sábado, 7 de febrero de 2015

Un Dios desnudo y hambriento.



“Pero cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria, y todos los ángeles con Él, entonces se sentará en el trono de su gloria; y serán reunidas delante de Él todas las naciones; separará a unos de otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos. Y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los de su derecha: ‘Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recibisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel y vinisteis a mí’.” (Mateo 25:31-36).

A lo largo del siglo pasado, una sucesión de experiencias de tipo carismáticas aparecieron y fueron penetrando en todo tipo de iglesias y denominaciones. Un resultado directo fue el surgimiento del Pentecostalismo como denominación pero otras “olas” desbordaron sus límites y llegaron a una masa de cristianos influenciándolos de una forma u otra, en mayor o menor medida, lo que fue interpretado como la aparición de una era nueva dentro de la historia del cristianismo.

Con nueva no se referían a que no existiera antes, ya que, se decía, era precisamente esto lo que había sucedido en el siglo I en la iglesia primitiva con el descenso del Espíritu Santo durante la fiesta de Pentecostés. Consecuentemente, el marco de atención se centró en el libro de los Hechos ya que, se argumentaba, allí se presentaba la vida de la primera iglesia y debía ser ella nuestro ejemplo a seguir.

Era el Espíritu Santo quien había abierto un tiempo de gran actividad y las promesas hechas a este respecto, desde las mismas páginas de la Biblia, tristemente habían estado escondidas o relegadas debido a la negligencia del pueblo de Dios. Ahora el cristianismo debía vivir al amparo de este Espíritu y si el inicio de la Iglesia se había producido por la irrupción sin igual de su poder era aquí a donde se debía mirar. Este poder era un bautismo, una llenura, una capacitación que antaño había hecho posible que los primeros creyentes dieran a conocer la Palabra de Dios de manera valiente y obteniendo una gran cantidad de conversiones. Esta forma de vivir la espiritualidad no era algo únicamente para el pasado. Se trataba por el contrario de la norma que Dios había querido implantar para sus redimidos y por fin, en pleno siglo XX, se había redescubierto.

Como en todo movimiento que llega, los elementos positivos se unieron a otros no tan acertados. Lo que desde el punto de vista bíblico parecía impecable no lo fue en absoluto en otro esencial. Este elemento medular fue trasladar el foco de atención de los Evangelios al libro de los Hechos. Este desplazamiento supuso un cambio en el paradigma de lo que debía ser un creyente. Si bien siempre se mantuvo que Jesús era ese ejemplo a seguir, el cristiano además debía buscar ese poder, esa experiencia de bautismo que lo asemejara a los creyentes de la iglesia pentecostal antigua. Como consecuencia los cultos se orientaron en esta dirección.

La alabanza y la adoración se llenaron de canciones que hablaban de estas experiencias; el sermón dominical seguía la misma línea. Las reuniones de oración, que se tenían entre semana, se catalogaban de éxito si alguien había recibido alguna profecía, o si alguna persona pasaba a hablar en lenguas. ¿Acaso no era esto demostración visible de que Dios se estaba moviendo entre ellos? Se formaron, además, grupos de intercesores, personas que tenían un ministerio especial en este sentido y así presentaban toda clase de peticiones al Creador en nombre de sus hermanos. Aunque nadie lo afirmaba, en la práctica ellos tenían una especial conexión con Dios, ellos eran más escuchados que el hermano que no tenía este don. Si no fuera así, ¿qué sentido tendrían estas reuniones de intercesión en comparación con la de los otros creyentes sin este “ministerio”?

Tras una llenura del Espíritu se buscaba otra; tras una experiencia de gozo en medio de la alabanza se esperaba poder repetir una similar, o mejor, en la siguiente reunión de iglesia. Si los creyentes alababan, levantaban oraciones y asistían sin falta se interpretaba que era una iglesia llena del Espíritu y ferviente, en definitiva, una iglesia ideal… pero mientras, tras esas cuatro paredes, el resto de seres humanos podían estar muriéndose de desesperación, de dolor o de hambre.

El evangelio resultante por este tsunami de olas carismáticas casi no tenía nada que decir en relación a tomar una cruz para seguir a Jesús. Parecía haber olvidado que muchas oraciones jamás son respondidas y que el cristiano no va siempre de victoria en victoria. Esta vida tiene una complejidad mucho mayor que esas peligrosas simplificaciones.

Estaban tan ocupados en vivir en base a experiencias del Espíritu Santo que no tenían lugar para hablar del Getsemaní. Habían errado en colocar el centro de atención en las vivencias de aquellos primeros cristianos registradas en Hechos. Todo su ser y estar debería haber sido la imitación de Jesús. No es a Hechos donde el cristiano debe mirar en primer lugar sino a los Evangelios. El Mesías es el Maestro y es detrás de quien debemos estar. El cristianismo es un seguimiento pateando literalmente los caminos polvorientos de este mundo perdido y no una serie de estados espirituales que te eleven a los cielos.

El texto de Mateo con el que abría este artículo está en el contexto del juicio final. Allí el Rey está juzgando a todo ser humano y no lo hace con base a experiencias, profecías o número de oraciones realizadas. Tampoco al número de conversiones conseguidas. Lo realiza teniendo presente si dimos de comer al hambriento, si calmamos la sed del sediento, si aceptamos al extranjero, si vestimos al desnudo, si visitamos al enfermo y si fuimos a ver al encarcelado. Aquellos otros a los que condena es porque no realizaron nada de lo anterior.

Ambos grupos de personas le preguntan al Rey que cuándo lo vieron en estas circunstancias ya que, al principio, es este mismo Rey el que se presenta a sí mismo como al que vieron en todas estas necesidades y lo auxiliaron o no. La respuesta: “Os aseguro que todo lo que hayáis hecho en favor del más pequeño de mis hermanos, a mí me lo habéis hecho”.

Por medio de una total contradicción en la concepción de lo que era la vida opulenta de un rey, Jesús se presenta como un monarca hambriento y desnudo. No sólo experimentó mucho de esto en su vida terrena, sino que además vivía como algo propio cualquier injusticia y quebranto que el ser humano padeciera. Esto sí que es compasión y misericordia.

Pero, una vez dicho esto, el mensaje de Jesús no se trataba de un evangelio puramente social. El Galileo entendía que sus seguidores debían actuar para aliviar tanto el sufrimiento del alma como el del cuerpo. Era una Buena Noticia que en primer lugar se dirigía al ser humano perdido en sí mismo, que permanecía sin esperanza y que necesitaba un Salvador. Y desde aquí se comprende que la Iglesia verdadera no puede estar mirándose el ombligo, sino que, por el contrario, es aquella que prepara comedores sociales o es la que envía misioneros a otros lugares. Es la que se deja sentir en su entorno, y todo ello como consecuencia de que ha conocido la redención. Esta experiencia de gracia es la que la impulsa a tomar. de sus muchos o pocos recursos, materiales y destinar una parte para comprar las medicinas de varios ancianos del asilo que está frente a su casa. Es el ejemplo de Jesús el que le impele a adquirir ropa y salir una fría noche de invierno buscando indigentes que la necesiten. Estos creyentes no pueden olvidar que ellos eran auténticos indigentes espirituales, personas rotas y desorientadas hasta que se encontraron de frente con el Sanador.

¿Por qué la iglesia llega a ser tan irrelevante en medio de la sociedad? La respuesta no puede ser otra a que ha olvidado a quién debe seguir e imitar. A aquellas otras iglesias históricas o denominaciones que creen estar centradas en la “sana” doctrina y presumen de no haberse contaminado con el sentimentalismo carismático, me temo que tampoco les ha ido muy bien al haber igualmente permanecido muy satisfechas consigo mismas.

Lo más esencial en este sentido, me temo, todavía no ha sido redescubierto por la gran mayoría de los cristianos.

“Y Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, proclamando el evangelio del reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia. Y viendo las multitudes, tuvo compasión de ellas, porque estaban angustiadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor.”(Mateo 9:35-36).

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