lunes, 15 de enero de 2018

Los pobres (y las pobres) como lugar teológico, a la luz de nuevos sentires emergentes.

BLOG de CJ CRISTIANISME I JUSTICIA

Estas Navidades he estado releyendo un artículo de Carmiña Navia, “Sentires teológicos emergentes: retos para las teólogas”[1], que en su momento me resultó muy provocador y que hoy lo sigue siendo. Su reflexión me inspira este post. Su relectura me hace consciente de la necesidad de descolonizar la teología. Hasta ahora las teólogas españolas hemos sido conscientes de la necesidad de despatriarcalizarla, pero descolonizarla es un nuevo salto al vacío. Los feminismos postcoloniales llevan tiempo retándonos a ello.

El reconocimiento de la imposible neutralidad del lugar de enunciación y de que un lugar en el mapa, un color en la piel, una identidad sexuada y construida culturalmente configura la manera en que pensamos, actuamos y concebimos las relaciones de dominación y la forma de enfrentarla, redimensiona la compresión de los pobres (y las pobres) como lugar teológico, abriéndonos a nuevas subjetividades y acentos. Hasta la irrupción y el reconocimiento de las diferencias, los pobres no tenían raza, ni color, ni sexo. Se identificaban por los aspectos socio-económicos. En la categoría pobres se incluían distintos aspectos de la marginalidad, se abarcaba la globalidad de la realidad de todas las personas que estaban fuera de los privilegios del capitalismo. Sin embargo, como no se puede detener la expresión de la diferencia, nuevos sujetos se han puesto en pie.

Por eso reconocer a los pobres hoy como lugar teológico es hacerlo como sujetos emergentes, es decir, identificando nuevas identidades que se declaran en rebeldía frente a la exclusión e invisibilidad a las que el sistema intenta reducirles y reclaman reconocimiento, participación, derechos, a la vez que aportan desde sus saberes compartidos y tradiciones elementos alternativos para hacerlo. Las mujeres, los y las desplazadas y desplazados: migrantes y refugiados, que constituyen el sujeto de la realidad de la movilidad humana por causas económicas, ambientales, políticas, religiosas, las comunidades indígenas, las personas marginadas por su orientación sexual o abusadas por la violencia patriarcal, las personas discriminadas por el color de su piel o su origen étnico son algunos de los rostros que toma la pluralidad del sujeto pobres hoy como lugar teológico. Su emergencia despierta también nuevos sentires y acentos en la teología, como reclama la teóloga colombiana.


Entre ellos la centralidad del cuerpo, la raza y el género.

El papa Francisco ha afirmado en numerosas ocasiones que los pobres son la carne de Cristo. Sin embargo, aunque el cristianismo es la religión del cuerpo, como leemos en 1Timoteo 3,14, el cuerpo ha sido el gran ignorado y devaluado a la vez que objeto de opresión y violencia en base a la jerarquización de la raza y el género. Por eso, un sentir que sigue siendo urgente para hacer teología desde el lugar teológico de los pobres y las pobres es la opción a favor del cuerpo. El cuerpo individual, el cuerpo social y el cuerpo cósmico, la tierra como cuerpo de Dios. El cuerpo es el centro de todas las relaciones, con sus necesidades físicas, psicológicas y espirituales. El cuerpo como lugar de comunión o de fractura, como lugar de respeto al otro o de humillación y abuso, como lugar de éxtasis, amor, y liberación o por el contrario de violencia y explotación.

Cuerpos marcados que llevan tatuados en la piel la violencia de las fronteras, el abuso sexual, la explotación laboral, la discriminación por ser negra o negro. Los cuerpos de las mujeres que siguen siendo concebidos en la mentalidad patriarcal dominante como cuerpos a disposición del varón e impurospara la representación de lo divino. Cuerpos violentados, discriminados por sus orientaciones sexuales o apaleadas por las fuerzas de seguridad bajo la legalidad injusta de la ley mordaza o la ley de extranjería. El cuerpo como lugar de Justicia, reconciliación, signo del Reino y resurrección. Cuerpos que vuelven a la vida tras pasar la noche de los infiernos humanos: cuerpos convertidos en campos de batalla, en botín de guerra, sometidos a tortura, hambre, pederastia, invisibilidad, trata, explotación laboral, cuerpos que son lugares teológicos, carne de Cristo.

Pero el cuerpo no es sólo cuerpo individual, sino también cuerpo social, clase, raza, cultura subalterna frete a la hegemónica que impone lo que es bello o lo que no, lo que es sujeto de derechos u objeto de explotación y de conquista. La reivindicación del cuerpo en la teología significa la valoración del pluralismo, de su diversidad, la salida de un universalismo abstracto que en realidad no es más que el universalismo masculino, blanco, y occidental, para entrar en la singularidad de cada ser humano, y situación. Significa también la superación del miedo a la sexualidad, a la afectividad y al placer y su reconocimiento como bendición de Dios.

También la tierra como cuerpo de Dios constituye un nuevo acento en la comprensión de los pobres como lugar teológico. La Madre tierra es un sujeto oprimido, expoliado, abusado, hasta el punto que el grito de la tierra es el grito de los y las pobres que nos reclaman con urgencia un cambio de rumbo, como nos recuerda Laudato Si. Todo está interconectado y es la misma mentalidad depredadora que mata la biodiversidad la que masacra pueblos y comunidades enteras generando la cultura del descarte. De ahí que un verdadero planteo ecológico tenga que ser necesariamente integral y estar vertebrado por la justicia (LS 49). La conversión a los pobres hoy no puede ser por tanto concebida si no es también desde una conversión a la tierra. Esta conversión implica pasar de una visión antropocéntrica del mundo a una visión ecocéntrica más amplia, una democracia cósmica, que sea capaz de incluir otras especies en el círculo de lo que consideramos religiosamente significativo. Para ello es necesario superar el dualismo jerárquico que divide en dos pisos la realidad primando el elemento espiritual sobre la materia y en consecuencia separando a Dios del mundo, de lo terreno, de lo concreto.

Convertirse a la tierra implica descubrir a un Dios dador de vida en y con la comunidad ecológica de especies que sostiene el fluir de la vida en toda su diversidad desde la creatividad y la sobreabundancia del Amor. La conversión ecológica significa enamorarse de la tierra como cuerpo de Dios, desarrollar una relación profunda con el dinamismo vital del cual es origen y comprometernos con él en su cuidado desde las vidas más amenazadas.

Otro sentir y acento emergente importante para resignificar el lugar teológico de los pobres es la diversidad y la interculturalidad. En la historia y más aún en la de la iglesia la diferencia ha estado vista bajo sospecha y amenaza, quizás como lastre heredado de una teología trinitaria más al servicio de un Dios todo poderoso y controlador que del Dios-Relación, comunidad de amor, que asume e integra diferencias sin asimilarlas, como nos revela Jesús en el encuentro con la mujer sirofenicia o la samaritana. Un Dios que rompe con todo exclusivismo religioso y cultural y al que se le rinde culto en espíritu en verdad, allí donde emerge la autenticidad, la transparencia, donde brilla lo más auténtico del ser humano, lo más hondo. Un Dios cuyo culto y adoración no está vinculado a un lugar físico o un espacio privilegiado sino más bien a una actitud indispensable, una posición existencial imprescindible: la honradez con lo real, la reverencia ante el misterio de proximidad en que se encarna y a hacerlo en espíritu y en verdad, lo cual es posible para cada ser humano, cada pueblo, y cultura de la tierra.

Por otro lado, la globalización y la movilidad humana nos desvelan una verdad que nos sigue costando reconocer y asumir: no somos hijos e hijas únicas ni nuestra cosmovisión es superior a otra. La identidad de un pueblo, una cultura, una religión no es una realidad estática sino dinámica y precisamente sólo en el diálogo y el tejido de las diferencias desde el entramado de la vida compartida se pueden desarrollar aspectos inéditos que las culturas, los pueblos y las espiritualidades y las personas portamos seminalmente (AD 11). Porque la diferencia es también algo que llevamos dentro. Es también lo que todavía no ha sido escuchado profundamente, mirado, acogido. Es una posibilidad por estrenarse en la danza de la vida entendida como relación e interdependencia. Por tanto la diversidad no es una amenaza para la comunión sino justo su condición. Dios es una realidad viva en el arco iris de la humanidad y del cosmos y no una verdad estática encerrada en un dogma.

Identificar a los pobres y las pobres hoy como lugar teológico desde este acento es una llamada urgente a superar el etnocentrismo, a creer que nuestra cultura y cosmovisión es el modelo, porque todas las culturas están llamadas a la conversión. Todas las culturas contienen elementos evangélicos y elementos diabólicos, es decir elementos que rompen la comunión, la fraternidad y la sororidad humana.

Por ello es necesario descolonizar la teología, la espiritualidad, la convivencia y la vida cristiana en general. Necesitamos vivir una fe más católica en el sentido más original del término, precisamente no más romana y occidentalizada, sino más intercultural. La interculturalidad es una forma de vida consciente en la que se va fraguando una toma de posición ética a favor de la convivencia con las diferencias, desde una mayor conciencia de igualdad y reciprocidad entre la diversidad de culturas, la interacción y comunicación simétrica, buscando diálogo entre iguales y sin jerarquizaciones previas. Su punto de arranque es por tanto la apertura a la pluralidad de textos y contextos considerados todos ellos como fuente de conocimiento y sabiduría.


Descolonizar la teología nos desafía hoy a:

-Repensar de nuevo la propia tradición a la luz del dialogo crítico con otras tradiciones renunciando a posturas dogmáticas

-Atrevernos a sospechar de las certezas prescritas y reconocer que la diversidad de culturas ofrecen visiones emancipadoras que son útiles en la búsqueda de nuevos modos de vida y que cada cultura tiene en si elementos valiosos que aportar y que aprender.

-Apostar por el conocimiento que emerge de las experiencias existenciales de las personas, colectivos y pueblos, es decir, reconocer y optar por sabidurías, lenguajes, símbolos que nacen del reverso de la historia y que desde la lógica del poder hegemónico se consideran periféricos, no oficiales, saberes y conocimientos compartidos que nacen del amor, la solidaridad, los sueños y las luchas comunes.

***

[1] Carmina Navia, Sentires teológicos emergentes: retos para las teólogas, Franciscanum. Revista de las ciencias del espíritu, vol. LI, núm. 151, enero-junio, 2009, pp. 21-36 Universidad de San Buenaventura Bogotá,

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