martes, 3 de febrero de 2015

Los libros proféticos.




En el Antiguo Testamento de los judíos

se hallan hombres, acontecimientos y discursos

en un estilo tan grandioso

que los textos sagrados

de los griegos y de los hindúes

no tienen nada que oponerles.

(Nietzsche).

La palabra griega lo expresa de manera contundente: un Pro-fe-thés es el que va en pro del Misterio que da sentido a la comunidad en la que habita; es un anunciador no sólo del tiempo (el futuro) sino también del sentido, es decir de la vida y la esperanza, cuando la realidad aparece caótica. Por esto, la característica fundamental de los profetas no es sólo el vaticinio futuro sino también el juicio para el presente. Y muchas veces, lo que se anuncia como futuro es una imagen para destruir el presente y construir la vida de otra manera, un volver a comenzar.

Ya en Píndaro, Herodoto, Sófocles y Tucídides, el profeta es reconocido como un anunciador y un heraldo de lo sagrado. Y es que el profeta no es sólo un fenómeno del mundo bíblico, sino también de todo el entorno mediterráneo. Podríamos hablar incluso de equivalentes en otras culturas, como las africanas, la china, y la indígena de Abya-Yala.

En el mundo hebreo, un Profeta es un anunciante, un pregonero que va delante de Dios anunciado su huella: “Una voz grita en el desierto: preparen un camino al Señor; tracen un sendero en la llanura para nuestro Dios” (Is 40,3).

La palabra hebrea para designar profeta es nabí, y suele derivarse del verbo arcádico nabü, que significa “llamar” y “anunciar”. A diferencia del mundo griego, el acento del profeta hebreo recae sobre el personaje, sacudido por el Misterio, interpelado incluso contra su voluntad y su comodidad para enfrentar a un mundo caótico y decadente. Tal experiencia refleja muchas veces la profundidad existencial de estos personajes plenos de la seguridad de Dios que a la vez naufragan en la confusión personal. Como dice el investigador judío Abraham Heschel:

La profecía no es simplemente la aplicación de normas eternas a la situación humana particular, sino más bien una interpretación de un momento especial de la historia, un entendimiento divino de la situación humana. La profecía, entonces, puede definirse como la exégesis de la existencia desde una perspectiva divina.

El termino nabí se refiere a personas de la más diversa índole: un hombre de Dios o un caudillo (Dt 33, 1), un vidente que puede descubrir relaciones ocultas o cosas futuras (1 Sam 9,9-19). Y no sólo se trataba de una labor de hombres, sino también de mujeres, como Miriam (Ex 15,20), Débora (Jue 4,4) Hulda (2 Re 22,14) y la esposa de Isaías (Is 8,3).

Es llamativo que los primeros profetas eran grupos de hombres –y tal vez mujeres- que entraban en éxtasis y en trance por medio de instrumentos musicales y comunicaban sus mensajes; como ejemplo, se destaca la experiencia que tuvo el rey Saúl entre un grupo de profetas (1 Sam 10, 5;1 Sam 19,18). Otra forma de profetas fueron los de tipo monástico que se agrupaban como seguidores de algún personaje importante, vivían con él y aprendían de su camino como por ejemplo Elías y Elíseo (2 Re 2, 3 ss, 4, 38, 6, 1). También existieron los profetas cúlticos, funcionarios en el santuario nacional, muchas veces al servicio de los reyes, muchos de ellos siendo comprados para vaticinar en favor de los poderosos (Os 8,14; Mi 3, 9-12; Jer 7,1-15; 1 Re 1, 8; 1 Re 22 24; 2 Sam 12, 1 ss, 1 Re 1).

Pero aquí nos referimos a los profetas escritores, quienes se valieron del lenguaje poético, de la narrativa e incluso de la representación dramatúrgica para comunicar su mensaje.

Poco a poco se fueron dejando atrás los éxtasis, la mántica y el énfasis en los milagros para concentrarse en la palabra como medio de proclamación y, más específicamente, en la escritura. Estos son a los que nos referimos como los escritores de los libros proféticos, los profetas clásicos.

Los profetas clásicos actuaron en tres períodos: en la época de la caída del reino del norte (hacia el 721 a. C), en la del reino del sur (hacia los años 597/87 a. C.) y en la época del destierro (hasta el 539 a. C, fecha aproximada de la caída de Babilonia). Las grandes temáticas de su proclamación fueron la crítica social (el juicio) y la esperanza (la salvación), aspectos fundamentales para reconocer a un verdadero profeta.

Como se ha dicho, hubo también muchos falsos profetas, que anunciaban a los reyes y a los poderosos lo que ellos querían que se les anunciara: paz, prosperidad, riquezas; mientras la realidad social demostraba otra cosa. Por esto los profetas escritores no fueron muy apreciados por la sociedad en que vivían, como es el caso de Ezequiel, quien se enfrentó a profetas falsos llenos de emoción que anunciaban un futuro promisorio para ganar dinero:

Extenderé mi mano

contra los profetas

visionarios falsos

y adivinos de engaños;

no tomarán parte

en el consejo de mi pueblo,

ni serán inscritos en el censo

de la casa de Israel,

ni entrarán en la tierra de Israel,

y sabrán que yo soy el Señor.

Sí, porque han extraviado

a mi pueblo, anunciando paz

cuando no había paz,

y mientras ellos construían

una pared inconsistente

ustedes la iban recubriendo de cal.

(Ez 13,9-10).

Los profetas revelaban constantemente la realidad de la riqueza desmedida sobre una pobreza excesiva (Am 3,9-11). Denunciaban que había fraudes en el comercio e injusticia en los tribunales (Miq 6,9-16), y proclamaban abiertamente que los que ejercían la autoridad con sobornos estaban traicionando a Dios (Miq 3,1-4). Por esto no es de extrañar que muchos de ellos fueran rechazados por el pueblo, se les exiliara por su forma de pensar o fueran asesinados.

Los valores positivos que proclamaban los profetas eran el derecho y la justicia (Am 5,7.24; Is 5,7; Jer 22,3; Ez 33,14-19), lo que equivale a una sociedad de iguales. Para los profetas, no se puede amar a Dios sin defender las causas de los pobres. La justicia y el amor son una exigencia de Dios mismo (Os 12,7; Miq 6,8), y no se puede prestar un culto sagrado sin antes haber sanado las brechas sociales.

Isaías es el primero de los grandes profetas, su libro es el más largo de los profetas, y el más citado en el Nuevo Testamento. Isaías fue un hombre e culto, de buena posición social, que sintió el llamado de Dios para denunciar las injusticias sociales y políticas de su época, en la ciudad de Jerusalén. La obra recoge diferentes épocas, por lo que se cree entre los especialistas que la segunda mitad del libro fue compuesto durante y después del exilio por seguidores del profeta. Su libro, cargado de profunda poesía, denuncia la angustia del pueblo y del mismo profeta frente a la política internacional, bajo la sombra del imperio asirio, cerca del año 745 AEC. El profeta convoca al arrepentimiento, al encuentro con el Misterio, mientras el pueblo se siente seducido por el poder asirio y sus dioses de guerra. Sin embargo, Isaías escribe para mostrar que la belleza del lenguaje no es capaz de contener a Dios dentro de las palabras y que al Misterio no se le puede reducir a la comparación con las fuerzas bélicas del reino vecino:

¿Quién ha medido a puñados el mar,

o mensurado a palmos el cielo,

o a cuartillos el polvo de la tierra?

¿Quién ha pesado

en la balanza los montes

y en la báscula las colinas?

¿Quién ha medido

el Espíritu del Señor?

¿Quién le ha sugerido su proyecto?

¿Con quién se aconsejó

para entenderlo,

para que le enseñara

el camino exacto?,

¿para que le enseñara el saber

y le sugiriese el método inteligente?

Miren, las naciones

son gotas de un balde

y valen lo que el polvillo de balanza.

Miren, las islas

pesan lo que un grano,

el Líbano no basta para leña,

sus fieras no bastan

para el holocausto.

Frente a él las naciones

todas son como si no existieran,

para él no cuentan

absolutamente nada.

¿Con quién podrán

ustedes comparar a Dios,

qué imagen van a contraponerle?

¿La estatua que funde el escultor

y el orfebre recubre de oro

y le suelda cadenas de plata?

(Is 40, 12-19).

El libro de Jeremías se destaca por su alto grado de dramatismo y por una fuerte crítica contra los poderes religiosos. El profeta ve cómo el pueblo se aleja de Dios, amparado por los propios reyes y sacerdotes, que se sienten cómodos sirviendo a otros dioses y reyes –que eran algo muy similar en aquella época. En el siglo VII AEC, el imperio babilonio amenazaba con invadir a Israel. Mientras tanto, el profeta estaba llamando a un nuevo tipo de relación con lo sagrado, más íntima y personal, enraizada en el corazón y no en la alianza jurídica y externa. Por esto se burla de los dioses de los imperios poderosos y sus reyes, y señala al Misterio como una personalidad mucho más poderosa y grande que los monarcas transitorios. De este libro, es característica la mezcla de crítica social con las profundas angustias que vive el profeta por no ser escuchado. El hombre se halla solo ante el mundo. Confiesa que desearía muchas veces abandonar su vocación, y sin embargo no puede escapar de la interpelación divina:

Me sedujiste, Señor,

y me dejé seducir;

me forzaste, y me venciste.

Yo era motivo de risa todo el día,

todos se burlaban de mí.

hablo, es a gritos, clamando

¡violencia, destrucción!,

la Palabra del Señor se me volvió

insulto y burla constantes,

y me dije: No me acordaré de él,

no hablaré más en su Nombre.

Pero la sentía dentro como fuego

ardiente encerrado en los huesos:

hacía esfuerzos por contenerla

y no podía.

(Jer 20,7-9).

Lamentaciones –el cual aparece en el Canon Hebreo como parte de los escritos y es incluido en el Canon cristiano como profético porque se supone que fue escrito por Jeremías- es un libro de poesía litúrgica que refleja dolor y angustia ante los horrores sociales. Los cinco lamentos de este libro son oraciones apasionadas, protestas, tristeza y grito sobre la tragedia de ver al pueblo invadido en el año 586 por el imperio asirio. Por esto el poeta elabora juegos del lenguaje con las letras hebreas y cantos funerales de un hombre que ve a su pueblo destruido.

El profeta Ezequiel presencia la ruina y la destrucción de su pueblo en la deportación a Babilonia en el 597 AEC. Es un escritor que acude a las imágenes fantásticas para interpretar la historia re-crearla desde la fe. Anuncia la ruina y el juicio, pero también proclama el nuevo reino y ve al pueblo renovado reconociendo con gozo al Señor en Jerusalén, la ciudad del templo:

Huesos secos, escuchen la Palabra del Señor. Esto dice el Señor a esos huesos: Yo les voy a infundir espíritu para que revivan. Les injertaré tendones, les haré crecer carne; tensaré sobre ustedes la piel y les infundiré espíritu para que revivan. Así sabrán que yo soy el Señor.

Pronuncié la profecía que se me había mandado, y mientras lo pronunciaba, resonó un trueno, luego hubo un terremoto y los huesos se juntaron, hueso con hueso. Vi que habían prendido en ellos los tendones, que brotaba la carne y tenían la piel tensa; pero no había espíritu en ellos. (Ez 37,4-8).

Daniel es un libro que recoge seis historias de israelitas que vivían en el exilio (caps 1-6) y cuatro visiones apocalípticas (7,1-28; 8,1-27; 9,20-27; 10,1-12,13). Abarca una narración que se extiende a lo largo de tres imperios: babilonio, medo-persa y griego. El tema que desarrolla es el drama de la historia: los imperios van y vienen y los poderosos caen de su trono, mientras que los fieles a la vida se sostienen y combaten por ella. El texto inserta, además, dentro de su narración (caps 7-12) imágenes de la literatura apocalíptica que darán paso a este género muy famoso en tiempos del Nuevo Testamento. Este tipo de literatura se concentra en narrar aspectos del pasado como si fueran a suceder en el futuro. En este sentido, es una forma de literatura que funciona como resistencia cultural de un pueblo para no dejarse dominar por los poderosos.

Oseas fue un profeta del siglo octavo AEC que experimentó en carne propia la relación con lo divino como una relación rota por la infidelidad humana. La propia esposa de Oseas se prostituyó en los cultos de fertilidad de los “pueblos vecinos” –en los cuales participaban muchos israelitas-. Pero Oseas decidió volver a enamorar a la mujer y reanudar la relación. Utilizó imágenes de la poesía cananea del amor sagrado y escribió su texto comparando la infidelidad de su mujer con la infidelidad que tuviera Israel para con su Dios. Tal infidelidad consiste en que Israel hizo alianzas políticas con Asiria y Egipto (7,8-12; 8,9s), y se olvidó de la vida en comunidad que había aprendido de sus tradiciones. Esta alianza trajo prosperidad al pueblo, pero también profundas diferencias sociales, lujo y confianza en los bienes de la tierra. Dios es presentado como un esposo amante, celoso pero paciente, que tiende la mano y espera que su pueblo le corresponda:

Por tanto, mira, voy a seducirla,

la llevaré al desierto

y le hablaré al corazón.

Allí le daré sus viñas,

y el Valle de Acor

será Paso de la Esperanza.

Allí me responderá

como en su juventud,

como cuando salió de Egipto.

Aquel día –oráculo del Señor–

me llamarás Esposo mío,

ya no me llamarás ídolo mío.

(Os 2,16-18).

El libro de Joel presenta la realidad de una terrible plaga de langostas que amenazaba los campos. En su imaginación poética las langostas se convierten en un ejército que asalta y conquista una ciudad. Ve esta situación como un juicio de Dios, y alude también a la forma en que marchan los imperios pare destrozar al pueblo. Por esto invita a una jornada de ayuno y penitencia para suplicar la compasión divina.

Amós es el libro de un campesino empoderado por Dios para dar un mensaje al pueblo de Israel, bajo el reinado de Jeroboán II (782-753 AEC), en una época de paz y prosperidad material. Pero aquella sociedad estaba enferma de injusticia social y falta de solidaridad. Por esto Amós proclamó que el verdadero culto consiste en practicar la justicia (5,21-25) y denunció las injusticias sociales, como la explotación del pueblo humilde a manos de los aristócratas:

Escúchenlo los que aplastan a los pobres y eliminan a los miserables; ustedes piensan: ¿Cuándo pasará la luna nueva para vender trigo o el sábado para ofrecer grano y hasta el salvado de trigo? Para achicar la medida y aumentar el precio, para comprar por dinero al indefenso y al pobre por un par de sandalias (Am 8,4-6).

Abdías es un profeta que se ubica en la época del exilio, en el 587 AEC. Cuando Nabucodonosor, rey de Babilonia, invadió las tierras palestinas, los vecinos de Israel, los edomitas, apoyaron al invasor, sacaron partido de la derrota y se alegraron de ella. Por esto el profeta se dirige contra el país vecino y les recrimina el hecho de no ayudarlos cuando más los necesitaban. De este modo espera una venganza divina frente al hermano que no ayudó al hermano cuando estaba en la miseria sino que se burló de él: “Aunque te remontes como un águila y pongas el nido en las estrellas, de allí te derribaré” (4).

El libro de Jonás es diferente de los otros libros proféticos en el Antiguo Testamento. No es una colección de oráculos sino una narración acerca de un profeta que vivió en el siglo VIII. Más que un evento histórico, se trata de un cuento corto, de una parábola en la que se enseña cómo Dios se interesa por el bienestar de los pueblos paganos y busca una relacionarse con ellos. Dios no es propiedad de un solo pueblo o una única religión. El mensaje es universal e inclusivo: si la tierra pagana de Nínive alcanza el perdón, ¿quién quedará excluido del amor de Dios?

Miqueas es un profeta proveniente de una aldea, y está preocupado por la economía rural, la explotación de los campesinos, el conflicto entre la ciudad de Jerusalén y el campo y la dominación de países extranjeros. Para el profeta, el culto y los sacrificios del templo están vacíos. Lo que realmente comunica lo sagrado es la justicia social. Por esto denuncia a los falsos profetas que predican para ganarse un sueldo, contra los falsos administradores de justicia y contra la acumulación injusta de riqueza de los mercaderes. Pero, como profeta visionario, anuncia con esperanza la restauración del pueblo (7,18s).

El libro de Nahúm tiene sólo cuarenta y siete versículos y un sólo tema: el juicio contra el imperio asirio, ocurrido en el año 612 AEC. Es un poeta que se apasiona con la caída del imperio y con la corroboración de que Dios es Señor de la historia, juzga a los poderosos y no es indiferente a la opresión de los tiranos. El poder político entra en crisis ante la crítica del profeta y el mensaje sagrado.

Habacuc vive en la misma época que Nahúm. A diferencia Nahúm, no se concentra tanto en el poder del imperio enemigo sino en el problema del sufrimiento las víctimas. Por esto pregunta a Dios: “¿Hasta cuándo te gritaré: ¡Violencia!, sin que me salves?” (1,2). Su texto escrito es una oración poética que muestra que ante el sufrimiento no hay una respuesta sistemática, sino más bien la confianza y espera, y la confortación de que Dios está con su pueblo en medio de las dificultades:

Aunque la higuera no echa brotes

y las cepas no dan fruto,

aunque el olivo se niega a su tarea

y los campos no dan cosechas,

aunque se acaban

las ovejas del corral

y no quedan vacas en el establo;

yo festejaré al Señor

gozando con mi Dios salvador:

el Señor es mi fuerza,

me da piernas de gacela,

me encamina por las alturas.

(Hab 3,17-19)

El mensaje central de Sofonías es el llamado de Dios al pueblo de Judá para un juicio. El tema central de su predicación “el día del Señor”, un día de cólera que traerá la gran catástrofe sobre Jerusalén a causa de la injusticia de su pueblo. El juicio es una manera de volver a comenzar. Por esto anuncia una gran purificación (3,9-13). Y destaca a un pueblo de personas sencillas y humildes que serán exaltadas por Dios.

El libro del profeta Ageo se concentra en la reconstrucción del tempo de Jerusalén, en el año 520 AEC, cuando parte del pueblo estaba retornando del exilio. El profeta comunica cuatro visiones de parte de Dios (1,1-11; 2,1-9; 2,2-19; 2,20-23) en las que se le dan detalles para reconstruir el templo. Y hace una concienzuda crítica a aquellos que viven en medio de los lujos, mientras la ciudad y el templo del Señor se hallan en ruinas, y el pueblo sigue casi como esclavo del imperio. Es un llamado a reconstruir la identidad nacional y sus símbolos para no perder la identidad.

Zacarías fue un inspirador de la reconstrucción del templo por la misma época de Ageo. En el libro, el profeta recibe ocho visiones (caps 1-7) que requieren una interpretación angélica. En estas visiones, la mayoría referidas a Jerusalén, proclama la restauración de la ciudad (2,1-5), muestra símbolos del templo renovado (4,1-7), la extirpación de la idolatría (5,5-11) y la afirmación del liderazgo de Josué (3,1-10). Anuncia y un futuro mesiánico, y anuncia una nueva era para el pueblo de Israel.

Malaquías es el último de los llamados “profetas menores” (debido a la corta extensión de estos escritos). Escribió probablemente después de la reconstrucción del templo en 516 AEC, y se concentra en enfrentar la apatía religiosa y la desconfianza del pueblo. Señala que el amor del Señor debe repercutir en el culto pero también en la vida cotidiana. Confronta a los sacerdotes y levitas que degradan el culto con ofrendas miserables y esto aboga por poner ganas y fuerzas en la purificación del templo, que es símbolo de la identidad de un pueblo que ha sido maltratado por los imperios.

Esta visión panorámica –que es simplemente introductoria- haría pensar fácilmente en la homogeneidad conceptual, religiosa o estética de los profetas escritores. Sin embargo, es importante acentuar sus diferencias sociales, notables por ejemplo entre el profeta cortesano Isaías y el campesino Amós, entre el sacerdote crítico Ezequiel y el laico Jeremías. Algunos estaban más interesados en el juicio y la destrucción de los pueblos vecinos (Abdías) mientras que otros apelan a la compasión divina y pacto de Dios con las diferentes naciones (Jonás).

Si bien todo profeta es un pro-, alguien que anuncia a favor de la vida, también es un contra-. El profeta se opone radicalmente a quienes niegan la vida para los otros. En esto, es coincidente la voz de los profetas: se sienten llamados, interpelados y sacudidos por la realidad (pro-). Dios les habla en el pueblo desterrado, en las viudas que buscan comida entre las sobras, en las ruinas. Al ver cómo los poderosos quitan todas las posibilidades de una vida plena a los más pobres, los profetas sienten un fuego interno que los convoca a hablar, y a hablar en nombre de los marginados, incluso a costa de sus propias vidas (muchos fueron amenazados, aprisionados y hasta asesinados). En este sentido, son grandes lectores de la realidad social en que viven y no dudan en oponerse a quienes se apoderan de ella para cabalgarla (contra-). Entonces, después de confrontarse con la realidad, hablan, y, por supuesto, escriben en contra de los poderes sedimentados de la religión y la política y en pro del fluir de la vida divina, que se hace carne en la práctica de la justicia:

Yo aborrezco y desprecio sus fiestas,

me repugnan

sus reuniones litúrgicas;

por muchos holocaustos

y ofrendas que me traigan,

no aceptaré ni miraré

sus víctimas cebadas.

Retiren de mi presencia

el ruido de los cantos,

no quiero oír la música de la cítara;

que corra como el agua el derecho

y la justicia como arroyo inagotable.

(Am 5,21-24).

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