En algún momento, Gustavo Gutiérrez caracterizó la teología de la liberación diciendo que “la meta es la libertad; la liberación es el camino”. José Míguez Bonino[1]
La libertad es alas,/ es el viento entre hojas, detenido/ por una simple flor; y el sueño/ en el que somos nuestro sueño;/ es morder la naranja prohibida,/ abrir la vieja puerta condenada/ y desatar al prisionero:/ esa piedra ya es pan,/ esos papeles blancos son gaviotas,/ son pájaros las hojas,/ y pájaros tus dedos: todo vuela. Octavio Paz.[2]
Estas son apenas unas notas sueltas sobre el tema que nos ocupa, que intentaré articular en el contexto del 3er Fòrum Català de Teologia i Alliberament (Lluitem per la esperança). La noción de esperanza es y ha sido fundamental en el contexto latinoamericano, del que provengo, y comienza a serlo de manera acuciante en el contexto Sudeuropeo, donde la situación de exclusión y la pérdida creciente de la “calidad de vida” se cierne sobre la vida de mucha gente. Cuando hablamos de esperanza, me gustaría que la consideremos desde el punto de vista experiencial: hablamos de aquello que se coloca delante de nosotros como aspiración, ilusión, deseo, expectativa y, asimismo, hablamos de las experiencias que nos mueven a buscar, luchar, comprometernos pero también nos frustran y nos desilusionan. No se puede vivir sin esperanza, porque somos seres de deseos y, además, porque la cultura misma opera sobre los horizontes de esperanza.
Los horizontes de esperanza se amplían o se reducen según los condicionamientos socio-culturales y económicos: hay quien espera comprarse un automóvil nuevo o tener más ingresos de dinero y hay quien espera poder tener comida y obtener un trabajo que le permita sobrevivir. Tales horizontes no tienen el mismo contenido ni la misma amplitud. Recuerdo las reflexiones de un sacerdote argentino que, a finales de los 90 en Buenos Aires, hablaba de los efectos de la crisis económica y el desempleo en la gente común: decía que a la gente se le estrechaba el horizonte de esperanza, que un padre no sólo sufría por no tener trabajo sino que su sentido de dignidad se hacía añicos ante sus hijos, cuando no podía darles algo que deseaban.
Esto resulta pertinente si pensamos que la actual crisis en España (y en el sur de Europa en general) tiene una dimensión concreta, agónica: el estrechamiento del horizonte de esperanza en la experiencia cotidiana de las personas y las familias cada vez más precarizadas. Pero la crisis no es tan sólo una crisis en el sentido de haber entrado en una especie de “estado de excepción”, que tarde o temprano retornará a una supuesta “normalidad”, o en una recuperación del estado de bienestar social. Es también una crisis de esperanzas o la aparición de formas de desesperanza que señalan una crisis sistémica, un resquebrajamiento de las certezas que sustentan el ordenamiento social, económico y político presente.
Es ahora cuando se escuchan planteamientos que proponen una salida del modelo de sociedad basado en la ideología del “libre mercado”, es decir, la necesidad de pensar una sociedad fuera del modelo capitalista. Apenas 5 o 6 años atrás era impensable que hubiera una atención considerable a críticas del sistema capitalista como las que podemos escuchar hoy (v.gr. el libro “Sin miedo” de Teresa Forcades y Esther Vivas o el planteamiento sobre una economía del decrecimiento de autores como el profesor Carlos Taibo). Se trata, sin lugar a dudas, de un contexto en el cual se han fragmentado muchas esperanzas, predomina la desesperanza y parece necesario luchar por nuevos horizontes de esperanza.
Si el contexto actual es una situación donde es determinante la lucha por la esperanza, entonces estamos en una situación semejante a la que se corresponde con la literatura apocalíptica de los textos bíblicos: los textos apocalípticos se corresponden con momentos oscuros de la historia, plagados de injusticias. Tiempos donde la gente es aplastada por la fuerza opresora de los poderosos. Sin embargo, se utiliza mal la noción de lo “apocalíptico”, porque los textos literarios de este tipo nacen de una preocupación pastoral que quiere alentar a los desesperados y ofrecer un espacio de resistencia, para hacer posible la esperanza en la vida concreta de la gente. En el N.T. los textos de tipo apocalíptico resaltan la inminencia de una nueva edad y generan el imaginario de un orden radicalmente distinto, con el fin de que se produzca una forma de resistencia capaz de ofrecer una nueva esperanza.
No sé hasta dónde se puede decir que ha llegado la hora de una reflexión teológica que considere con seriedad las implicaciones de la escatología neotestamentaria, sobre todo en los textos apocalípticos, dentro del contexto de Sudeuropa. Pero, en tanto que inmigrante, sí recuerdo que hace unos 8 o 9 años, en una conversación en torno al libro del Apocalipsis, un biblista catalán me decía que ése era un libro que tenía mucho interés en países subdesarrollados, en Latinoamérica o África, pero que en Catalunya, o Europa en general, no tenía mucha relevancia. Me parece que hoy día ya no se puede sostener esa afirmación.
Por tanto, me gustaría plantear la siguiente cuestión: ¿qué significa luchar por la esperanza en este contexto de crisis desde una perspectiva utópica o escatológica? Y ¿qué significa hacerlo en el contexto y el momento actual de la Europa del sur (o el estado español)? A fin de generar una conversación inicial, y con muchas salvedades de la necesaria reflexión, de matices y precisiones también necesarios, quiero sugerir tres puntos, abiertos a la discusión: Primero, creo que la lucha por la esperanza, supone una doble referencia a la libertad como horizonte de sentido. Segundo, la lucha por la esperanza no puede tener lugar sin las experiencias de liberación que se ligan a percepciones apocalípticas del mundo. En tercer lugar, la lucha por la esperanza supone acciones, actitudes y decisiones que tienen un carácter provisorio o penúltimo. De manera sucinta explico cada punto.
Dos formas de libertad
En primer lugar, la lucha por la esperanza tiene una doble referencia a la libertad: por un lado tenemos el proceso histórico del mundo occidental moderno, donde la noción de libertad es constitutiva del mismo, puesto que ella es una condición para el ordenamiento político de una sociedad democrática o para la organización económica de la actividad mercantil o para los derechos fundamentales de cada individuo o, finalmente, para el uso de la razón que pueda desarrollarse sin la constricción o coacción de poderes autoritarios.
Sabemos que la crisis de la modernidad, y su expresión en lo que se denomina posmodernidad, nos hace cautelosos con respecto a esa noción de libertad en la historia de occidente, pero es innegable que no podemos pensarnos en ausencia de la libertad, sea como condición o como horizonte de sentido para la vida social, política, económica y racional. Por otro lado, la lucha por la esperanza tiene una referencia a la libertad como utopía desbordante, como la promesa de una vida sin sufrimiento, sin injusticias y sin mentiras. Es la libertad que se deriva de la misma promesa de Jesús: “conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8, 32).
Si se lucha para generar esperanza en la vida de la gente, entonces son inevitables estas dos referencias a la libertad. Pero además, se trata de nociones que chocan, se tensan y polemizan entre sí, porque las diversas imágenes de la libertad en la sociedad moderna (la “libertad” del mercado, de la razón, del individuo) son una ficción social que está llena de contradicciones. Pero es una ficción operativa, que funciona de tal manera que bien podemos responder como aquellos “judíos” que polemizaron con Jesús (en el cap. 8 de Juan) y le decían: “somos descendientes de Abraham, y jamás hemos sido esclavos de nadie, ¿Cómo dices tú: Seréis libres?”, de manera que también podemos decir: “somos modernos (o posmodernos) y por tanto libres en una economía de libre mercado, libres en un orden político democrático, libres en un orden guiado por la sola razón libre y libres en tanto que individuos absolutamente libres”. Esta posible respuesta, desde nuestra condición moderna/posmoderna, revela las contradicciones entre dos formas de libertad: la libertad del proyecto moderno y la libertad de la promesa escatológica del evangelio. El epígrafe de José Míguez Bonino que he puesto al inicio (y la nota que amplía dicha cita), da cuenta de la polémica relación entre las dos formas de libertad.
Experiencias de liberación y mirada apocalíptica
En segundo lugar, la lucha por dar esperanza a la gente implica experiencias concretas, históricas, de liberación y tales experiencias suponen una mirada apocalíptica. Me explico: no se genera esperanza si no es con referencia a lo corporal, a lo inmanente, y esa liberación supone una situación de esclavitud, de atadura, de opresión o de exclusión y dominación.
Se aprende a esperar a partir de esas experiencias que nos liberan del peso opresor, cuando sentimos el poder para tener cierto dominio o dirección sobre nuestra vida, cuando salimos de una condición de padecimiento bajo cualquier tipo de esclavitud (bajo el poder de un opresor o bajo el poder de una adicción que me arrastra a la destrucción). Pero la liberación no se completa hasta que logramos ver de qué manera estábamos esclavizados y cómo poder ser libres, lo cual implica que nos damos cuenta de que nuestro mundo es un orden injusto, contradictorio y opresor: es así como adquirimos la mirada apocalíptica que nos muestra una sociedad corrompida, deteriorada, que no se puede arreglar con remiendos o parches, sino que tiene que ser reemplazado por otra cosa, por otro mundo mejor, de calidad radicalmente distinta.
El éxodo en la Biblia constituye la liberación del pueblo por parte de Dios sólo hasta que Israel pudo reconocer que la vida en Egipto, bajo la tutela de los poderosos dioses y de las majestuosas obras de ingeniería arquitectónica, agrícola y militar de su mundo, no eran más que una apariencia, puesto que debajo de aquel esplendor estaba la vida explotada, oprimida y esclavizada que tenían los hebreos.
Las experiencias de liberación no se terminan con la acción solidaria que comparte la comida, con las curaciones que liberan del poder depresivo de la enfermedad, sino que se completan con la mirada apocalíptica, que ya no puede mirar con ingenuidad el mundo que habita. Ahora, con la mirada apocalíptica sobre su mundo, el pueblo advierte su monstruosidad y quiere que venga otro mundo, que venga el Reino de Dios y que se haga la voluntad de Dios en la tierra.
Decisiones y acciones comprometidas, pero provisionales
Como tercer punto, sugiero que la lucha para generar esperanza en la gente implica siempre decisiones y acciones, actitudes y posicionamientos, que inevitablemente son algo provisional y penúltimo. Ello no significa que no sean acciones comprometidas, todo lo contrario. Pero no pueden sacralizarse como la “verdad absoluta”. Todas nuestras acciones se derivan de un discernimiento que intenta, al menos desde la experiencia de la fe, responder en obediencia al llamado de Jesús como Señor de la historia. Sin embargo, son acciones y actitudes que están mediadas por nuestros condicionamientos culturales, sociales, políticos y económicos y por nuestros prejuicios y herramientas de análisis. Por ello, son acciones y actitudes que tienen las mismas limitaciones que se derivan de tales condicionamientos y uso de herramientas.
Con todo, la lucha por la esperanza no puede esperar a que tengamos primero todas las respuestas o que poseamos unas garantías sobre el porvenir. En este sentido, el discernimiento de las comunidades de creyentes con respecto a los desafíos que le supone cultivar y dar esperanza a los demás, es un discernimiento que se hace en la confianza de que, aun cuando nos equivoquemos (y nos hemos equivocado muchas veces), la gracia del perdón es capaz de restaurar la historia. La esperanza que se anuncia y que se cultiva es una esperanza que no nace ni acaba en nosotros mismos, sino en el Hijo que libera (Juan 8, 36).
Luchar por la esperanza para que la gente experimente el poder
Dicho todo esto respecto a la lucha por dar esperanza a la gente (con su doble referencia a la libertad moderna y la libertad como promesa utópica; ligada a experiencias de liberación que nos hacen ver y querer el fin del mundo y el deseo por otro mejor; y conscientes de que nuestro papel no puede absolutizarse), diría que también es importante la cuestión del poder como experiencia y efecto de la misma esperanza.
Es importante tener presente que la esperanza no es tan solo una visión a distancia o una bonita imagen que nos atrae o nos impulsa hacia adelante. Si la esperanza se vincula con experiencias de liberación, es porque supone que hemos experimentado un poder, una nueva capacidad de autogestión, una fuerza y una inteligencia que nos hace capaces de crear nuevos caminos, otras alternativas.
El éxodo ocurre bajo esas experiencias de poder que el pueblo reconoce frente al poderío militar egipcio: el mar se abre, ellos caminan en seco y las aguas devoran al poderoso ejército que les pisaba los talones. Entonces, se lucha por la esperanza en la medida en que “podemos decir que podemos”, que asumimos una nueva agencia. La lucha por la esperanza tiene que pasar por esa experiencia de poder que dice “puedo, podemos”. Aquí, la especificidad de la invitación y el llamado del Reino de Dios en Jesús consiste en una experiencia de poder que siempre es relacional: no se trata del “yo puedo” individualista y aislado, como el hombre de la Ilustración kantiana, sino que se trata del “yo puedo en” Jesús. Yo puedo y juntos podemos en esa nueva humanidad que somos, a partir de la vida reconciliada, a partir de la nueva confianza que deriva de esa vida liberada, a partir del conocimiento relacional con Jesús, quien lo ha prometido así:seréis verdaderamente libres.
La lucha por la esperanza para la gente, como experiencia que se concreta en la vida histórica, cotidiana, se encarna en esa doble vivencia del poder colectivo de dos o tres o más sujetos, que se reconocen como parte de algo nuevo. Son experiencias que han de ser liberadoras en el cuerpo y en los nuevos vínculos, que se reconocen nuevas en la ligereza que permite ponerse de pie y caminar, y volar con otros porque, como dice el poema de Octavio Paz, la libertad es alas. Pero lo es en la experiencia histórica que desata al prisionero y que cumple, ya sin engaños ni tentaciones diabólicas, el sueño en el cual esa piedra ya es pan, porque todo vuela.
También los poetas son apocalípticos en el sentido pastoral, es decir los poetas trabajan para que la gente recupere la esperanza, pero no la esperanza en “la realidad” presente, sino en el mundo nuevo que está por venir.
[1] José Míguez Bonino, Rostros del protestantismo latinoamericano, Buenos Aires–Grand Rapids: Nueva Creación–Eerdmans Publishing, p. 30. Vale la pena citar lo que sigue diciendo Míguez Bonino: “Si la libertad es siempre –históricamente, al menos– ‘un blanco móvil’ y la liberación –también históricamente– un camino sin fin, ¿tenemos derecho a desvincular una de la otra? O más bien, ¿es posible desvincularlas sin desvirtuar la liberación que buscamos? Como creyentes, la ‘libertad’ que Jesucristo nos ofrece gratuitamente ¿no es la raíz y el sentido de nuestra participación en la historia? ¿Es posible renunciar a la ‘utopía de la libertad’ sin destruir la esperanza y quitar a cualquier búsqueda de liberación su calidad humana”, pp. 30 – 31.
[2] J. Nahún Sentíes Graham y Carlos Castillo, “La guerra en tiempos de Paz: una batalla por las letras”, pp. 64 – 65. Disponible: http://www.fundacionpreciado.org.mx/biencomun/bc159/Nahun_Catillo.pdf.
Fuente: Lupa Protestante
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