio de ustedes no es una desgracia sino un gran milagro, porque sus padres estarán en el infierno por toda la eternidad mientras que ustedes se salvarán gracias a la esclavitud.”[42] Parece olvidar que el cautiverio es amargo tema central en las escrituras sagradas cristianas.[43]

3) La maldición de Noé. Si las etnias aborígenes se definen predominante­mente por categorías culturales más que biológicas, en las comunidades afroameri­canas, la negritud se ha impuesto como signo de inferiorización social. Lo negro se degrada y menosprecia y parece imposible escapar de ese estigma. La hermosa piel de ébano se convierte en prisión de cuerpos y almas, de la cual se liberaría sólo tras una larga lucha contra el menosprecio y minusvaloración. La negritud se identifica con la esclavitud y se legitima mediante el uso ideológico de la leyenda bíblica que narra la maldición de Noé a su hijo Cam (Génesis 9: 18-27).[44]

4) El sincretismo. Estudios recientes sobre la religiosidad de los pueblos afro­americanos ha revelado una excepcional estrategia de simulación carnavalesca, mediante la cual su peculiar sensibilidad espiritual aprende a sobrevivir en contex­tos hostiles. Es un mestizaje cúltico distinto al elaborado por las comunidades autóc­tonas y que, por ende, presenta desafíos diferentes a quienes buscan nuevas viven­cias y entendimientos del evangelio. El carnaval, que en América logra su esplendor entre las comunidades afrodescendientes, se transmuta en metáfora jubilosa de este peculiar sincre­tismo.[45]

5) La música. No hay manera de respetar culturalmente a las comunidades afroamericanas sin reconocer la enorme vitalidad de su memoria histórica la cual se refleja no tanto en los relatos míticos, como entre los pueblos autóctonos, sino en el ritmo y la música. En éstos el pueblo negro expresa su endecha y tristeza, pero también su enorme capacidad de resistencia y esperanza. Desde su primera novela, ¡Ecué-Yamba-Ó! Historia afrocubana (1927/1933), hasta sus últimas,Concierto barroco (1974) y La consagración de la primavera (1978), el escritor cubano Alejo Carpentier percibió la centra­lidad vital de la música, sobre todo la ligada a los tambores, para expresar y preservar la espiritualidad afroantillana.[46]

Son estos temas de evidente primario interés teológico no sólo para los afroame­rica­nos, sino también para todos los interesados en desvelar claves hermenéuticas para la renovación del pensamiento eclesiástico en los albores del nuevo milenio.[47] Provo­can desafíos cruciales para la encarnación del evangelio en la historia de los pueblos cuya identidad cultural ha sido subyugada y menos­preciada. Abarcan angustias y esperanzas expresadas en un canto creole que recoge Carpentier en una de sus novelas:


“Yenvalo moin Papa!
Moin pas mangé q’m bambó
Yenvalou, Papá, yanvalou moin!
Ou vlai moin lavé chaudier,
Yenvalo moin?”

“¿Tendré que seguir lavando las calderas?
¿Tendré que seguir comiendo bambúes?
¡Oh, padre, mi padre,
cuán largo es el penar!”[48]
Posludio: el renacer de una utopía

El escritor peruano José María Arguedas[49] y el cubano Alejo Carpentier[50]vislumbraron, décadas atrás, el significado de los reclamos que hacen los pueblos autóctonos y los afroamericanos. Se trata, por un lado, de la reconstrucción del concepto de la nación, de manera que incluya la polifonía, no siempre sinfónica, de etnias, culturas, espiritualidades, lenguas y religiosidades, libres de esquemas de impuesta uniformización. Pero, también, por el otro, sus obras señalan hacia una posible nueva lectura teológica de la historia cultural americana, hacia una recon­ceptualiza­ción de la vivencia y el entendimiento de la fe, en la que se reanuden, en sorprendente irrupción del Espíritu, los diálogos plurales de Pentecostés[51] y se diseñen inéditos senderos de inculturación del evange­lio.[52]

Es significativo que la última novela de Arguedas – El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971) – culmina su parte narrativa con la lectura por un sacerdote, el padre Cardozo, del poema paulino sobre el amor (I Corintios 13) y la meditación acerca de las implicaciones de este texto para los actuales conflictos sociales y cultura­les peruanos. Y, por el otro lado, las inquietantes secciones autobiográficas de esta dolo­rosa obra concluyen en un extraño soliloquio, en buena medida dirigido a “Gustavo [Gutiérrez] el teólogo del Dios liberador”, acerca de la pugna, de enormes consecuen­cias, entre el Dios de los poderosos y el liberador, “Aquel que se reinte­gra”.[53] Por su parte, Carpentier concluye uno de sus últimos relatos, Concierto barroco (1974), con un concierto de Louis Armstrong, que hace exclamar al narrador: “la Biblia volvió a hacerse ritmo y habitar entre nosotros…”[54] El ritmo sagrado, nutrido por las oracio­nes y plegarias de los pueblos negros sufridos y subyugados se transmu­ta, en este delicioso relato, en anuncio de una nueva encarnación de la Palabra.

No es algo que carezca de anticipos en nuestra historia. José Lezama Lima, el brillante escritor cubano, ha afirmado, en abierto desafío a los esquemas didácticos tradicio­nales, que lo esencial del arte barroco americano del siglo dieciocho no estri­ba en calco alguno de paradigmas europeos, sino en síntesis mestizas geniales entre lo europeo/hispánico, lo autóctono/indígena y lo negro/africano. Es un mestizaje excepcional de símbolos e imágenes artísticos de orígenes diversos que busca plasmar el destino de nuestros pueblos en creaciones culturales de porte claramente religioso.[55]
Laós y éthnos: la revolución paulina

La voz griega éthnos no tiene una buena historia. En el siglo dorado filosófico de Atenas, adquiere el sentido peyorativo de gente fuera del palio de la lengua y la cultura helénicas, acercándose semánticamente al térmi­no bárbaros. En la Septua­ginta se encuentra una disyuntiva antagónica clave entre el “pueblo” (laós) de Dios y las “naciones paganas o gentiles” (éthnê). Aunque crea todas las naciones (éthnê), Dios otorga a Israel la distin­ción exclusiva de ser su pueblo (laós). El judaísmo hele­nístico practica con intensi­dad el proseli­tismo, pero conserva e inten­sifica la diferen­cia entre laós y éthnê. Los conver­sos deben adoptar las tradiciones cúlticas y cultura­les de Israel; las naciones gentiles se abocan a la condenación perpe­tua.[56]

En este contexto, las últimas palabras de Pablo en los Hechos de los Após­tolesconllevan una revolución copernicana en la concepción bíblica de la providencia divina. “Sabed, pues, que esta salvación (tò sôtêrion toû theoû) ha sido enviada a los gentiles (toîs éthnesin); ellos sí que la oirán (Hechos 28: 28 BJ). La gracia de Dios se proclama a las éthnê, a las etnias. Se otorga a todas las etnias la posibilidad de integrar el pueblo de Dios, dejando a un lado las discriminaciones y prejuicios cúlti­cos y culturales que han pretendido arrogarse el privilegio de la providencia divina. Es evidente que en Hechos éthnos y éthnê tienen un sentido que no se limita a lo racial, incluye lo que hoy llamamos, en una connotación muy amplia, cultura.

Las concepciones y prácticas misioneras del cristianismo, sin embargo, han tenido en ocasiones el efecto de reconstituir la distinción entre el laós de Dios y las éthnê, identifi­cándose el primero con la cultura occidental, blanca y septentrional y las segundas con las culturas no-occidentales, oscuras y meri­dionales. La apertura multiétnica que Pablo da al evangelio cobra pertinencia actual, en un momento en que los pueblos y comunidades indígenas y afroamerica­nas reclaman pleno respeto y dignidad para sus culturas. Herederos y herederas de esa historia, debemos prestar especial aten­ción a las palabras conque Pablo culmina su transformación radical del mensaje bíblico. “Esta salvación ha sido enviada a las etnias; ellas sí que la oirán”.

Esta perspectiva teológica no conlleva necesariamente la negación de las tradi­ciones propias: del seno de la cristiandad occidental extrae Barto­lomé de las Casas la irónica palabra desenmascaradora y al encarnarla imparte autén­tica conti­nuidad al linaje profético. Lo que sí implica es el dejar de lado la separación tradicional entre “pueblos civilizados”, con sus prerroga­tivas y privilegios de dominio, y “pueblos atrasados”, destinados a someterse al arbi­trio de los primeros, lo que Edward Said ha llama­do “la distinción ontológica funda­mental entre Occidente y el resto del mundo…”[57]

Igualmente conlleva superar, en el derecho y en el hecho, en la subjetividad perso­nal y en la objetividad social, la dolorosa realidad actual que identifica Gustavo Gutiérrez cuando sentencia que todavía “hoy los pueblos indíge­nas y la amplia población negra de este continente siguen viendo pisoteados sus modos de vida, sus valores, sus costumbres, su derecho a la vida y a la libertad”.[58] La postura, que perdura en intelectuales metropolitanos décadas después de haberse disuelto el imperio, como es el caso de Ramón Menéndez Pidal – “Todos los pueblos son iguales en cuanto a los derechos sagrados de su personal dignidad, pero son muy desi­guales en cuanto a su capacidad mental, y los pueblos más inventi­vos, que impulsan la civilización, son muy distintos de los que la reci­ben, y muy distintos también los derechos y los deberes de los unos y los otros”[59] – y que asoma incluso en pensadores liberales como John Stuart Mill – “Los deberes sagrados de respeto a la independencia y nacionalidad recíprocas que vinculan a los pueblos civilizados, no rigen respecto a aquellos pueblos para quienes la indepen­dencia y la nacionalidad son males ciertos o, al menos, bienes dudosos”[60] – muestra hoy con claridad innega­ble sus pies de barro.

En la relación entre la cultura humana y la fe cristiana, cada pueblo aporta su particularidad, aquello que lo signa y señala en su unicidad histórica. Bajo la bandera de la universalidad de la fe y la unidad de la iglesia se ha ocultado con frecuencia una siniestra amenaza contra la identidad y la cultura popula­res. Las señales de los tiempos indican que ha llegado una era de reivin­dicación, en el horizonte de las pluriformes comunidades de fe, de los hombres, y las mujeres, del maíz. Sólo espero que este sencillo ejercicio histó­rico-teológico, este buceo arqueológico,[61] sea también un humilde aporte a esa reafirmación de la dignidad de quienes Bartolomé de las Casas tantas veces llamó “los más pobres de los pobres”.

Páginas atrás aludí a la utopía de la iglesia solidaria, tal cual se vislumbra en la epístola que Bartolomé de las Casas escribiese al Papa Pío V, al final de su larga y azarosa vida. Es una iglesia en la que los subyugados y menospreciados tienen lugar privilegiado en la mesa de la cena, en la que los preteridos se convierten en preferi­dos. Como toda utopía humana, ésta, que se funda sobre las tradiciones más precia­das de la memoria cristiana, sufre el implacable desgaste de las desilusio­nes y frustraciones que caracterizan a toda historia humana y sus ambigüe­dades. Pero, también retoña perennemente en cantos de vida y esperanza, si se me permite aludir a unos versos de rebeldía y ensueño del gran poeta nicaragüense Rubén Darío, y exclama, en medio del pesimismo y resignación finiseculares:


“He lanzado mi grito, Cisnes, entre vosotros,
que habéis sido fieles en la desilusión…
¡Oh tierras de sol y de armonía,
aún guarda la Esperanza la caja de Pandora.”[62]

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[1] Ponencia leída en la “Conferencia Magistral 2016: Identidades Protestantes y el Primer Congreso Misionero Panamá 1916”, auspiciada por el Centro de Estudios para Iglesia y Comunidad Latina, del Seminario Teológico de Fuller, en Pasadena, California, el 9 de febrero de 2016.

[2] Profesor emérito del Seminario Teológico de Princeton. Es autor de varios libros, entre ellos, Evangelización y violencia: La conquista de América (1992),Entre el oro y la fe: El dilema de América (1995), Mito exilio y demonios: literatura y teología en América Latina (1996), Diálogos y polifonías: perspectivas y reseñas(1999), Essays from the Diaspora (2002), Teología y cultura en América Latina(2009), Peregrinajes teológicos y literarios (2013), Ensayos teológicos desde el Caribe (2013) y Essays from the Margins (2014).

[3] Rafael Alberti, “Yo también canto a América”, El poeta en la calle (Madrid: Ediciones Aguilar, 1978), 91.

[4] Arcadio Díaz Quiñones, La memoria rota: Ensayos sobre cultura y política (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1993).

[5] Michel Foucault, Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión (México, D. F.: Siglo XXI, 1995), 37.

[6] José Lezama Lima, Paradiso (Madrid: Cátedra, 1993), 498-499. Lezama usa la voz latina incuna­bula, que se refiere a los orígenes, la infancia.

[7] En Hope and Justice for All in the Americas: Discerning God’s Mission, Oscar L. Bolioli, ed. (New York: Friendship Press, 1998), 35-42. Véase también su libro, que recoge su disertación doctoral, Teologia e economia: repensando a teologia da libertaçao e utopias (Petrópolis, RJ: Vozes, 1994).

[8] Se están dando los pasos correctivos, en los círculos teológicos latinoamericanos, para enfrentar los temas álgidos de la cultura y la religiosidad populares, como lo demuestran algunos de los ensayos contenidos en las memorias de la cuarta jornada teológica de la Comunidad de Educación Teológica Ecuménica Latinoamericana-Caribeña. José Duque, ed., Por una sociedad donde quepan todos: teología de Abya-Yala en los albores del siglo xxi (San José, Costa Rica: Comunidad de Educación Teológica Ecuménica Latinoamericana-Caribeña/Departamento Ecuménico de Investigaciones, 1996).

[9] Elsa Tamez, “Cuando los horizontes se cierran: Una reflexión sobre la razón utópica de Qohélet“, Cristianismo y sociedad, año 33, núm. 123, 1995, 7.

[10] José Duque, “El espíritu protestante en el quehacer de la Teología de la Liberación”, Por una sociedad donde quepan todos, 121.

[11] Entre las muchas obras que manifiestan esta obstinación y tenacidad de la esperanza se destaca la de Pablo Freire, Pedagogía de la esperanza: un reencuentro con la pedagogía del oprimido (México, D. F.: Siglo XXI, 1993), en la que el gran educador pasa revista a su vida y su obra y las ubica en los torbellinos que han sacudido a América Latina durante la segunda mitad del siglo veinte.

[12] Sobre Las Casas y su extraordinario esfuerzo profético, historiográfico, teológico y eclesial para lograr que las relaciones entre los cristianos europeos y los pueblos originarios se conduzcan de acuerdo a la justicia divina y al evangelio, se ha escrito sinnúmero de obras. Entre ellas: Luis N. Rivera Pagán, Evangeliza­ción y violencia: la conquista de América (Río Piedras: Ediciones Cemí, 1992) y Gustavo Gutiérrez, En busca de los pobres de Jesucristo: el pensamiento de Bartolomé de las Casas (Lima: Institu­to Bartolomé de las Casas, 1992; Salamanca: Ediciones Sígueme, 1993). Esta obra es la culminación de tres décadas de reflexión de Gutiérrez sobre la historia de la teología profética y liberadora en América Latina.

[13] Un aporte valioso a este proceso de autocrítica, saludable para el diálogo ecuménico, es el artículo de Giacomo Cassese, “Hispanos bajo la sombra de la Leyenda Negra: Historia de una controversia religio­sa”, Apuntes, año 18, núm. 1, primavera de 1998, 14-27.

[14] Obras de Francisco de Vitoria: Relecciones teológicas. Edición crítica del texto latino, versión española, introducción general e introducciones con el estudio de su doctrina teológico-jurídica (ed. Teófi­lo Urdanoz, O. P.) (Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1960).

[15] He desarrollado esta cuestión con mayor amplitud en mi ensayo “La evangelización de los pueblos americanos: algunas reflexiones históricas”, enEtnias, culturas y teologías (Manuel Quintero, ed.) (Quito, Ecuador: Consejo Latinoamericano de Iglesias, 1996), 25-57.

[16] Entre los muchos ejemplos basta uno: Uno de los artífices de las “leyes de Burgos” (diciembre de 1512), el licenciado Gregorio, dice que los indígenas, de acuerdo a las categorías de Aristóteles “son siervos y bárbaros… que, según todos dicen, son como animales que hablan”. Citado por Bartolomé de las Casas, enHistoria de las Indias (México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1986), l.3, c. 12, t. 2, 472.

[17] Historia de las Indias, l. 2, c. 58, t. 2, 396.

[18] Apologética historia sumaria (ed. Edmundo O’Gorman) (2 vols) (México, D. F.: Universidad Nacio­nal Autónoma, 1967), l. 3, c. 48, t. 1, 257-258.

[19] Las dictaduras militares del cuarto de siglo que hubo entre 1964 y 1989 nos enseñaron lo indispensable del respeto a los derechos civiles y humanos básicos, despreciados a veces por la izquierda radical, la cual pagó un precio extremo por ese desdén. Sin embargo, la teología latinoamericana de liberación tiene razón al destacar, como aporte propio de la conciencia cristiana arraigada en los textos bíblicos proféti­cos y evangélicos, los derechos de los pobres, excluidos y despojados. Cf. Luis N. Rivera Pagán, “Los sueños del ciervo: justicia y esperanza solidaria”, Cristianismo y sociedad, año 33, núm. 123, 1995, 33-35.

[20] El sermón de Montesinos lo conocemos gracias a Bartolomé de las Casas, quien lo reproduce en su Historia de las Indias, l. 3, c. 4, t. 2, 441-442.

[21] Cf. para el mundo cúltico andino Pierre Duviols, La lutte contre les religions autochtones dans le Pérou colonial: l’extirpation de l’idolatrie entre 1532 et 1660(París-Lima: Institut Français d’Études Andines, 1971) y para el de Mesoamérica Robert Ricard, La conquista espiritual de México. Ensayo sobre el apostolado y los métodos misioneros de las órdenes mendicantes en la Nueva España de 1523-24 a 1572 (México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1986). Duviols ha sentenciado que “la démonologie fut sans doute la science théologique la mieux partagée parmi le conquérants et colonisateurs…” (La lutte…, 29).

[22] Ibid., 240: “C’est la culture indigène tout entière qui risque de tomber sous la coup de l’interdit”.

[23] Inca Garcilaso de la Vega, Comentarios reales (2 tomos) (México, D. F.: Secretaría de Educación Pública – Universidad Nacional Autónoma, 1982), tomo 2, IX. 10, 338. Esta obra ha sido acusada de reconstrucción interesada del pasado, pero es una crítica que en mayor o menor medida vale para todas las historias escritas en los siglos dieciséis y diecisiete sobre el surgimiento de América Latina. De ahí la excelente expresión de Edmundo O’Gorman – “la invención de América”. Lo central quizá radica en la clásica frase ciceroniana: ¿cui bono? ¿Para el beneficio de quién y desde la perspectiva de quién se escri­be?

[24] Relación acerca de las antigüedades de los indios (ed. por José Juan Arrom) (México, D. F.: Siglo XXI, 1987).

[25] De procuranda indorum salute (Predicación del evangelio en las Indias, 1588) (ed. Francisco Mateos, S. J.) (Madrid: Colección España Misionera, 1952).

[26] Colección de documentos inéditos relativos al descubrimiento, conquista y organización de las antiguas posesiones españolas de América y Oceanía, sacados de los Archivos del Reino y muy especialmente del de Indias (42 vols.) (Joaquín Pacheco, Francisco Cárdenas y Luis Torres de Mendoza, eds.) (Madrid: Imp. de Quirós, 1864-1884), vol. 11, 217-218. La misiva es del 28 de mayo de 1517.

[27] Ibid, vol. 11, 243-249.

[28] La postura asumida por los dominicos de la Española culminará en el voluminoso tratado de Bartolo­mé de las Casas, Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión. Por medio de un extenso tratamiento teórico acerca de la relación intrínseca entre la fe cristiana, la libertad y la predi­cación en paz, pleno de citas bíblicas, patrísticas, canónicas, filosóficas y teológicas, reitera Las Casas que la conversión es genuina sólo si está desprovista de toda coerción, si se logra mediante “la persuasión del entendimiento por medio de razones y la invitación y suave moción de la voluntad”. Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión (México, D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1942), 7.

[29] Para la formación de la cristiandad colonial, véase Luis N. Rivera Pagán, Entre el oro y la fe: El dilema de América (Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1995); para su floreci­miento barroco, el hermoso libro de José Lezama Lima, La expresión americana (La Habana: Editorial Letras Cubanas, 1993, la edición original es de 1957), y para su colapso el fascinante relato de Gabriel García Márquez, Del amor y otros demonios (Nueva York: Penguin Books, 1994). He ensayado una lectu­ra histórico-teológica de esta novela en “Sierva María de Todos los Ángeles. El amor y la virgen endemoniada en Gabriel García Márquez”, Mito exilio y demonios: literatura y teología en América Latina (Río Piedras: Publicaciones Puertorriqueñas, 1996), 129-173.

[30] Se reproduce en Fray Bartolomé de Las Casas: Doctrina (ed. de Agustín Yáñez) (México, D. F.: Universidad Nacional Autónoma, 1941), 163-165. Esta carta conlleva una audaz violación del pase regio, al comunicarse directamente con el Papa sin pasar por el conducto del Consejo de Indias castellano, mecanismo de control estatal que hasta entonces Las Casas había acatado. Es un reclamo de reconstruir la función histórica de la iglesia americana ubicándola, sin ambivalencia ni ambigüedad, en el sendero de la liberación. In nuce, por tanto, la misiva contiene una eclesiología nueva y desafiante. La analizo en Essays from the Margins, 1-26.

[31] Cf. Paulo Suess, La nueva evangeli­zación: Desafíos históricos y pautas culturales (Quito: Ediciones ABYA-YALA, 1993); Paulo Suess (organizador), Culturas y evangelización: La unidad de la razón evangélica en la multiplicidad de sus voces(Quito: Ediciones ABYA-YALA, 1992); Paulo Suess, Evange­lizar desde los proyectos históricos de los otros: diez ensayos de misionología (Quito: Ediciones Abya-Yala, 1995); Manuel Marzal et al., Rostros indios de Dios (Quito: Ediciones ABYA-YALA, 1991); y, Búsqueda de Espacios para la vida: Primer encuentro continental de teologías y filosofías afro, indígena y cristiana (Cayambe, Ecuador, 1994) y, de varios autores, Los pueblos de la esperanza (Quito: Ediciones Abya-Yala/Consejo Latinoamericano de Iglesias, 1996).

[32] Leonardo Boff, La dimensión política y teológica de la ecología (La Habana: Consejo Ecuménico de Cuba y Centro Memorial “Dr. Martin Luther King, Jr.”, 1994).

[33] Cf. Bernardo Campos, “Educación cristiana y cultura andina”, en Por una sociedad que quepan todos, 318-321.

[34] Albert Camus, El mito de Sísifo (Buenos Aires: Editorial Losada, 1975), 13.

[35] Véase la ponencia de José Míguez Bonino (“Hacia un ecumenismo del espíritu”), presentada en enero de 1995 a la tercera asamblea general del Consejo Latinoamericano de Iglesias, y la reacción de la teólo­ga brasileña Nancy Cardoso Pereira (“Ecumenismo e pluralidade religiosa”). Renacer a la esperanza (Quito: Consejo Latinoamericano de Iglesias, 1995), 31-38 y 147-150. Cardoso Pereira desafía al ecume­nismo tradicional en términos que suscitaron debate en el cónclave: “Creio que toda a reflexão sobre o tema parte de um desafio: não há um só Deus, não há um só Senhor, Jesus Cristo e não há um único povo de Deus. Faz pouco tempo que estamos aprendendo a conviver com experiências religiosas plurais que escapam das premissas fundantes do cristianismo e tratamos de nos acostumar com a realidade latino-americana e os muitos deuses e deusas… as muitas mediaçoes salvadoras e as diversas formas de se entender como povo na relação com o sagrado” (147). Manuel Quintero ha indicado, con razón, que el pluralismo religioso cada vez más es un signo esencial de toda América Latina. Señala el crecimiento del pentecostalismo, la revitalización de las religio­nes étni­cas (indoamericanas y afroamericanas) y el auge de lo que se ha dado en llamar “los nuevos movimien­tos religiosos”. “Oikoumene: Venturas y desventuras en la antesala del tercer milenio”, Cristianismo y sociedad, vol. 33, no. 124, 1995, 43-58. Cf. Carlos Duarte, Las mil y una caras de la religión. Sectas y nuevos movimientos religiosos en América Latina (Quito, Ecuador: CLAI, 1995). En su intervención escrita para esta Consulta Misioló­gica, Walter Altmann acentúa certeramente las oportunidades y peligros que el pluralismo creciente presenta a las principales confesiones cristianas y al movimiento ecuménico. Walter Altmann, “Religious Pluralism and the Emergence of the Excluded: Challenges to Ecumenism and Mission in Latin America,” Hope and Justice for All, 119-151.

[36] Rigoberta Menchú y Elizabeth Burgos, Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (México, D. F: Siglo XXI, décima edición, 1994).

[37] Cf. Gerda Lerner, The Creation of Patriarchy (New York: Oxford University Press, 1986).

[38] Esta última refleja un mestizaje de mayor complejidad que la primera, ya que parece involucrar también a la deidad femenina yoruba Oshun. Véase Antonio Benítez-Rojo, The Repeating Island: The Caribbean and the Postmodern Perspective (Durnham and London: Duke University Press, 1992), 12-16, 52-53.

[39] Véase Cultura negra y teología, por varios autores, (San José, Costa Rica: Departamento Ecuménico de Investigaciones, 1986).

[40] Por eso, en la gran novela de Alejo Carpentier, El reino de este mundo, Mackandal, el líder de la sublevación negra, tiene que comenzar su estrategia de insurrección, conociendo el hábitat haitiano, sobre todo el potencial uso militar de las hierbas venenosas.

[41] Para un tratamiento teológico del tema de la diáspora, véase Carmelo Álvarez,Una iglesia en diáspora: apuntes para una eclesiología solidaria (San José, Costa Rica: Departamento Ecuménico de Investigaciones, 1991).

[42] Citado por Paulo Suess, Evangelizar desde los proyectos históricos de los otros: diez ensayos de misionología (Quito: Ediciones Abya-Yala, 1995), 82. La referencia es a una homilía predicada en 1633. El historiador Carlos Esteban Deive indica que en el siglo dieciséis la mayoría de los esclavos negros en la Española morían sin recibir el sacramento del bautismo. La esclavitud del negro en Santo Domingo (1492-1844) (2 vols.) (Santo Domingo: Museo del Hombre Dominicano, 1980), 386. El jesui­ta Alonso de Sandoval, a principios del siglo diecisiete, censura con vigor el descuido enorme de la vida religiosa de los esclavos. Naturaleza, policia sagrada i profana, costumbres i ritos, disciplina i catecismo evangeli­co de todos etiopes [(Sevilla, 1627; 2da. ed. revisada, 1647). Vuelto a editar como Un tratado sobre la esclavitud (introducción, transcripción y traducción de Enriqueta Vila Vilar) (Madrid: Alianza Edito­rial, 1987)].

[43] Hans de Wit, En la dispersión el texto es patria: Introducción a la hermenéutica clásica, moderna y posmoderna (San José, Costa Rica: Universidad Bíblica Latinoamericana, 2002); Leonardo Boff, Teología desde el cautiverio(Bogotá: Indo-American Press Service, 1975).

[44] Ya el portugués Gomes Eanes de Zurara apelaba, en 1453, en su Crónica de Guinea, a la maldición de Noé como texto bíblico legitimador de la esclavitud de los africanos. Cf. Paulo Suess, “La esclavitud africana en las Américas”, en, del mismo autor, Evange­lizar desde los proyectos históricos de los otros, 27-52.

[45] Sobre la importancia del carnaval en el contexto afrocaribeño, véase Benítez-Rojo, The Repeating Island, 22-29. La metáfora del carnaval adquiere importancia en el pensamiento teórico actual gracias a la obra de Mijail M. Bajtin.

[46] He intentado una lectura teológica de las imágenes y símbolos afroantillanos en la literatura de Alejo Carpentier en mi ensayo “Mito, religiosidad e historia en Alejo Carpentier. Los ritmos sagrados de los pueblos afroamericanos”, Mito exilio y demonios, 23-73.

[47] De eso se percató hace más de dos décadas Juan Luis Segundo, quien en su libro La liberación de la teología (Buenos Aires: Ediciones Carlos Lohlé, 1975) dirigió su mirada de manera muy provechosa a James Cone y la emergente “teología negra”, como ejemplo eminente de lo que Segundo llama “el círculo hermenéutico”.

[48] El reino de este mundo (Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1994), 36.

[49] Sobre todo en Los ríos profundos (1958), Todas las sangres (1964) y su novela inconclusa El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971). Para una lectura teológica de Arguedas es valiosa la obra de Pedro Trigo, Arguedas: mito, historia y religión(Lima: Centro de Estudios y Publicaciones, 1982).

[50] Pienso principalmente en El reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos(1953) y Concierto barroco (1974).

[51] Queda fuera de este ensayo el tema grueso del pentecostalismo y su expansión en América Latina. Richard Shaull ha dado una valoración positiva de este fenómeno en su ensayo “El quehacer teológico en el contexto de sobrevivencia en Abya-Yala”, en Por una sociedad donde quepan todos, 87-105. Por su parte, Harvey Cox ha argumentado que ese crecimiento no puede reducirse a un simple correlato teoló­gico del auge de la ideolo­gía del mercado. Cf. Harvey Cox,Fire from Heaven: The Rise of Pentecostal Spirituality and the Reshaping of Religion in the Twenty-First Century (Reading, MA: Addison-Wesley Publishing Co., 1995). Queda abierta la cuestión de si en algunos sectores del pentecostalismo latinoamericano se transita de la fase del poder del Espíritu a la más secular del espíritu del Poder.

[52] En general, puede afirmarse que la literatura ha sido más pronta en percibir sus tangencias con la religiosidad de los pueblos subyugados, que la teología en percatarse del beneficio que podría recibir del diálogo con la narrativa latino­americana. Un ejemplo destacado es la escritora chilena/costarricense Tatiana Lobo, quien en su novela Calypso (San José, Costa Rica: Editorial Norma, 1996) muestra una excepcional sensibilidad a la diáspora afroamericana de la costa caribeña centro­americana, sus afirma­ciones culturales y su espiritualidad, y lo hace con un fino sentido de humor e ironía, además de un seduc­tor erotismo femino. Tatiana Lobo, dicho sea de paso, ha escrito varias otras obras [Asalto al paraíso(San José, Costa Rica: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1992); Entre Dios y el diablo (San José, Costa Rica: Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1993); ] que igualmente invitan a un diálogo creador con las nuevas corrientes teológicas latinoamericanas. Sobre la literatura como fuente para la reflexión teo­lógica, es útil el artículo de Vítor Westhelle y Hanna Betina Götz, “In Quest of a Myth: Latin American Literatu­re and Theology,” Journal of Hispanic/Latino Theology, Vol. 3, No. 1, August 1995, 5-22.

[53] Véanse las sugestivas meditaciones de Gustavo Gutiérrez en su ensayo “Entre las calandrias: algunas reflexiones sobre la obra de J. M. Arguedas”, en Pablo Richard (ed.), Raíces de la teología latinoameri­cana: nuevos materiales para la historia de la teología (San José, Costa Rica: CEHILA/DEI, 1987), 345-363. El ensayo de Gutiérrez es, en buena medida, una respuesta a la interpelación que en su última novela le hace Arguedas.

[54] Concierto barroco (Río Piedras: Editorial de la Universidad de Puerto Rico, 1994), 72.

[55] José Lezama Lima, La expresión americana, 53-56.

[56] Cf. Lothar Coenen, Erich Beyreuther, Hans Bietenhard, Diccionario teológico del Nuevo Testa­mento (Salamanca: Ediciones Sígueme, 1983), vol. 3, 438-445.

[57] Edward Said, Culture and Imperialism (New York, NY: Alfred A. Knopf, 1993), 108.

[58] Gustavo Gutiérrez, En busca de los pobres de Jesucristo, 276.

[59] Ramón Menéndez Pidal, El padre Las Casas, su doble personalidad (Madrid: Espasa Calpe, 1963), 385.

[60] John Stuart Mill, Disquisitions and Discussions (London: Longmans, Green, Reader & Dyer, 1875), vol. 3, 167-168. Citado por Edward Said, Culture and Imperialism, 80.

[61] Cf. Michel Foucault, La arqueología del saber (México, D. F.: Siglo XXI), 1995.

[62] Rubén Darío, Cantos de vida y esperanza (Madrid: Espasa-Calpe, 1976), 68-69.-

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