De nuevo reproducimos hoy un artículo que el actor Carlos Olalla ha publicado en su blog La placenta del Universo. Nos agrada especialmente de este autor su búsqueda de la auténtica humanidad. Esta vez se pregunta hondamente por la libertad a partir de la lectura de un interesante libro de Jonathan Franzen, que acaba de aparecer en español.
¿Somos realmente libres?, ¿Qué entendemos por libertad?, ¿Qué es la libertad? Eso de poder hacer lo que quieras mientras no molestes a otro suena muy bien, pero ¿somos realmente libres para poder hacer lo que queremos? ¿Hasta qué punto el no querer defraudar, hacer daño o simplemente querer epatar a los demás condiciona nuestras decisiones? ¿Hasta qué punto la genética, la educación recibida, la religión, el entorno familiar, el social, el cultural, el político, el económico o el laboral condicionan nuestra libertad? ¿Somos realmente libres en un mundo en el que a diario nos bombardean con mensajes, amenazas y consignas que pretenden impedirnos pensar y con ello condicionar nuestras decisiones? ¿Es libre nuestro pensamiento, un pensamiento estructurado y desarrollado desde nuestra infancia conforme a unas reglas establecidas que no hemos elegido nosotros? ¿Es la libertad un concepto individual o social? ¿Podemos ser libres viviendo en una sociedad que no lo es, o es la sociedad la que debe ser libre para que podamos vivir felizmente en ella? ¿Podemos ser libres mientras los que nos rodean no lo son? ¿Qué es libertad de expresión en un mundo dominado por unos medios de comunicación concentrados en pocas manos a los que la inmensa mayoría no tenemos acceso para expresar lo que sentimos? ¿Qué clase de libertad es aquella que nos dicen que tenemos en un sistema donde todo está absolutamente controlado, legislado y decidido de antemano por otros? ¿De verdad creemos que somos libres en un mundo regido por bancos y grandes corporaciones multinacionales donde los políticos no son más que tristes títeres a los que nos dejan elegir (y a duras penas) una vez cada cuatro años para que pongan la cara y puedan esconderse tras ellos los que de verdad mueven los hilos que condicionan nuestras vidas? ¿Pueden coexistir libertad y propiedad privada, libertad y Estado? ¿Somos más libres ahora que en cualquier momento pasado de nuestra historia? ¿Cómo ha afectado a nuestra libertad el 11S?
Estas, y otras muchas, son las preguntas que me he hecho leyendo el libro Libertad, de Jonathan Franzen, cuya traducción acaba de aparecer en España. Franzen compagina su labor de escritor con su compromiso con la defensa del medio ambiente y el cuidado de las aves en peligro de extinción. Considera que la relación entre el autor, el texto y el lector debe ser erótica, porque si uno no ama lo que escribe es mejor no escribir. Declara que han sido las escritoras las que le han enseñado a escribir, a meterse a fondo en los temas y las pasiones, a llevar a sus personajes corrientes a situaciones límite. También aborrece la televisión:
“Vivimos en una época que margina de modo fulminante a quien se niega a participar en los rituales de la cultura de masas. Si en lugar de pasarse ocho horas pegado al televisor decide uno invertirlas en leer a Joseph Conrad, se tiene la sensación de que nos hemos quedado peligrosamente aislados. La posibilidad de sentirse aislado, verdaderamente abandonado por el resto del mundo, es hoy día mayor que nunca. Las cosas funcionan de tal modo que lo llevan a uno a sentirse así. Pero hay que saber estar solo. Una de las razones por las que muchas veces apago la televisión y cojo un libro es porque la televisión me hace sentirme solo y alienado, mientras que si leo un buen libro me siento acompañado. Me acerca a otra gente que ve y siente el mundo de manera parecida a mí. El hecho de que hoy día la lectura está amenazada por la cultura de masas hace que me plantee si verdaderamente llevamos una vida que podamos considerar nuestra. Se trata de ser individuos con identidad propia, con una historia que es la nuestra y no una historia producida desde fuera. Ésa es una de las funciones primordiales de la literatura: nos permite no ser masa, sino individuos realizados, en posesión de una historia verdadera, auténtica, decidida por nosotros mismos… Somos las historias que somos capaces de contar y de encarnar”
Franzen está considerado como uno de los novelistas más importantes de la narrativa norteamericana actual. No les falta razón a quienes así le consideran.
Libertad nos cuenta, a través de la vida de una familia de clase media americana, los Berglund, los cambios que ha vivido la sociedad norteamericana en las dos últimas décadas. A través de Walter, el padre de familia, vemos cómo los ideales de juventud, aquellos ideales utópicos de justicia social y defensa de la ecología que impulsaban su forma de pensar, se van marchitando con el paso del tiempo y de la vida. Poco a poco aquellos valores se van diluyendo en esta sociedad donde todo vale. El engaño, el autoengaño es la defensa tras la que se escuda para no enfrentarse a sí mismo. Y ese deterioro de valores, de convicciones, de ideales, le aparta cada día más de la felicidad. Patty, su esposa, es una mujer marcada por su infancia que vive su juventud centrada en la práctica del deporte hasta que una lesión la aparta definitivamente de él y debe buscar de nuevo su lugar en el mundo, una búsqueda que la acompañará durante toda su vida, una vida en la que deberá aprender que no es lo mismo querer que amar, y que sexo, amor, pasión y cariño no son necesariamente sinónimos. Jessica, la hija, intenta sobrevivir como puede aferrándose a los ideales que perdieron sus padres. Huye de los conflictos, aunque su intento por evitarlos resulte inútil. Joey, el hijo, es el más independiente de la familia. Desde muy niño ha mantenido un duro pulso con sus padres, un pulso que le lleva a abandonar el hogar familiar desde muy joven. Parece empeñado en querer encontrar su lugar en el muno negando el de sus padres. Y, sobrevolando a todos ellos, nos encontramos con la figura de Richard Katz, el íntimo amigo de Walter, el frustrado amor de Patty, un músico bohemio y mujeriego que, harto y desilusionado del mundo que le rodea, intenta vivir el presente sin que nada más le importe. Todos ven en él a un hombre libre aunque, en realidad, él sabe perfectamente que, a pesar de vivir contra corriente, en el fondo no lo es. Novela poliédrica, muy en la línea de la gran literatura rusa a la que Franzen tanto admira, nos muestra el deterioro de la sociedad norteamericana a través de la mirada de cada uno de estos cinco personajes. En las páginas del libro nos metemos en la piel de todos ellos, los sentimos, los vivimos, sabemos cómo piensan y cómo sienten, lo que dicen y lo que callan…
El matrimonio Berglund es un matrimonio como otro cualquiera. Pasado el tiempo de la pasión, debe enfrentarse a las dificultades de la vida en común, a la rutina de la vida cotidiana, a los problemas de ese día a día que, tozudos, van haciendo mella en su personalidad y en su relación. Son muchas las cosas que aparecen a lo largo de la novela: los abrazos no dados, los sueños rotos, la incomprensión del otro, el inevitable desengaño que sucede a la idealización que hacemos del otro, la falta de comunicación, las diferenes evoluciones de uno y otro a lo largo del tiempo, la infidelidad, el distanciamiento, la relación con la familia política y con los amigos, la búsqueda de la felicidad, la nostalgia de las vidas no vividas, el alejamiento de los hijos, los enfrentamientos con ellos y con su forma de ver y de querer vivir la vida, el peso de las decisiones, a veces aparentemente intrascendentes, que tomamos cada día, qué pasa con la muerte, con el hecho de envejecer, qué pasa con esa terrible sensación de fracaso que tenemos…
¿Debemos renunciar a nuestros sueños, a nuestros más profundos anhelos, porque nuestros hijos o nuestra pareja nos lo exijan? ¿Esa exigencia, es amor o egoísmo? ¿Qué saben ellos de nosotros, de lo que verdaderamente pensamos y sentimos? ¿Qué sabemos nosotros de ellos? ¿Qué queda de la pareja cuando los hijos se van? ¿Debemos renunciar a un nuevo amor, a un volver a empezar, a una nueva posibilidad de vivir nuestra vida de otra manera, cuando sentimos que nuestro amor se ha acabado y que el proyecto que queríamos construir carece ya de sentido? ¿Debemos luchar por él? ¿Hasta cuándo? ¿Qué es amar? ¿Dar es renunciar? ¿De verdad sabemos amar?
En un mundo cambiante, un mundo radical y cruelmente cambiado por los atentados del 11S y las guerras que propiciaron, un mundo donde valores como solidaridad, generosidad, altruismo o dignidad han ido cediendo irremisiblemente el paso a conceptos como egoísmo, seguridad, aislamiento o violencia, ¿cómo sobrevivir sin renunciar a ser uno mismo? ¿adaptarse a él no es negarnos a nosotros mismos? ¿y hacerlo condicionalmente, tratando de justificarnos ante nuestra conciencia, es suficiente o no es más que un bálsamo para nuestro dolor? ¿Qué queda de nuestros ideales de juventud, aquellos por los que estábamos dispuestos a luchar y a dar la vida? ¿Podemos de verdad ser felices habiéndolos cambiado por una hipoteca?
La relación de pareja no es fácil, nunca lo ha sido. Como dice Bruce Springsteen, la relación entre hombre y mujer, amor y sexo, es difícil, es complicada, pero.. necesaria. Y, ¿cómo crearla y mantenerla en una sociedad orientada a la lucha fraticida del todo vale, a las prisas y la constante falta de tiempo, a la descarnizada competición por llegar a lo más alto? Mientras sigamos inmersos en esa lucha difícilmente lo podremos conseguir. Y, hasta que llegue el día en que la superemos, se avecinan fríos días de tormenta: ¿qué trabajo es más importante de los de cada miembro de la pareja? ¿El de él? ¿El de ella? En caso de tener que elegir, ¿a cuál de los dos renunciaríamos? ¿Es ético dar prioridad al trabajo de él sobre el de ella, o al de ella sobre el de él? Walter y Patty optan por dar prioridad desde el principio al de uno de los dos y eso marcará las vidas de ambos para siempre. Y si eso pasa con el trabajo, ¿qué ocurre con aquellas actividades que queremos llevar a cabo para defender nuestros ideales, para intentar hacer de este mundo un mundo mejor? ¿Es justo dedicar nuestro tiempo y nuestra energía a mejorar el mundo robándoselo a nuestra familia? Y, a la inversa, ¿es justo que, pudiendo hacer algo por mejorar este mundo, renunciemos a hacerlo para dedicar nuestra atención a la familia? En una sociedad cambiante, una sociedad en la que todo fluye y lo hace tan rápidamente, esas actividades sociales o solidarias son más necesarias que nunca y no tienen un horario ni un calendario fijo. Sería más fácil decir “dedico tantas horas a la semana a ellas y el resto a la familia”, pero la realidad no es así, ni puede serlo. Y la soledad, la necesidad de estar solos en determinados momentos de nuestras vidas, ¿es un derecho que, acaso, hemos perdido?
Duele, y mucho, oír a un hijo o a tu pareja decirte que no le has dedicado la atención que necesitaba, el tiempo que quería, que no te ha sentido a su lado en sus momentos más difíciles, que tú no estabas allí. Y eso es algo que tanto Walter como Patty tienen que oir más de una vez. Pero también duele, y mucho, mirarte en un espejo y ser consciente de que no has vivido la vida que tú querías, que las responsabilidades, reales o innecesarias, han acabado con todos tus sueños, o que podías haber hecho algo por los demás, por mejorar sus vidas, por solucionar sus problemas, y que no lo has hecho. ¿Ser padre o tener una pareja implica necesariamente renunciar a ser uno mismo?Cuando la elección es ver un partido de fútbol con los amigos o hacer los deberes con tu hijo, no es difícil ver dónde está el amor y dónde el egoísmo, pero cuando se trata de ayudar, aunque sea indirectamente, a víctimas inocentes que están sufriendo y cuyo sufrimiento puedes aliviar o ir al cine con el hijo, surge el problema. Para ti está claro que debes ayudar a quien más te necesita en ese momento, pero para él, muchas veces, no, porque tiene una visión diferente a la tuya, porque no vive lo que tú vives, porque no sueña lo que tú sueñas, ni piensa lo que tú piensas. Y con la pareja, muchas veces, ocurre exactamente lo mismo, porque no nos conocemos, aunque hayamos convivido durante años, porque no sabemos lo importante que para el otro puede ser una cosa que para nosotros no lo es. ¡Y es tan difícil ponernos de verdad en el lugar del otro y respetar sus decisiones! Casi tanto como aprender que la culpa de nuestros problemas no la tienen siempre los demás y que somos los únicos responsables de nuestras decisiones. Es muy fácil culpar de todo a los demás. Lo verdaderamente difícil es aceptar las consecuencias de nuestras decisiones, responsabilizarnos de ellas y ser consecuentes con nuestros actos.
Libertad es también una invitación a la reflexión sobre el paso de la vida, sobre lo que hacemos con ella. De hecho su propia estructura con un constante crescendo recuerda mucho a la de la vida, un crescendo que siempre deja abierta la puerta a la esperanza. Las últimas páginas del libro están llenas de sensibilidad y de sabiduría. Conforme avanza la vida llega un momento en el que por primera vez tienes una sensación que ya no te abandonará nunca: sabes que es algo que se puede acabar en cualquier momento. A partir de ese momento empiezas a mirar atrás y a preguntarte qué has hecho con ella. Y lo haces siendo plenamente consciente de que cada cumpleaños que llega no significa que tienes un año más, sino que te queda un año menos. No te entran urgencias, ni angustias vitales, porque aunque el tiempo pasa cada vez más rápido, tu proceso mental es lento, muy lento. Pero sí tienes la sensación de que cuando llegue el momento de la verdad y mires atrás, habrás dejado muchas, demasiadas, cosas por hacer. Tus prioridades cambian. Ya no pretendes cambiar el mundo. Te contentas con intentar que él no te cambie a ti. Sigues sintiendo con la misma fuerza y la misma pasión con la que sentías a los quince. A veces te sientes incluso como cuando los tenías. Pero la vida está llena de espejos que te devuelven a la realidad. Walter y Patty los conocen todos. Peor sería, sin duda, haber perdido la capacidad de apasionarte, de emocionarte, de entusiasmarte por las personas y las cosas. Eso sería haber muerto en vida. Duele mucho ver ahí, juntos, todos los trenes que has perdido en tu vida. Muchos prometían viajes y destinos apasionantes, otros no llevaban a ninguna parte, pero cuando los ves no puedes dejar de pensar en porqué no los cogiste. Puede que, al final, haya sido la vida la que ha elegido por nosotros, o que todas esas pequeñas y grandes decisiones que tomábamos, a veces casi sin darnos cuenta, son las que nos han llevado a estar donde estamos y a ser como somos. De nada sirve culpabilizarse o arrepentirse. La vida es como un viaje. Hay quienes llegan a la estación y compran el billete para el primer tren que salga, sin importar adónde va; hay quienes se cuelan sin billete en el tren y saltan de uno a otro hasta llegar a su destino; hay quienes llegan con el tiempo justo para coger el tren que quieren, y hay quienes se pasan años planificando y estudiando ese viaje, qué paradas hará, dóonde comerán, qué comerán, que visitarán, qué imprevistos podrían encontrar… En cualquier caso, lo importante no es el tren que hemos cogido, ni porqué lo hemos cogido, ni cómo lo hemos cogido, lo verdaderamente importante es lo que somos capaces de vivir en él. Hay que aprender a disfrutar el momento, a disfrutar de nuestro viaje cada instante que vivimos, y hacerlo aceptándonos como somos, con nuestros defectos e imperfecciones.Aceptarse no es claudicar ni rendirse, sino concentrarnos en jugar las pocas cartas que nos quedan en la partida de la vida y jugarlas lo mejor posible.Es una partida que todos perdemos, porque en ella nadie puede ganar, así son las reglas. Pero es una partida apasionante en la que, si tenemos la audacia de jugar libremente y sin miedo, de jugar abiertamente, podemos obtener tantas satisfacciones como vidas nos hayamos atrevido a vivir. No se trata de ganar la partida, ni siquiera de alargarla. Se trata de disfrutarla intensamente y de hacérsela disfrutar a los demás mientras dure. El resultado de la partida es algo que dependerá de las cartas que nos han tocado, desde luego, pero también de cómo las hayamos jugado. ¿No es exactamente eso mismo con la libertad?
Franzen sabe muy bien de lo que habla en sus libros. Abandonó la universidad para dedicarse a la literatura. Sus dos primeros libros fueron un autentico fracaso. Pero él siguió escribiendo, jugando su partida. Estuvo a punto de rendirse, pero no lo hizo y decidió jugar sus cartas:
“El amor me motiva más que nada en este mundo. Pasé gran parte de mi juventud luchando con lo que estaba bien o estaba mal, obsesionado con mis prioridades. Ahora que tengo 52 años y soy consciente de mis limitaciones, me encuentro que ayudando a algo tan adorable como un pequeño gorrión soy capaz de cumplir con una de las numerosas causas que exigen nuestro compromiso en este mundo, y ser feliz gracias a ello. Será la edad…”
En sus libros nos plantea cuestiones eternas como quiénes somos, adónde vamos, qué se esconde detrás de nuestros sentimientos más profundos, qué nos frena a seguir nuestros impulsos… Él no juzga, no condena, simplemente nos cuestiona nuestras más profundas convicciones, se pregunta por nuestro lugar en el mundo y nos deja una puerta abierta a la esperanza. En sus libros, como en la gran literatura, no hay respuestas, sólo preguntas. Preguntas y esperanza. Es a nosotros, los lectores, a quienes nos corresponde buscar las respuestas, esas respuestas que viven en el viento, en la caricia de una persona amada o, quizá simplemente, en la fugaz mirada de una persona desconocida…
Fuente: ATRIO
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