Introducción[1].
La enfermedad, física o mental, forma parte de los procesos de la finitud. Los datos estadísticos hacen referencia al hecho de que en torno a un veinticinco por ciento de la población ha cursado o cursará alguna psicopatología a lo largo de la vida.
A la hora de afrontar su causalidad, el pensamiento precientífico la asoció a fuerzas externas a la persona que ésta no podía controlar. El caso de las posesiones diabólicas en los tiempos bíblicos es un ejemplo. La creencia en los demonios, propia de las religiones mesopotámicas, influyó en las creencias de los judíos contemporáneos de Jesús. Hoy entendemos que los relatos evangélicos hacen referencia a casos de epilepsia, esquizofrenia, trastornos sociales… No es necesario, pues, apelar a instancias divinas ni demoníacas para explicar la enfermedad mental. No nos hallamos frente a un fatalismo. La enfermedad ha de ser tratada mediante las terapias psicológicas y psiquiátricas que estas disciplinas han desarrollado. La enfermedad mental no es un estigma a esconder, es una situación que puede ser superada.
Tampoco es la consecuencia del pecado de nadie, como históricamente se había creído cuando la religiosidad impregnaba la vida de las personas. La enfermedad mental no es un castigo. Frente a un hombre, ciego de nacimiento, le preguntaron a Jesús quién había pecado: ¿el ciego o sus padres? La respuesta del Maestro de Nazaret fue contundente: ni él ni sus padres. No cabe hurgar en una dimensión moral o religiosa para explicar la etiología de una psicopatología. Esta línea de pensamiento libera tanto al afectado como a su entorno familiar de los sentimientos de culpa que acompañan determinados trastornos como las neurosis, estados depresivos y otras patologías.
El hecho de que desde el protestantismo histórico no apelemos a la dimensión moral o religiosa para explicar los trastornos psicológicos no excluye dejar de considerar el papel de las alteraciones genéticas en determinados síndromes, el papel de las alteraciones de la bioquímica cerebral en las depresiones endógenas o el peso del entorno y de los actuales sistemas de vida, como ha puesto de relieve el doctor Luís Rojas Marcos en sus investigaciones.
Respecto al papel de la religiosidad en la salud mental, no hay una respuesta unívoca. Depende de cómo se entiende y vive el hecho religioso por parte de la persona y su entorno familiar y comunitario. Tendremos que reconocer que, en ocasiones, la religión puede actuar como un elemento potenciador de la patología, del mismo modo como puede ejercer un papel terapéutico. Entre los dos extremos, hallamos un abanico de casuísticas por cuanto más que enfermedades preferimos hablar de enfermos.
Práctica religiosa y psicopatología
La religión puede tener un papel negativo en la salud mental cuando presenta rasgos y relaciones sectarias, expresiones fundamentalistas y una normatividad limitadora de la libertad personal. En estos casos, puede potenciar determinados trastornos como la neurosis, la ansiedad… a causa de los sentimientos de culpa derivados de la imposibilidad de cumplir con la totalidad de sus exigencias y preceptos.
La religión puede tener un papel negativo en la salud mental cuando genera expectativas que no se cumplirán. Esto puede suceder en los actuales contextos carismáticos en forma de expectativas, por ejemplo de sanidad, que al no cumplirse generan frustración y dudas espirituales a la persona afectada o a su entorno familiar, en el sentido de no haber ejercitado suficientemente la fe para haber generado el milagro. Nos hallamos frente al “pensamiento mágico”.
La religión puede tener un papel negativo en la salud mental cuando representa una huida de la realidad. Es la búsqueda de Dios cuando las condiciones de la existencia nos sobrepasan y necesitamos buscar consuelo al dolor en lugar de afrontar la situación. Nos hallamos frente a la idealización de un ser supremo que salva mágicamente de las circunstancias adversas. En estos casos, tendremos que dar la razón a Sigmund Freud cuando manifestaba que la religión ponía de manifiesto la inmadurez psíquica del ser humano. La religión, en este supuesto, puede ayudar a evadirse de una realidad hostil y refugiarse en el delirio propio de un estado neurótico al proyectar en un futuro una nueva situacionalidad que venga a superar el actual estado de cosas.
El papel terapéutico de la religión
La fe cristiana no debe entenderse como una especie de “seguro” que nos protege de las circunstancias adversas de la finitud, incluyendo la enfermedad mental. Ahora bien, a muchos creyentes les permite asumir el principio de la realidad con más naturalidad y de forma menos traumática. La fe puede ayudar a superar las fases de negación (¡no puede ser!), de rebelión (¿por qué a mí?) y de depresión (estoy realmente enfermo) y asumir la realidad. No se trata de una resignación fatalista, sino de una conformidad con los hechos. A ello contribuye la sensación de seguridad existencial y de una vida con sentido. Es el papel positivo de la religión del que trataron psicoanalistas como Carl Gustav Jung o Víctor Frank desmarcándose de los postulados de Sigmund Freud.
La fe cristiana puede aportar un elemento de estabilidad emocional, tranquilidad, serenidad, paz interior… al considerar que la vida no es el resultado del azar, sino que tiene un sentido y un propósito, a pesar de que con demasiada frecuencia se nos presenta como un misterio, como es el caso de las enfermedades mentales.
Cuando el cristianismo es entendido y vivido de este modo, contribuye a la salud mental de la persona desde una perspectiva preventiva por el hecho de que:
• Contribuye al establecimiento de una autoestima equilibrada superadora de sentimientos disfuncionales de superioridad o inferioridad.
• Ayuda a desarrollar el autocontrol emocional, la ponderación…
• Posibilita vivir en conformidad con valores higiénicos como el respeto, la alteridad, la solidaridad, la justicia, el trabajo en favor de la paz…
• Algunos estudios (Toussaint y otros, 2001) establecen relaciones positivas entre la capacidad de perdonar y la salud mental. La práctica del perdón genera compasión, desarrolla la empatía, dibuja nuevos escenarios de confianza; su ausencia mantiene a la persona en el rencor, el odio, los pensamientos y sentimientos negativos y el aislamiento social.
El cristianismo también puede contribuir a la salud mental de la persona mediante la mejora de su fondo patológico.
• El contenido de la fe cristiana ayuda al control y a la modificación de los pensamientos disfuncionales, base de emociones y conductas, como bien explica la corriente neoconductista.
• La fe cristiana puede ayudar a priorizar correctamente dando importancia, en primer lugar, a las personas y estableciendo equilibrios en las diferentes áreas de la actividad: tiempo personal, familiar, profesional, social, eclesial… minimizando el estrés.
• La fe es generadora de confianza, hecho que representa un soporte terapéutico frente a síntomas como la tristeza, la depresión… El psiquiatra Aaron Beck afirmó que la desesperanza se halla en el corazón de la depresión. También es un factor de peso en los casos de suicidio. Una visión esperanzada, dentro del realismo existencial, como la que proporciona la fe es facilitadora de los procesos de salud.
La iglesia también tienen su papel en el tema que nos ocupa. Las comunidades deben ser inclusivas y no discriminar por ningún tipo de razón. Las personas con problemas de salud mental deben ser acogidas e integradas en función de sus posibilidades relacionales.
El enfermo mental ha de ser aceptado en su específica realidad, respetado en su dignidad personal, acompañado en su proceso, amado, ayudado y no culpabilizado.
Una voz tan autorizada como la de Jordi Font, doctor en medicina, especializado en psiquiatría y psicoterapeuta señala que la praxis religiosa puede llegar a ser una instancia estructurante de la personalidad y, por lo tanto, factor a considerar en el tratamiento de los trastornos mentales. La religión y la fe adulta son posibles, cuando son purificadas de las formas primitivas e infantiles con las que con demasiada frecuencia la religiosidad se manifiesta.
[1] Presentación expuesta en las X Jornades d’atenció espiritual i religiosa del Parc Sanitari de Sant Joan de Déu de Sant Boi, organizadas por l’associació UNESCO per al diàleg interreligiós
Fuente: Lupa Protestante
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