lunes, 25 de enero de 2010

Separación Iglesia y Estado


Máximo García Ruiz, España
Sobre el tema de la separación de la Iglesia y el Estado me he manifestado en muy diversos foros, tanto de forma oral como por escrito; en el entorno eclesial y en el ámbito universitario. Así es que quienes siguen mis escritos o me han escuchado hablar sobre el tema conocen sobradamente mi postura acerca de este controvertido asunto. Pero ya que no deja de estar de actualidad, en vista de las torticeras, manipuladoras y falsas imputaciones que se hacen por algún lector, a raíz de mi último artículo publicado en Lupa y atendiendo las llamadas recibidas al respecto, considero de interés volver a tratarlo en este medio, a cuyos efectos, precisamente para no confundir con nuevos argumentos, tomaré como referencia dos de mis textos, uno de ellos, los apuntes utilizados en la LIV Convención de las Iglesias Bautistas alebrada en el año 2006.
Liberales y conservadores, católicos y protestantes, teólogos y laicos, raro es el cristiano que no se identifica con el texto de Mateo 22:21 y esté dispuesto a afirmar con contundencia: “Dad a César lo que es de César y a Dios lo que es de Dios”. Y como argumento concluyente, para remachar su postura y que no quede lugar a dudas, la evidencia que se coloca sobre la mesa es: “Cuestión de principios”. Y aquí paz y después gloria. A partir de ahí, puede defenderse una cosa y la contraria y a quienes no estén de acuerdo con lo defendido, se le cataloga de hipócrita y se le intenta descalificar, mediante una ampulosa manipulación de lo dicho o escrito por quien disiente.

Cuando hablamos de la separación de la Iglesia y el Estado, el tema de fondo es el siguiente: ¿Entra dentro de los principios cristianos el tipo de relación que las iglesias mantienen con el Estado? Obviamente, podemos dar una respuesta afirmativa o negativa. Y tenemos un ejemplo contundente en la experiencia derivada de la promulgación de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa 44/1967, ante la que, por fidelidad a los “principios”, unas iglesias optaron por inscribirse en el Registro abierto en el Ministerio de Justicia y otras rechazaron tal postura con tal radicalidad que se produjo una seria y dolorosa fragmentación en el Protestantismo español que, posteriormente, pudo ser restaurada gracias a la misericordia divina1. Lo cierto es que pasado un tiempo, las iglesias y asociaciones más radicalizadas en contra del registro, terminaron olvidando sus “principios” y todas ellas, sin excepción, optaron por la inscripción.

Esta experiencia reciente en la historia del Protestantismo español hace que nos preguntemos qué entendemos realmente por separación Iglesia y Estado y qué entendemos por principios, y si todos estamos dando a esos conceptos idéntico significado. Simplemente a título de referencia, recordemos que la Iglesia Cristiana ha convivido a lo largo de la historia con modelos de estado muy diferentes: modelo teocrático, en el que la religión impone al Estado su propia cosmovisión, una cosmovisión de tipo teocrático (cfr. Calvino en Ginebra); modelo laico, aconfesional, en el que el Estado no tiene facultades para regular internamente la religión, ni la religión coarta la legitimidad del Estado para legislar y administrar (cfr. la situación actual de la legislación española); modelo ateo, en el que el Estado prohíbe toda manifestación religiosa y considera la religión como un fenómeno dañino para la sociedad, persiguiendo a las confesiones religiosas (cfr. el modelo que implantó el llamado socialismo real).

A lo largo de trece siglos (del siglo IV al XVI), la Iglesia Cristiana fue acumulando un pesado lastre a consecuencia del casamiento que se produjo con el poder civil desde que Constantino, a raíz de su victoria sobre Majencio (año 312) en una famosa campaña en la que dijo haber tenido una visión celestial, formalizara el apoyo del Imperio a la Iglesia mediante un decreto de “libertad religiosa” (Edicto de Milán de 313) que no era tal, porque únicamente defendía la libertad religiosa para los cristianos. Esa protección de Constantino terminaría confiriendo a la Iglesia el rango de Iglesia oficial, dejando al resto de religiones en la marginalidad. Los reformadores radicales del siglo XVI entendieron que la vuelta a los orígenes llevaba implícito, como algo irrenunciable, el arrojar por la borda todo ese lastre y afrontar la proclamación del Evangelio libre de compromisos estatales, lo cual debería conducir, necesariamente, a la separación de la Iglesia y el Estado.

Las posibles discrepancias que pudieron existir en el siglo XVI entre los propios reformadores han sido sobradamente superadas en nuestros días, especialmente en el espacio geográfico en el que nos movemos por lo que, partiendo de ese principio que defiende la libertad de conciencia, el modelo de Estado deseable para conseguirl es un Estado laico, aconfesional, que es el que apoyamos con nuestro voto en la Constitución de 1978 y al que algunos contribuimos a reformular en la posterior Ley Orgánica de Libertad Religiosa 7/1980, todavía en vigor2 y que lleva implícito la separación Iglesia-Estado.

Ahora bien, en una sociedad en la que el Estado y la Iglesia no se invaden mutuamente, cabe la posibilidad de cohabitar en un plano de respeto mutuo. Para ello, la Iglesia debe tener total libertad para ejercer su ministerio profético y el Estado no debe sentirse coartado para legislar civilmente para todos los ciudadanos. Sin olvidar que el Estado que defiende un orden civil basado en el derecho y no en la religión, contrae la obligación de garantizar la libertad de conciencia de todos. Precisamente la mejor garantía para la fe es que el gobernante sea neutro en cuestiones de religión. Por eso un Estado aconfesional es el mejor sistema para proteger la conciencia.

Esta reflexión nos lleva a formular otra pegunta: ¿son términos equivalentes “separación” y “falta de relación”? La Iglesia y el Estado ocupan un mismo espacio geográfico-político-social y el objetivo de ambas instancias es servir a una misma población, una población que contribuye con sus impuestos por una parte y sus ofrendas por otra, a mantener proyectos sociales y/o religiosos, por lo que la separación absoluta de la Iglesia y el Estado es imposible en el terreno real; es una utopía. El interés de ambas entidades confluye en la persona y en la colectividad y no es cuestión de dinero sino de intereses que, de no estar sometidos a un determinado ordenamiento, podrían entrar en conflicto, por lo que hay que ponerse de acuerdo, es decir, hay que establecer acuerdos entre ambas entidades a fin de ordenar temas como la enseñanza, la asistencia social, el uso de los medios de comunicación, la utilización de los espacios públicos, así como la distribución y reasignación de los presupuestos del Estado de forma equitativa.

Existen espacios de interés común en los que la Iglesia puede colaborar con el Estado y el Estado con la Iglesia, como es la obra social, los programas educativos, el rearme moral de la sociedad, el auxilio a desplazados, la protección del patrimonio histórico, la presencia en los medios de comunicación social, la integración de inmigrantes y de las capas sociales más desfavorecidas, la rehabilitación de drogadictos y otras materias análogas. El punto de fricción es que el Estado no condicione el ministerio profético de la Iglesia comprando su silencio con cualquier tipo de prebendas; y, por otra parte, que la Iglesia no secuestre la autonomía del Estado con chantaje moral de interés sectario.

Llevado al terreno práctico, esa situación conduce, necesariamente, a que cada iglesia asuma, con un absoluto sentido de responsabilidad, su compromiso de sostener por sí misma, con recursos propios, el culto y las actividades que puedan derivarse del mismo, incluido el sostenimiento de sus pastores y la labor evangelizadora y misionera que la Iglesia adopte como parte de su misión en la tierra. Otra cosa muy diferente es que la Iglesia, como un agente social más, aunque con signos distintivos muy peculiares, integrada por personas que pagan sus impuestos y de cuyos impuestos se financian proyectos sociales y culturales, se comprometa en la promoción de determinadas actividades culturales o en el fomento de obras sociales de interés general y que, para su financiación, recurra legítimamente a los fondos estatales, bien sea mediante acuerdos especiales o a través de otros mecanismos que la propia Administración del Estado provea.

La Iglesia debe tener en cuenta el imperativo de conciencia o imperativo ético, pero hay que evitar ciertos peligros, como es elevar a categoría universal los planteamientos o posturas personales o caer en la autarquía moral y confundir pecado (categoría moral) con delito (categoría jurídico-social). Todo esto hace que la Iglesia viva en continua tensión, tratando de armonizar la libertad de conciencia con el imperativo ético. Y así debe ser.

En definitiva, religión y laicidad tienen que convivir armónicamente, sin olvidar que laicidad no es equivalente a ateísmo, lo mismo que religión no es equivalente a espiritualidad. Hay que reconciliar secularización con religión, una responsabilidad tanto del Estado como de la Iglesia; y hay que superar, igualmente, la teología de “los dos reinos”. Una sociedad justa y equilibrada requiere colaboración y autonomía al mismo tiempo entre la Iglesia y el Estado. El mayor enemigo de la Iglesia no es un Estado aconfesional, sino el fanatismo religioso.

Enero de 2010.

1 Para un estudio en profundidad de este tema, me remito a mi libro Libertad Religiosa en España. Un largo camino, CEM (Madrid: 2006).

2 El autor de este artículo representó a la UEBE en la Comisión del Ministerio de Justicia que elaboró las Bases que servirían al Gobierno para articular dicha Ley.

Fuente:

http://www.lupaprotestante.com/index.php?option=com_content&task=view&id=2042
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