“… pues todos sois hijos de Dios mediante la fe en Cristo Jesús. Pues todos los que fuisteis bautizados en Cristo de Cristo os habéis revestido. No hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay hombre ni mujer; porque todos sois uno en Cristo Jesús” (Gal. 3,26-28)
Por Joana Ortega Raya
La noción de construir una iglesia cuyas estructuras no respondan a la idea de jerarquización o, lo que es lo mismo, cuyas relaciones no respondan a estructuras de poder/dominio o amo/esclavo, está directamente relacionada con la idea de construir una comunidad de iguales.
La noción de construir una iglesia cuyas estructuras no respondan a la idea de jerarquización o, lo que es lo mismo, cuyas relaciones no respondan a estructuras de poder/dominio o amo/esclavo, está directamente relacionada con la idea de construir una comunidad de iguales.
Si aceptamos la igualdad de todos los seres humanos como expresión de la voluntad de Dios en la creación, como una práctica del movimiento de Jesús y como una lucha que ha tenido lugar, de una u otra manera, en la historia de la iglesia, debemos considerar muy seriamente las repercusiones sociopolíticas de dicha aceptación.
Tradicionalmente, se acepta que todos los seres humanos somos iguales delante de Dios, es decir, se admite la igualdad, digamos, en términos espirituales. Pero, a la hora de aplicar dicha igualdad al funcionamiento cotidiano de la comunidad se dice que Dios ha establecido una jerarquía de funciones.
Sin embargo, estoy completamente convencida de que la afirmación de la igualdad de todos los seres humanos y, en este caso, de todos los cristianos y cristianas, tiene importantísimas repercusiones en la práctica, en la organización y en las relaciones de la vida comunitaria.
De alguna forma, reconocer que somos iguales nos llevará a construir una comunidad libre de las estructuras de poder/dominio (Mt. 20,20-27). Toda relación humana corre el riesgo de desarrollarse de acuerdo con estructuras de dominación y, puede convertirse y, de hecho así es, en una lucha de poder y, en la mayoría de los casos, intentar responder a la pregunta ¿Quién manda aquí? se convierte en el objetivo primordial de nuestra existencia.
Sin embargo, Jesús nos proporciona otra opción: la cuestión no es quién manda aquí –porque aquí no manda nadie- sino trabajar desde la capacidad de ponernos al servicio desinteresado de los demás.
En el texto de Mateo que nos sirve como ilustración de este enunciado, observamos que los discípulos más cercanos a Jesús se habían enzarzado en una discusión cuyo objetivo era definir las cuotas de poder que, según ellos, les correspondían. Y Jesús tiene que decirles que lo han entendido mal, que los suyos no se relacionan de acuerdo con las estructuras mundanas de poder/dominio, sino que lo hacen respondiendo a otro modelo: el servicio y la entrega.
Las estructuras de dominio buscan, y lo consiguen, dominar, controlar y anular a las personas. Las estructuras de servicio y entrega que nos propone Jesús consiguen liberar, reivindicar y afirmar en su dignidad a esas mismas personas.
Por eso, lo que nos interesa es construir una comunidad basada en estructuras fratiarcales (Mc. 10,29-31). Es de conocimiento general que la estructura básica sobre la que se han construido y desarrollado las sociedades actuales es, sin ningún genero de duda, la estructura patriarcal. El nuestro es, hasta ahora, un mundo de hombres y para hombres. Esta no es una cuestión de género, es una cuestión de modelo. Gustavo Gutiérrez afirma que “La historia humana ha sido escrita por una mano blanca, una mano masculina, de la clase social dominante.”, y eso se refleja en todas las formas de relación humana. En todo momento, en todo lugar y por alguna extraña razón, debe determinarse quién manda. Sin embargo, toda relación que se basa en intentar responder a esa pregunta, se convierte en una lucha de poder y, por tanto, en un fracaso a corto, medio o largo plazo.
Jesús no se relaciona de esa manera con los suyos. Como ya se ha mencionado, él detesta las estructuras de poder/dominio: “Sabéis que los gobernantes de los gentiles se enseñorean de ellos, y que los grandes ejercen autoridad sobre ellos. No ha de ser así entre vosotros...”. Es decir, las relaciones comunitarias deben basarse no en relaciones de poder/dominio, sino en relaciones de fraternidad, o de servicio, como prefiramos llamarlas.
Las estructuras fratiarcales se basan, no en relaciones de poder, sino en relaciones de amor, y cuando las personas se aman no intentan dominarse las unas a las otras, sino trabajar para el crecimiento y el bienestar de los demás.
Si aceptamos una noción de comunidad de iguales que se materializa en una comunidad no jerárquica, puede que se nos plantee una pregunta en torno al concepto de autoridad. ¿En una comunidad de iguales no jerárquica hay lugar para un ejercicio legítimo de la autoridad? ¡Claro que sí! Pero se trata sobre todo de un modelo de autoridad carismática (Jn. 15,12-17; 1Cor. 1,1-28).
Hemos acordado que aceptar la construcción de una comunidad de iguales nos lleva a unas consecuencias estructurales comunitarias que provocarían un rechazo de las estructuras de poder/dominio para dar paso a unas estructuras que hemos dado en llamar fratiarcales. Ahora bien, ¿Eso quiere decir que la comunidad adolece de autoridad? En mi opinión no, sino que más bien, la autoridad que se ejerce en la comunidad proviene, como se lee en los textos de referencia, de las capacidades que el Espíritu nos ha concedido.
Como dice el texto de Corintios, Dios nos ha dado capacidades que debemos poner al servicio de la iglesia/asamblea, y la asamblea/iglesia debe reconocer esas capacidades para su correcta edificación. Sólo de esta manera podremos funcionar, crecer y edificarnos los unos a los otros.
Por ejemplo, médicos, abogados y otros profesionales no mandan porque sí, sino porque les reconocemos una cierta autoridad en un determinado campo que nosotros no dominamos.
La autoridad, el poder, entendidos como “dunamis”, como energía, como potencialidad es “… realidad donde palabra y acto no se han separado, donde las palabras no están vacías y los hechos no son brutales, donde las palabras no se emplean para velar intenciones, sino para descubrir realidades, y lo actos no se usan para violar y destruir, sino para establecer relaciones y crear nuevas realidades.” (Hannah Arendt)
En mi opinión, y de acuerdo con los textos que hemos leído, debemos trabajar en la construcción de una comunidad de iguales en la que se rechacen las estructuras de poder/dominio para dar paso a unas estructuras fratiarcales en las que se respete y se reconozca una autoridad carismática. Ahora bien, ¿Eso como se consigue? De acuerdo con Hannah Arendt, yo diría que desarrollando nuestra capacidad de hacer promesas, establecer pactos y practicar el perdón: “El descubridor del papel del perdón en la esfera de los asuntos humanos fue Jesús de Nazaret… En nuestro contexto es decisivo el hecho de que Jesús mantenga en contra de “los escribas y fariseos” no ser cierto que sólo Dios tiene el poder de perdonar, y que este poder no se deriva de Dios,… sino que lo han de poner en movimiento los hombres en su recíproca relación para que Dios les perdone también.” De acuerdo con Jesús y el Evangelio, “el hombre no perdona porque Dios perdona”, sino que es Dios el que perdona si nosotros somos capaces de perdonar.
Sobre Joana Ortega Raya
Joana Ortega-Raya es directora de Lupa Protestante. Licenciada en Teología (Seteca), en Filosofía y Ciencias de la Educación (Universitat de Barcelona)., Doctora en Filosofía (Universitat de Barcelona) y Master Duoda en Diferencia Sexual (Unversitat de Barcelona). Durante muchos años ejerció como profesora de Filosofia, Biblia y Griego en una institución teológica protestante en Cataluña. Es miembro de la Església Evangélica de Catalunya - Iglesia Evangélica Española (metodista y presbiteriana)
Fuente: Lupa Protestante
No hay comentarios:
Publicar un comentario