jueves, 12 de noviembre de 2009

No es tan fácil creer


EL SENTIDO DE NUESTRA INCREDULIDAD


Yo creo, yo creía. Y mientras hablaba sobre Dios y sobre la fe, se me fue el suelo bajo los pies. La luz se me fue como se queda uno a oscuras en una habitación al caer la tarde. ¿Un cortocircuito? ¿O no había habido tal luz? ¿Me hube equivocado? No sabía ya lo que creía, no sabía ya si creía o no.
Pero yo seguía hablando de Dios y de la fe.
¿Debía callarme?
Me arrepentí la doctrina, leí tratados sobre la fe religiosa, me sabía al dedillo todo lo referente a la fe. Y, en cambio, aprendí a no creer. ¿Puede ser eso a esas alturas? ¿Llega siempre tan tarde?
Me quedé colgado en el aire, ¡horrible!

¿Se ha alejado verdaderamente tanto Dios que ya no podemos reaccionar más que no creyendo? Así es como reaccionamos ante la quimera de un castillo de naipes, o ante los planes de edificar una casa que no responden a posibilidad material alguna.
Podemos pasar de largo por delante de Dios, provisionalmente y aun quizá durante mucho tiempo, como por delante de un árbol que no nos interesa.
¡Un globo de colores con el que gente cándidas juegan, la pompa de jabón de un niño, una figura pasada de moda, una forma del lenguaje que pertenece al pasado!
La incredulidad entre los cristianos está muy difundida y no podemos honradamente achacarla a un fenómeno de moda; hemos de tomarla muy en serio. Es tan pobre nuestra vida cristiana que la incredulidad de muchos ha ejercido su influencia.
Para muchos cristianos, el cristiano se ha convertido demasiado en una teoría en que Dios actúa de noción suprema; pero resulta que es de este modo cómo el cristianismo se le va de las manos a la vida. Si no suspiramos más que por la pureza y por la sinceridad y no apreciamos ni damos valor más que a lo que lleva la marca de la verdad y a lo que tiene un contenido puro, nos desviamos quizás demasiado y nos privamos de mucho; en una tienda no todo nos gusta o interesa, en una biblioteca no todos los libros tienen importancia para nosotros.
Tal vez nos resistamos en nuestra fe contra fenómenos de cultura, contra algún modo de fanatismo o contra un injusto alarde de fuerza, en tanto que creemos que nuestra resistencia o nuestra indiferencia se dirigen contra el verdadero Dios y la auténtica fe. Nuestra incredulidad tiene todo su sentido si nos depura de todo aquello que no tiene nada que ver con el Dios verdadero y va en menoscabo de la pureza de la pureza de una auténtica fe. Puede ser ésta una determinada forma de incredulidad, pero esta forma es, precisamente, importante, porque es frecuente entre los cristianos. La incredulidad que se afirma contra el aislamiento de Dios es realmente justificable, así como la incredulidad que se resuelve contra el poder, cómo y dondequiera que sea, si este poder no se ejerce con vistas al bienestar humano, a cuyo objetivo ha de tener todo poder.
La incredulidad porque Dios esté efectivamente ausente no es de ningún modo incomprensible, puesto que seguimos preguntándonos por su presencia y buscando una dirección y un punto de apoyo en la vida. Si Dios no está, o porque no Le sepamos ver, o porque Dios sea tan pequeño que no pueda ya ser Dios, ha de nacer en tales casos la incredulidad. Esta incredulidad puede interrumpir en nosotros con la violencia desatada de una tormenta que arrasa los bosques de la intrincada existencia humana, pero también puede presentarse como una quieta superficie de estanque o de lago, como un espejo que nos refleje exactamente lo que viene y no viene al caso.
En muchos casos, esta incredulidad no es una catarsis por la que se elimine todo lo que no sea propio de la fe: una imagen divina errónea modelada por los hombres, una creencia encaminada por vías que los hombres han trazado. La incredulidad que purifica y sanea tiene su sentido, es la tormenta que crea espacio, es el espejo que procura transparencia y claridad. Puede actuar ruinosamente, pero si la casa que hemos construido amenaza ruina, lo mejor que puede hacerse es derribarla para que en su lugar construya el Señor la morada que más le convenga. Muchos de entre nosotros viven en esta incredulidad, se aposentan en la barca y tienen que bogar, y la barca les lleva sin saber tal vez adónde. Dejan atrás la tierra firme en donde han vivido durante años. Sólo en la verdad puede una vida de hombre merecer ante Dios; de cualquier otro modo naufraga.
Si ahora nos preguntamos si no habemos con un fenómeno normal por el que el hombre ha de pasar si quiere ser adulto, o si se trata de u fenómeno de los tiempos, puesto que son muchos los que experimentan en su propia carne que el hombre quiere efectivamente ser de otra manera que antes, si quiere ser verdaderamente hombre, yo creo que hemos de contestarnos diciendo que el hombre está cambiando, en efecto. Se hace más hombre y se identifica más con su vida. ¿Será que el hombre de hoy sólo quiere hacer aquello de lo que puede responder?
Los hombres de nuestra generación, no sólo cargan con las costas de hacerse adultos, como es normal en todo tiempo, sino también con la de hacerse hombres en un tiempo totalmente nuevo.
La incredulidad puede ser tan sincera que no haya para el hombre otra alternativa; no sabríamos decir si la incredulidad aumenta y si tiene más porvenir que la fe entre nosotros. Esta cuestión va a desembocar a la pregunta de si Dios tiene porvenir entre nosotros. Lo que sabemos seguro es que, para muchos cristianos, el camino hacia la fe pasa por el de la incredulidad. ¿Es la incredulidad tan sólo un signo de acrecentada sinceridad, o es algo más? Muchas veces será cuestión de impotencia también, pero quien se rinde a la impotencia es sincero.
“No tengo fe, yo no soy ningún creyente”, solemos oír muy a menudo entre nuestros coetáneos. ¿No habla, pues, Dios al hombre, o no oye el hombre la palabra de Dios, o han acarreado la cultura occidental y la situación religiosa de hoy tanta oscuridad que apenas podamos ver? No podemos decir que nos apartamos voluntariamente de Dios; en los hombres de buena voluntad, la incredulidad no es una cuestión de culpa, sino de impotencia. No pueden tener trato con Dios. Entre ellos y Dios no hay ninguna relación personal, o al menos no notan nada personal por su parte. Y se limitan a esperar porque no pueden hacer otra cosa; y la espera del hombre puede durar años enteros, hasta que, a lo mejor, llega la fe, llega Dios y se convierten en creyentes.
El invierno tiene para casi todo el mundo más noche que día y en el invierno crece poca cosa, por no decir nada, y sin embargo, el invierno es necesario. Purifica y no perjudica al crecimiento. Esto lo sabe bien el hombre del campo. Ya puedes poner las raíces de nenúfar en el estanque que, durante meses, no verás nada. Y cuando aparece en la superficie de las aguas un indicio de vida, apenas das crédito a los ojos. Pasan los días y dejas de creer, a pesar de lo que aseguren los expertos, hasta que un buen día ves otra vez, muy poco, pero lo bastante para renovar tu fe. Y luego, el nenúfar va subiendo cerrado hacia la superficie poco a poco y se va abriendo puro y soberbio.
Hay muchos que no pueden creer y que se ven obligados a aceptar su falta de fe. Más de una vez su incredulidad es el modo de expresar su franqueza; no pueden servir al Dios modelado por manos de hombre ni se sienten pertenecer a una estructura religiosa montada a base de ingenio y sentimiento humanos combinados; no pueden encontrar al verdadero Dios. Mucha increencia tiene su origen manifiesto en el hecho de que Dios se haya hecho inaccesible para el hombre; el aislamiento en que hemos condenado a Dios suscita espontáneamente esta forma de incredulidad.¿No habremos objetivado a Dios hasta el punto de hacer imposible vivir con Él?
La verdadera fe sólo puede ser correspondida sinceramente creyendo y el verdadero Dios estará más fácilmente despojado, conciente o inconcientemente, de toda idolatría si podemos experimentarlo como Señor y Padre. Hemos ligado demasiado a Dios a nuestra semejanza y le hemos impuesto demasiados límites; y hemos hecho de Él un fenómeno de cultura con excesiva ligereza en la medida en que pensábamos que estaba presente entre nosotros. Lo que decíamos que era la presencia de Dios no era más que una vitrina en el que Le habíamos encerrado, vulnerable y fácil de abarcar en una sola mirada. ¡Precisamente, los mejores de entre nosotros son los que han chocado contra los vidrios y se han lastimado a la vista de ese Dios! Si Dios no es más grande que el que tenemos en vitrina ni es otra cosa que esa figura de calendario, la fe, desde luego, no puede mantenerse en pie. Quien en tales condiciones no cree, sólo puede purificarse en la fe auténtica.
Esta incredulidad no es a menudo más que la pérdida de una falsa fe; quizá suceda a esta pérdida un vacío, un no saber ya a qué atenerse, un compás de espera. ¿Qué otra cosa puede hacer? No, dios está presente de modo muy distinto al que imaginamos. Su presencia sobrepuja siempre a nuestro pensamiento. Y por eso podría ser el sentido de esta incredulidad que ella fuese, precisamente, la nueva forma de hacer volver a la fe a muchos incrédulos.

J. Van Haaren

Transcripción directa del original por Mons.++Juan Carlos Urquhart de Barros del libro: "No es tan fácil creer. Los tientos del incrédulo" de J. Van Haaren. Ed.Carlos Lohlé, Bs.As.1964

No hay comentarios:

Publicar un comentario