No por habitual ha dejado de sorprenderme la actitud secular de la jerarquía católica que ante cualquier crítica responde con una queja lastimera por la dice sentirse el blanco de los ataques de los enemigos de la Iglesia.
Este complejo de victimismo, tan usado y abusado por grupos que no tienen nada de víctimas, es la manera menos digna de enfrentar un problema y la menos respetuosa con los interlocutores. La Iglesia católica tiene que dejar a un lado el síndrome de mártir, y acometer seriamente su papel en la sociedad moderna, crítica y criticada a la vez, como cualquier otra institución o sociedad presente en el mundo democrático. No puede ni debe refugiarse en un limbo de intocabilidad, sino asumir con valentía los ataques a los que responder a la altura de los tiempos en que vivimos y no con lamentaciones que huele odio y ve complots por todas partes. ¿Tan mala conciencia tienen que son incapaces de imaginar simpatías y adhesiones de buena voluntad? Las personas y las sociedades son tomadas en serio cuando afrontan con realismo y suficiente autocrítica las acusaciones de que son objeto, desmontándolas o asumiéndolas, según sea el caso, con honestidad y transparencia. También aquí habría que aplicar el tan menciona slogan de Juan Pablo II: "No tengáis miedo".
En una cuestión tan delicada como este se podría esperar más sabiduría y sensibilidad en hombres, por otra parte, acostumbrados a la dialéctica de los estudios teológicos y canónicos. Pero, a la luz de algunas declaraciones hechas por algunos altos jerarcas, uno está tentado a pensar que no viven en el mundo del común de los mortales, ni tampoco, por desgracia, en el mundo del reino de cielos, que dicen representar, sino en un mundo irreal, siempre a la defensiva, lo que les lleva a proferir algunas declaraciones que rozan la provocación, si tuviesen poder de provocar.
En estos últimos días hemos escuchado y leído algunos de estos despropósitos, que dan verdadera vergüenza ajena. Cómo se puede decir con seriedad y sentido de la realidad que "los enemigos de la Iglesia han encontrado un filón de oro para desprestigiarla", según afirmó hace poco Demetrio Fernández, nuevo obispo de Córdoba.
¿De verdad que el escándalo de la pederastia en la Iglesia católica, con el dolor que supone para miles de victimas, constituye "un placer de demonios", según el mismo prelado? ¿En que mundo vive? ¿Cómo se puede ser tan despectivo con gente, que lejos de ser demonios, ni de sentir el mínimo placer por estos casos que no deberían haber ocurrido, les gustaría oír un mínimo de autocrítica sincera, de arrepentimiento verdadero, empezando por uno mismo, de modo que ese mismo mensaje de arrepentimiento dirigido a los demás puedas resultar creíble?
¿No es él un representante y seguro que predicador del mensaje de penitencia y arrepentimiento?
Escuchando este tipo de argumentos, que se suman a los desmanes cometidos, estos ya irreparables, no así las maneras de afrontarlos y enjuiciarlos ad intra y ad extra, no se preocupe el Sr. Obispo de Córdoba, que no necesita que nadie desprestigie a la Iglesia, se desprestigia, todavía más, por su propia boca. Lo cual, no deja de ser lamentable.
No es noticia que algunos eclesiásticos sean delincuentes, sino que personas dedicadas vocacionalmente a la infancia, a la vida y a la santidad, hayan podido incurrir en delitos tan graves en tantos lugares y durante tanto tiempo.
Nadie duda que haya miles de personas buenas que han gastado y gastan su vida en la noble tarea de la educación y cuidado de la infancia, y todos se duelen porque la institución que debería ser un baluarte de pureza ha demostrado no ser tal, porque cuando más se necesitaba una voz y ejemplo de virtud en un mundo de mentira e injusticia, se ha descubierto el desamparo y la orfandad en que se encuentran las personas de buena voluntad.
No se puede tomar en serio el dolor de los jerarcas católicos por los casos de abusos a menores, cuando en lugar de llorar de vergüenza y vestirse de saco cenizas, en una manifestación colectiva de arrepentimiento renovador, se atreven a justificar lo injustificable vinculando la pedofilia con la homosexualidad como hizo el pasado 13 de abril de 2010 el secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Tarcisio Bertone.
"Muchos psicólogos y muchos psiquiatras han demostrado que no hay relación entre celibato y pedofilia —dijo—, pero muchos otros han demostrado, me han dicho recientemente, que hay relación entre homosexualidad y pedofilia”. Un despropósito que hace dudar de su capacidad crítica, y de hombre “culto”.
Por si fuera poco, y ayer mismo, 6 de mayo de 2010, el arzobispo de Porto Alegre, Dadeus Grings, ni corto ni perezoso ha explicado el problema de unos cuantos delincuentes implicando a toda la sociedad. "La sociedad actual es pedófila, ese es el problema”. Y a continuación aprovecha para arremeter contra los homosexuales, como si hubiera sido suficiente con las declaraciones de Bertone. En un verdadero delirio surreal informó al diario O Globo, que así como los homosexuales ganaron espacios lo mismo podría pasar con los pedófilos, literalmente: "Cuando la sexualidad es banalizada, es claro que va a alcanzar todos los casos. El homosexualismo es un caso. Antiguamente no se hablaba del homosexual. Y era discriminado. Cuando se comienza a decir que ellos tienen derechos, derecho a manifestarse públicamente, de aquí a poco van a tener derechos los pedófilos".
Con despropósitos como estos es difícil tomarse en serio la ética y la visión de la iglesia católica para un mundo mejor y más justo. Si encuentra difícil y extraño acusar a sus propios hijos, siendo que la labor del pastor y del profeta es precisamente cuidar de los suyos, y reprenderles cuando es necesario —que suele ser con mucha frecuencia—, también debería resultarle difícil y nada caritativo acusar y condenar a quienes está llamado a convencer y salvar llegado el caso. ¿Habrá que recordar el viejo texto bíblico que dice: "Es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios", 1 Pedro 4,17?
Alfonso Ropero
www.nihilita.com
Fuente: LUPA PROTESTANTE
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