jueves, 23 de octubre de 2014

Dios perdona.


Carlos F. Barberá

Desde siempre la teología ha sido una cuestión de especialistas. Un teólogo católico había de garantizar unos estudios y, en el caso de los profesores, recibir la venia docendi de la autoridad eclesiástica. Más aún: sus libros debían obtener el nihil obstaty el imprimatur de un obispo. Si se eludían todos estos filtros o se encallaba en ellos, la pena era la pérdida de la condición de teólogo católico o en ocasiones la excomunión.

Aunque la estructura y los principios se mantienen aún hoy día, las circunstancias han cambiado radicalmente. Hoy son muchos los que se interesan por la teología sin dedicarse a ella profesionalmente. Son muchos también los que han perdido el miedo a la autoridad o simplemente no cuentan con ella. La técnica ha puesto al alcance de todos transmitir mensajes, editar, publicar. Y por si fuera poco, han desaparecido los grandes teólogos.

El lado oscuro de esta situación es la simplificación de las cuestiones, la sustitución del estudio y el debate de problemas complejos por formulaciones brillantes o incisivas. Por calificarlo de algún modo, el populismo teológico, que en definitiva dice lo que los lectores quieren oír y que es a la vez proyección de los deseos de los autores.

Me doy cuenta de que algunas de estas objeciones pueden hacerse también a la teología tradicional. También ella llegaba a los creyentes en forma de píldoras, amañada para una fácil comprensión. Dios es uno y tres personas, en Jesús hay dos naturalezas… pero detrás de esas fórmulas había un largo trabajo de pensamiento, de discreción, de ideas debatidas.

No digo que aquellas formulaciones deban conservarse sólo por el hecho de ser venerables. Su lenguaje o sus presupuestos tenían muchas veces fecha de caducidad pero lo que ahora echo muchas veces de menos es el esfuerzo, la agudeza y la astucia necesarias para entrar en los intrincados caminos teológicos. Muchos atajos modernos no llevan sino a una teología arbitraria, en versión para niños.

Se me ha ocurrido todo este prólogo porque acabo de leer una de esas formulaciones en un extenso trabajo que ha corrido ahora por diversas webs. Dice así: “Creer en la vida eterna es lo mismo que creer en Dios, con otra formulación. Creer en Dios es lo mismo que hacerse uno con el misterio original, unirse mediante el amor con el milagro original, y por tanto, a la plenitud a la que pueda llegar en nosotros el amor. En una manera teónoma de pensar no es sólo el infierno el que debe desaparecer, sino también el purgatorio con sus espúreas derivaciones, pues cuando se habla de Dios, la palabra castigo carece absolutamente de sentido, pues el amor expulsa el temor al castigo”.

Como se ve, se está hablando del tema de la otra vida, de lo que antes se llamaban las postrimerías. No cabe duda de que se trata de un asunto incómodo. A la abundante utilización en homilías y ejercicios ha sucedido un silencio vergonzante. De estos temas ya no se suele hablar y si se hace es para proclamar una amnistía universal porque de un Dios bueno no se puede esperar sino el perdón. Del Dios justiciero y vengativo se ha pasado de un plumazo al Dios comprensivo y amoroso que ya no es, como antes era, “premiador de buenos y castigador de malos”.

Pero ¿y qué hacemos con los datos bíblicos? Aparentemente, arrumbar los que no cuadran con la tesis que se defiende porque estos nuevos teólogos se han aprendido bien lo de la exégesis histórico-crítica y la desmitificación. Pero no, hay que acudir a la Biblia, no hay otro camino. ¿Y con qué nos encontramos en ella? Digámoslo en algunas formulaciones breves.

Desde la primitiva confianza en la prosperidad del justo, protegido por Dios, el pueblo judío hace pronto la experiencia de lo contrario: “No, no hay congojas para (los injustos), su cuerpo está sano y rollizo; no comparten la pena de los hombres, no son atribulados como los demás mortales” (salmo 73). Sin embargo Dios tiene que hacer justicia, no puede abandonar en la desgracia a los que confían en él. Nace así el género apocalíptico. Habrá un último día en el que se dará la vuelta a lo injusto de la historia. Al final Dios será el vengador de los justos.

Jesús el judío participa de esa mentalidad, el género apocalíptico no le es extraño: al final de los tiempos los malvados recibirán un castigo eterno. Es la imagen del Juicio final en Mateo 25, el trasfondo de la parábola del rico Epulón, el final del trigo y la cizaña.

Sin embargo las palabras y los hechos de Jesús contradicen este marco apocalíptico. Dios no envió a su hijo al mundo para condenar al mundo sino que el mundo se salve por él (Jn 3, 17) Y está sobre todo el ruego final de perdón para los verdugos: es que no saben lo que hacen.

Uno y otro panorama impiden una solución sencilla del estilo de lo que campeó hace tiempo en los coches españoles: todo el mundo es bueno. Todo el mundo tiene algo bueno y eso es lo que Dios salva al final.

Si es cierto que anuncia una salvación, la Biblia sabe de la posibilidad de la perdición y Jesús no es ajeno a esa certeza. Ya el salmo 1 conocía que hay dos caminos: uno conduce a la salvación, el otro a la perdición. ¿Va ser el mismo el destino de las víctimas que el de los verdugos?; el criminal o el explotador ¿van a salvarse sólo porque eran buenos con su amante o con su perro?

¿Conduce todo esto a la idea de un Dios vengador? No necesariamente. La oferta de Dios se hace a todo ser humano y va sostenida por su Espíritu. Quien la da cabida en su existencia entra por un camino que conduce a la vida, quien la rechaza se adentra en una senda que lleva a la muerte. “El precio del pecado es la muerte” (Rom 6, 23) Ese reino de muerte es la nada, no es una existencia en otro reino paralelo al reino de plenitud.

Cierto que todo esto, que debe analizarse con más cuidado, sobre todo lo que se refiere a la presencia de Dios en cada vida humana. Y ciertamente es una interpretación (como por otra parta toda teología) Pero creo que es más acorde a los datos bíblicos y más respetuosa con la imagen de Dios en Jesús. “Aun no se manifestado lo que seremos pero cuando se manifieste lo veremos tal cual es porque seremos semejantes a El” (1 Jn 3,2). “El Señor conoce el camino de los justos pero la senda de los malos perecerá” (Ps 1,6)

Fuente: Atrio

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