sábado, 28 de febrero de 2015

Las mentes y los muros.


Víctor Manuel Márquez


"Los presos siguen siendo personas como nosotros"



Todos, después de todo, seguimos siendo hijos de Dios. Así hayamos manchado de sangre y de miedo un mundo entero


Muros de hielo dividen a los hombres. De piedra o de ladrillo, de alambrada y espino. Pero en ellos se abren las puertas para que puedan entrar mercancías y un poco de aire mientras se aguardan noticias venidas de lejos. Los muros de fábrica no son lo que parecen. Lo que hoy no puede entrar por sus puertas abiertas mañana huirá, con ellas cerradas, de dentro hacia fuera. Lo que hoy parece eterno mañana será, tal vez, un recuerdo.

Los muros de piedra dividen a los hombres pero, si el que divide vence, será también él vencido allí donde cantó victoria. Nada como un muro de piedra o de ladrillo, de alambrada y espino, para acelerar de pronto el curso de la historia.

Hay, sin embargo, otra clase de muros que no dividen, que multiplican. Los evoca, con lucidez extrema, el poeta Antonio Colinas:

"Me refiero a esos muros más sutiles
que levantan, a veces, las mentes de los hombres"

El mundo no ha podido traspasar aun estos muros porque no dividen, multiplican los mundos. Hay muchos mundos dentro del mundo. Ni la piedra ni el ladrillo los separan porque no lo necesitan. Los mundos no se necesitan y, por eso, se desconocen y desprecian. Cada uno se organiza según sus propias reglas. Ellas son, en la práctica, su religión respectiva. Que a nadie se le ocurra cambiarlas porque es imposible, fundamento del mundo al que una vez vinimos. Mitigarlas sería traicionarlas. Solo endurecerlas cabría, por ello.

Cuando Antonio se enteró de la que le podía caer encima si se aprobaban las nuevas leyes sintió un escalofrío. Llevaba en su mundo ya muchos años pero no tantos como para no echar de menos el mundo que había dejado una vez, con sus luces terribles pero con otras también muy hermosas. Mientras, fuera, en ese mundo terrible y hermoso, tan difícil de entender, había un grupo de personas enviando mensajes de felicitación al ministro que traía en su cartera las nuevas leyes. Al fin, había sido atendido el sufrimiento de las víctimas y se haría justicia. A partir de ahora podrían descansar tranquilos.

El peligroso asesino en serie cuyo nombre necesitaban olvidar -o que se olvidara, más bien, él de ellos- se pudriría en la cárcel. Antonio, que podría ser su nombre, no era ya el mismo de veinte años atrás, cuando había manchado de sangre y de miedo las calles. Pero sus víctimas, algunas de las cuales le habían perdonado, se sentían más seguras si su agresor de otro tiempo seguía entre rejas.

Luis sabía también lo que le esperaba si las nuevas reglas se endurecían como era de prever. A seres humanos sin esperanza de recuperar su libertad por haber recaído sobre ellos la pena perpetua, que ahora llaman "revisable" con todo el eufemismo del que maquillamos las buenas intenciones, ¿quién podrá impedir que pierdan la humanidad que les queda y se vuelvan fieras más torvas aún que cuando mataban?

Luis es el nombre de cualquier carcelero. Las víctimas del recluso que ahora custodia no conocen su nombre. No han necesitado conocerlo para conseguir que se les haga justicia. Luis lo comprende perfectamente. Si él hubiera estado en su lugar tampoco habría mostrado el menor interés por conocer el nombre de los funcionarios que nos permiten dormir tranquilos en nuestra propia casa. Para algo pagamos todos impuestos, ¿no?

Y, mientras Antonio y Luis piensan en su futuro respectivo o, más bien, en su falta de él, podemos leer en la prensa opiniones sobre las nuevas leyes penitenciarias. No faltan quienes nos invitan a mirar a Europa: "esto es lo que se hace ya en toda Europa", observan. En España seguimos, a lo que parece, con el complejo de recién llegados a Europa, como si lo que se hace o se deja de hacer en otros países, aun en los más avanzados de nuestro entorno europeo, fuera sencillamente lo que hay que hacer.

Y, tal es nuestro complejo de recién llegados que ni nos preguntamos si lo que se lleva haciendo ya muchos años en otros países ha dado resultado. Porque en otros países la pena "perpetua" conlleva, según los expertos, un régimen mucho más humanizado que el que unos recién llegados como nosotros intentaremos aplicar. Así de sutiles son, como exclama el poeta, los muros que levantan, a veces, las mentes humanas.

Todos tenemos derecho a vivir nuestra vida y a sentirnos seguros dentro de nuestro propio mundo. Por eso necesitamos otros, donde queden a buen recaudo todos los que nos han hecho o pueden hacernos daño. Pero hay algo que no debemos olvidar a pesar de todo: que ellos siguen siendo personas como nosotros. No tenemos derecho, por ello, a convertir nuestras reglas en religión de obligado cumplimiento. La única religión verdadera es la del amor y ella nos enseña que todos, después de todo, seguimos siendo hijos de Dios. Así hayamos manchado de sangre y de miedo un mundo entero.

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