miércoles, 26 de marzo de 2014

Jesús: el indignado.


Juan Ramón Junqueras

Jesús enseña muchas veces ante las puertas del Templo de Jerusalén. Algunas veces coincide allí con sacerdotes y ancianos del Sanedrín, que ya lo rondan para poder acusarlo ante el Consejo Supremo. Le reprochan no tener autoridad para hacerlo, como si el maestro galileo estuviese predicando doctrinas engañosas, embaucando a los ignorantes y a los débiles de espíritu, dándoles falsas esperanzas basadas en la fe de un iluminado, enloquecido por un celo espurio que lo ha empujado a atentar contra la Casa Santa de Dios[1]. La expulsión de los cambistas y vendedores del Templo ha causado un gran revuelo y solivianta a la burguesía saducea. Nada bueno puede venir de un perturbado así. Jesús es, para ellos, un indignado indignante. No huye del conflicto con una religión conformista y opresiva, sino que adopta una actitud de rebeldía frente al sistema y se comporta como un insumiso frente al orden establecido.

Indignado con la religión oficial y sus intérpretes, que anteponen su forma de entender la Ley al derecho a la vida, e incitan al castigo y a la venganza en vez de predicar el perdón.

Indignado con los poderes religiosos, vestidos de hipocresía y creando una ilusión fantasiosa de justicia propia, mientras imponen a los más débiles cargas insufribles que ni ellos mismos cumplen. Jesús les echa en cara la falsedad de sus palabras y su falta de coherencia.

Indignado con los poderes económicos, que basan su propia existencia en la explotación de los demás, y que sirven a lamamonas[2] en vez de a Dios, pues se convierten en medios de dominación y de opresión, generando pobreza por donde pasan. Al contrario, Jesús lucha activamente por la dignificación de los empobrecidos. Las más duras diatribas del maestro Galileo tendrán como objetivo a los ricos, que deben sus posesiones a la explotación de los más débiles.

Indignado con el poder político, a cuyos detentadores acusa de zorros (como a Herodes en Lucas 13, 31-329) o de subalternos de un poder superior (como a Pilato en Juan 19, 10-11). Ellos son los que pisan sin clemencia con su bota el cuello de los oprimidos, y Jesús los pone de ejemplo, ante sus discípulos, de cómo no han de actuar ellos (Mateo 20, 25-26).

Indignado, por fin, con la sociedad patriarcal y machista, que margina y somete a las mujeres usando la religión y la política, mientras él se opone radicalmente a las leyes que las discriminan —lapidación por adulterio, libelo por repudio—. Jesús incorporará a las mujeres a su movimiento, en igualdad de condiciones con los varones y con el mismo protagonismo, devolviéndoles la dignidad que les niega la religión oficial, y la ciudadanía que les niega el imperio romano.

El Templo de Jerusalén, si se mira bien, es el paradigma de todo lo que más indigna a Jesús: la conjunción, entre sus muros, de la religión oficial y del poder —religioso, económico, político y patriarcal o machista—[3]. La práctica de Jesús se constituye, así, en combate militante contra la lógica del sistema imperante, como la vida se opone a la muerte, lo nuevo a lo caduco, la gracia al pecado[4].

Jesús es un transgresor social y religioso. Así actúa y así es percibido por amigos y enemigos. Ni unos ni otros lo entenderán del todo (¿nosotros sí…?), ni serán capaces de percibir la hondura y la radicalidad de su protesta. Allí donde los demás ven tan solo residuos humanos —condenados de por vida a malvivir bajo el dominio del mal— él planta su tienda entre ellos[5], y los anima y ayuda a salir de la marginalidad, convirtiéndolos, junto a Dios Padre, en los verdaderos actores de su propia vida. Para ello tiene que transgredir innumerables normas y preceptos que los dominadores de conciencias imponen a sanos y enfermos, jugándose su prestigio y hasta la vida. Tras de sí va dejando un verdadero ejército de indignados y exmarginales, reinsertados en una sociedad que no va a ponérselo fácil, pero en la que ya pueden ser autónomos y disponer de la fuerza del Reinado de Dios. Los malditos han sido bendecidos, y ya están dispuestos a que su voz se oiga.

Mientras tanto, los dignos y cumplidores, en abierta oposición al indignado y transgresor, pretenden que los expulsados sigan afuera, que los marginales sigan en los arrabales sociales, y que los malditos sigan sin tener acceso a Dios. Lo que importa es la institución que tan en peligro pone Jesús, y que no caiga la frontera sanitaria que divide a puros e impuros, sanos y enfermos, buenos y malos, con la intención de sostener el supuesto orden de Dios. Jesús, indignado y transgresor, acampado en la plaza de los excluidos, protestando por su situación y acogiéndolos sin condiciones, es un auténtico peligro para el statu quo. Es muy peligroso romper las fronteras que la religión excluyente impone, sobre todo cuando la apoya un poder violento y omnímodo. Jesús lo sabe; pero sabe también que debe correr el riesgo porque para eso ha nacido: ser mensajero de la gracia de Dios, del perdón incondicional, de la reinserción para todos, y de la apertura a un mundo nuevo donde reine la compasión y la alegría de los que lo descubren y lo aceptan.

No es de extrañar que el maestro de Nazaret actúe como un verdadero indignado del siglo XXI. Hoy, las fuerzas del orden público lo hubieran aporreado, apaleado y encarcelado, como a ellos. Parece que no han cambiado mucho las cosas…



[1] Lucas 19, 45-46 //


[2] Este es el término griego que aparece en los evangelios cada vez que Jesús habla de las riquezas injustas (Lucas 16, 9-16; Mateo 6, 19-21.24), y es una transliteración de la palabra aramea mammon, que significa “riqueza, tesoro, dinero, beneficio”.


[3] No hay que olvidar que las mujeres tenían prohibido pasar más allá de su atrio en el Templo, y tampoco había levitas o sacerdotes mujeres. Como hoy entre nosotros, más o menos. Duele ver que dos mil años de historia cristiana no hayan servido para solucionar esta flagrante discriminación.


[4] ECHEGARAY, H. (1982): La práctica de Jesús. Ed. Sígueme, Salamanca, p. 186.


[5] El evangelio según Juan define así el misterio de la encarnación de Jesús: como alguien que planta su tienda de campaña entre los seres humanos para que contemplen, admiren, y se sientan atraídos por la verdadera forma de ser de Dios (Juan 1, 14).

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