Dada la actual situación de la mujer en la Iglesia es difícil pensar en un cambio a corto e incluso a largo plazo, pero como éste es el tema que me han pedido desarrollar en este número monográfico de Crítica he decidido que lo mejor es soñar.
Soñar es una manera de alentar el deseo y éste tiene una gran fuerza transformadora. Soñar es el primer paso para cambiar la realidad, es una manera de hacer verdad las utopías. Soñar y… empujar la historia en la dirección de lo soñado.
Los sueños no siguen un orden lógico, ni teológico. Son caóticos, espontáneos, brotan libremente del inconsciente, no se ajustan a normas establecidas, en ellos no todo encaja en lo “políticamente correcto“… Así me voy a permitir yo soñar.
Sueño una Iglesia que sea realmente una comunidad inclusiva y paritaria, donde mujeres y hombres concentremos nuestras fuerzas en hacer verdad la Buena Noticia, luchando por expulsar los “demonios” de la pobreza, la injusticia, la violencia, el sexismo, el patriarcalismo, la violación de los derechos humanos, la explotación y el tráfico sexual de mujeres y niñas, la explotación laboral, la violación como arma de guerra…
Sueño una Iglesia toda ella ministerial, en la que los ministerios no estén concentrados en manos de los sacerdotes, sino que cualquiera de ellos pueda ser ejercido, desde la llamada de Dios, el reconocimiento de la comunidad que elige y designa a las personas que están capacitadas para ello, sin ninguna discriminación sexual. Entonces podrá ser de verdad una Iglesia servicial, apasionada por todas las personas que sufren exclusión por razón de su clase, raza, sexo, orientación sexual una Iglesia cuidadora del cosmos y de toda la vida del planeta.
Sueño una Iglesia en la que los lugares de decisión y gobierno no estén condicionados por el sexo sino por la preparación, el amor y la capacidad de servir a la comunidad y de un modo prioritario a los más necesitados.
Una Iglesia donde las mujeres dejamos de ocupar los bancos como escuchadoras semi-mudas y pasantes de los cestillos, para tomar la palabra y constituirnos en sujetos activos de las celebraciones litúrgicas y sacramentales, en un servicio rotativo, igualitario, cuyo requisito no sea ser varón y clérigo, sino ser personas preparadas y dispuestas a servir así a la comunidad.
Una iglesia toda ella tan sensibilizada a la lacra de la violencia machista, que sea la primera en salir a la calle y animar a hacer lo mismo a la comunidad social, cada vez que una mujer es asesinada o maltratada.
Sueño una Iglesia donde ninguna mujer tenga que aceptar la situación clandestina de “amante secreta” de ningún clérigo, porque el celibato no sea una obligación sino una opción en libertad, separado del ejercicio del carisma sacerdotal.
Una iglesia donde las congregaciones religiosas femeninas, tengan los mismos derechos que las masculinas y no necesiten estar supervisadas, controladas ni “paternizadas” por ningún varón.
Una Iglesia que haga imposible que se digan cosas como las que dijo San Juan Crisóstomo, llamado por su elocuencia “Boca de Oro”: “Que soberana peste la mujer, ella es la causa del mal, la autora del pecado, la puerta del infierno, la fatalidad de nuestras miserias”. O como las de Tertuliano: “¿No os dais cuenta de que cada una de vosotras sois una Eva? La maldición de Dios sobre vuestro sexo sigue plenamente vigente en nuestros días. Culpables tenéis que cargar con sus infortunios. Vosotras sois la puerta del mal, vosotras violasteis el árbol sagrado fatal; vosotras fuisteis las primeras en traicionar la ley de Dios; vosotras debilitasteis con vuestras palabras zalameras al único sobre el que el mal no pudo prevalecer por la fuerza. Con toda facilidad destruisteis la imagen de Dios, a Adán. Sois la únicas que merecíais la muerte; por culpa vuestra el Hijo de Dios tuvo que morir”[1].
Sueño una iglesia donde no se considere palabra de Dios, sino palabra de varón, textos denigrantes para la mujer como las siguientes:
“El ángel que hablaba conmigo me dijo: alza los ojos y mira, ¿qué aparece?. Pregunté: ¿qué? Me contestó: Un recipiente de veinte y dos litros; así de grande es la culpa en todo el país.
Entonces se levantó la tapadera de plomo y apareció una mujer sentada dentro del recipiente. Me explicó: Es la maldad. La empujó dentro del recipiente y puso la tapa de plomo” (Zac 5,5-8)”.
Ni se vuelva a leer en ninguna liturgia otros textos, más cercanos, como los de Pablo, mandando callar a las mujeres en la Iglesia, pidiéndoles sometimiento a sus maridos, proclamando al varón cabeza de la mujer. Y si por casualidad se lean que sea para decir: “esta no es palabra de Dios y por ella no te alabamos Señor.”
Una Iglesia que recupere la memoria y reconozca que quién fue tentación no fue la mítica Eva, sino el personaje histórico Pedro a quien Jesús llamó Satanás.
Sigo soñando una Iglesia en la que –ya que nos atrevemos a imaginar y proponer imágenes de Dios antropomórficas– éstas sean fieles al mostrar la verdad de que Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza, de modo que nunca más se excluya de la representación de Dios el cuerpo de la mujer y su sexualidad. Que de una vez por todas el cuerpo femenino deje de ser no apto para revelar a Dios.
Una Iglesia en la que las orientaciones de moral sexual y familiar sean hechas por hombres y mujeres casados que desde su experiencia, su preparación y eficiencia puedan, de verdad, no solo orientar, sino ser testigos creíbles de aquello que proponen a los demás.
Una iglesia que tenga un lenguaje litúrgico no sexista, ni patriarcal y reconozca que Dios tiene hijos e hijas, hermanas y hermanos…y donde no ocurra, lo que acontece ahora tantas veces, que en una liturgia donde prácticamente sólo hay mujeres, la persona que presida la Eucaristía, las invisibiliza en su lenguaje y se dirige al público todo el tiempo en masculino.
Una Iglesia que se tome en serio y sepa respetar no sólo la teología que elaboran los teólogos sino también la que elaboran las teólogas, y por tanto sea paritaria la presencia de mujeres y hombres en las facultades de teología y en los centros de formación sacerdotales y laicales. Aunque, pensándolo bien quizás lo ideal es que desaparecieran el dualismo clerical/laical.
Sueño y sueño y no dejo de soñar… una comunidad eclesial fiel a Jesús de Nazaret. Él hizo verdad una comunidad de iguales, sin exclusión alguna, no estructuró su grupo de seguidores y seguidoras desde el orden patriarcal dominante, sino como una familia de iguales, sin relaciones de poder jerarquizado. Lo expresó muy claro: llamándolos amigos y no siervos (Jn 15,15), pidiéndonos que no llamásemos padre, ni maestro a nadie más que a Dios, porque todos los demás somos hermanos y hermanas (Mt 23, 8-10). Hizo visible la comunidad que quería lavando los pies a los suyos y diciéndole a Pedro que si no entendía ese gesto suyo no podía formar parte de la nueva familia (Jn 13,6-8).
Sueño una iglesia que, como Jesús, cambie radicalmente la mirada sobre las mujeres y visibilice de un modo nuevo nuestros cuerpos[2]:
No como objetos sino como sujetos autónomos y libres.
No como reproductoras sino como constructoras de la Historia de Salvación, del Reino de Dios.
No como cuerpos tentadores sino como amigas entrañables suyas, como quienes “aman mucho”, “tienen mucha fe”.
No como inferiores en nada sino como iguales en todo: en dignidad, derechos, deberes, tareas en su comunidad.
No para estar detrás y debajo de nadie sino junto a, al lado de… construyendo la historia.
No como ignorantes que nada tienen que decir sino como “maestras” de las que Jesús aprendió
No lejos de los espacios significativos sino dentro de la comunidad, ejerciendo los mismos roles y funciones que los varones.
No dentro del hogar sino donde la vida nos cite, donde Dios nos llame, en la vida, en la historia, en la plaza publica, en todos los ministerios eclesiales También, por supuesto, en el hogar compartiendo tareas y cuidados con los varones.
No como imposibilitadas para mostrar el rostro de Dios sino como revelación suya.
Es hora de despertar y no quiero. No quiero encontrarme con la realidad que ahora vivimos las mujeres en la Iglesia…, pero es preciso despertar, levantarnos, liberarnos de nuestros encorvamientos ancestrales, arriesgar a tocar lo prohibido por leyes y preceptos patriarcales…, es preciso unirnos, trabajar al unísono mujeres y hombres para ir empujando este Iglesia nuestra, santa y pecadora, fiel e infiel en la dirección del sueño de Dios: una comunidad de hijas/os, hermanas/os.
Es cierto que hay señales de esperanza, pequeñas semillas de mostaza, que con mucho esfuerzo y con la fuerza de la Ruah (el aliento de Dios), hemos ido sembrando muchas mujeres en la Iglesia, junto a algunos varones que nos ayuden en esta tarea. Aun son muy pequeñas pero, como toda esperanza evangélica, comienzan a crecer desde abajo y poco a poco. Así, como Jesús también soñó, se hará un gran árbol donde todas y todos podamos hacer verdad una Iglesia nueva.
En esta hermosa y ardua tarea todos y todas necesitamos convertirnos a la Buena Noticia del Reino y su llamada a creer en ella y a hacerla verdad en nuestro mundo y en nuestra Iglesia.
[1] Tertuliano, De cultu feminarum. El adorno de las mujeres, Traducción de Virginia Alfro Bech y Victoria Eugenia Rodríguez Martín, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Málaga 2001, 343.
[2] He desarrollado este tema en MARTÍNEZ OCAÑA. E. Cuerpo Espiritual, Narcea, Madrid 2008.
(Publicado en CRÍTICA, n. 965, enero/febrero 2010, p. 79-81)
Fuente: Redes Cristianas
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