Este texto es una introducción-comentario del publicado por Juan Luis Herrero del Pozo con el título Cómo nace mi nuevo paradigma, que se puede leer al final del artículo de Héctor o, siguiendo el enlace, en la página original en que fue publicado en ATRIO el 1 de Marzo de 2008, con los comentarios que entonces se hicieron.
Los numerosos y valiosos comentarios que han surgido esta semana ante la propuesta de Antonio Duato del martes pasado indican que las preguntas sobre el más allá y el más acá siguen buscando respuestas: la trascendencia de la muerte, la vuelta a la tierra, la fe frente a lo secular, la fe religiosa, la fe plenamente humana, espiritualidad, la dimensión última de la realidad.
También aparece una resistencia general a las hipótesis y a las tesis globales, que se propugnan como nuevos dogmas. Dios no está en los dogmas sino en la realidad.
La nuestra es la realidad del siglo XXI. Cada uno es capaz de formular sus propias preguntas y contestarlas con las respuestas que va encontrando. Por esos caminos avanza la ciencia. Por esos caminos van los jóvenes valientes del norte de África y de otras partes del mundo. Se cuestiona el poder absoluto de los gobiernos, la corrupción que se extiende por todos los reductos de la sociedad, las injusticias que aplastan a los más pobres, la falta de libertad, las imposiciones de los sistemas intangibles, tanto sociales como religiosos, las ideologías, los mercados, el mundo de las finanzas.
En seguida se nota que después de habernos desprendido del bagaje teológico del pasado, nuestro lenguaje sigue anclado en lo que quedó atrás. No hemos tenido tiempo de adaptarlo a los tiempos nuevos. De ahí nuestras dificultades al leer el Evangelio de de Marcos, por ejemplo, y nuestra manera de expresarlo: “Tanto los conceptos de fe, secularidad, vida eterna, trascendencia… como los criterios arropados bajo ellos pertenecen más al discurso teológico que al pensamiento de Jesús”, como dice Salvador Santos.
Es aquí donde yo veo útil el discurso de Juan Luis Herrero del Pozo y en particular este escrito de 2008 que incluimos para discusión. Juan Luis nos habla de la teología que él aprendió utilizando su terminología propia pero devolviéndonos su contenido auténtico envuelto en un lenguaje más apto al hombre de hoy. Un generoso esfuerzo que le queremos agradecer una vez más.
La realidad es el punto de partida y el camino.
Al marchar a las misiones Juan Luis se describe como un experto en Dios a quien “sobraban conocimientos para enseñar a cualquiera”. Adquirió su bagaje teológico “a caballo entre África y Roma, siete largos años consagrados a la ciencia que trata de Dios, la Teo-logía”. En ese equipaje, lamentaba él, faltaban conocimientos de otras culturas o saberes y faltaba una comprensión de la situación política, económica y social de aquellos a quienes iba a evangelizar.
En África se dio cuenta de que había algo que no encajaba. Así describe él esta experiencia: “El Tercer Mundo no necesita convertirse a ninguna religión, sino profundizar la propia, recuperando su dignidad, superando sus carencias, viviendo su autonomía, y más básicamente, disponiendo de salud… se requiere una política que vaya a la raíz de los males, el sistema capitalista que ha generado desigualdad y exclusión entre las clases sociales y entre los pueblos”. (Religión sin Magia, p. 40)
Se dio cuenta de que el mundo de hoy ya no está a gusto con el sitio en donde se había colocado a Dios a lo largo de la historia. ¿Se podría imaginar un Dios en el cielo ajeno a los problemas de una humanidad en la que el 98 por ciento de los más pobres viven de las sobras del otro 2 por ciento más opulento, que se guardan para ellos solos un 50 por ciento de la riqueza total? Si se trataba de un Dios providente que todo lo controla y dirige para el bien general, había que coger a ese Dios donde lo hubieran escondido y ponerlo en un nuevo sitio. Lo malo era que a ‘dios’ no había quien lo encontrara por ninguna parte.
Su experiencia misionera en el Tercer Mundo africano y su trabajo de evangelización terminó transformándose por completo, adquiriendo allí una profundidad humana más radical e integradora. Esto le llevó a su verdadera vocación: la conversión al mundo, a la secularización. Esto le ponen en contacto directo con el Dios Presente-Ausente, el único acto real de fe, el salto vital a la trascendencia desde lo secular: el Dios de todos los hombres, sin fronteras ni exclusiones.
Juan Luis trató de echar abajo el tinglado de la pretendida trabazón científica del lenguaje teológico. Todo estaba basado en un principio fundamental: “Dios ha hablado a los hombres y nos ha dicho cómo es”. De ese postulado se desprendía todo lo demás.
Había que repensarlo todo comenzando por lo que nos es común a cualquier humano, “el Dios bueno del Tao, del Buda, de Abraham, de Jesús, de Mahomed, de Mâhatmâ Gandhi, de Oscar Romero”. Por eso se pregunta: “¿Qué es Dios para mí?… El salto hasta la Trascendencia desde la capacidad de pensar, don básico de Dios, es el único acto de fe propiamente dicho”.Cuanto más le ganaba el espíritu crítico, más firme era su fe en Dios. Ya no tenía sentido seguir separando lo temporal y lo eterno, lo profano y lo sagrado, lo secular y la fe. “La realidad es el camino”, repite él insistentemente. Cada ser es un reflejo de Dios y cada ser humano puede encontrase con él en sí mismo.
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Cómo nace mi nuevo paradigma
Por Juan Luis Herrero del Pozo
No creo constituir ningún caso excepcional si digo que nunca he tenido ninguna duda de la existencia de Dios. Esta duda equivaldría para mí a aceptar que el cosmos que habitamos carece de sentido. Nunca me ha asaltado esta tentación ni por consiguiente he podido consentirla. El sentido del mundo y de su historia es el reverso de la existencia de Dios. No he dudado ni siquiera en esos momentos oscuros en que la persona parece palpar la monstruosidad del mal o siente hundirse en el desfallecimiento y el dolor. La idea de Dios coincide con el despertar de mi conciencia y es como el libro blanco en el que se ha ido escribiendo mi vida. Creo que es una suerte porque bien podría no haber sido así. Por eso no se me ocurre atribuir mérito alguno a esta realidad, no más que a la certeza de que luego va a amanecer. En algún sentido la convicción de que Dios existe me parece ser como la trama del tejido de mi vida, aunque es claro que mi ‘idea’ de Dios no es hoy la de mi primera comunión.
La convicción de que Dios es una realidad pese a no ser una evidencia me resulta, sin embargo, algo tan espontáneo que no sabría decir por qué vía se podría producir su evanescencia. No creo que ocurriera por trampas de la razón porque ésta, bien al contrario, me ha servido de gran ayuda
Dios me resulta tan obvio que, habiéndose disipado en mi vida tantas viejas creencias, incluso religiosas, alguien me podría interpelar: Conforme, pero ¿qué es Dios para ti? La pregunta tiene su malicia porque bien podría ser Dios o un patrón innato de la inteligencia o una rutina del pensamiento sin que girase mi vida entorno a él. Pero algo me resulta claro: si Dios dejase de ser un valor existencial para quedarse en abstracción…por ahí sí que peligraría mi fe. En definitiva, cuando se actúa al margen de lo que se piensa se acaba pensando como se actúa.
¿Qué es Dios para mí o, más prudentemente, qué entiendo yo por Dios? Ciertamente hoy no es una abstracción. Si alguna vez lo fue no lo es sin duda hoy, a partir de un cierto día del verano de 1985 en que lloré al caer en la cuenta de lo mucho que había tardado en descubrir su proximidad casi apabullante. Aquel día sentí con meridiana claridad que en adelante sería el Imprescindible. No voy a hacer el recorrido de la incidencia de Dios en mi historia por más que el dato experiencial es lo único decisivo. Pero supuesto que no dejo de dar vueltas a lo que llamo nuevo paradigma, algo habré de hablar de Dios como clave de bóveda de mi cosmovisión. Tanto más que siendo cristiano mi fe en Dios, y Dios Padre-Madre, es la única fe en que se asienta todo el resto. Después de esta fe no encuentro base alguna para ninguna otra asentada en una autoridad cualquiera como en la generalidad de los cristianos ocurre en virtud de la pretendida revelación histórica de Dios. El salto hasta la Trascendencia desde la capacidad de pensar, don básico de Dios, es el único acto de fe propiamente dicho que reconozco sin ninguna duda. Con lo cual no hago de menos, por supuesto, al acompañamiento en mi vida de tantos testimonios vitales de hombres y mujeres creyentes explícitos o anónimos. Mi fe es así algo muy simplificado, Dios y la construcción de ese otro mundo posible que Jesús llamaba el Reino.
I “SÓLO DIOS BASTA”
Después de más de medio siglo de navegación de cabotaje por las costas y puertos teológicos de diverso tipo, tuve que comenzar de nuevo: lo estudiado era una ruta errada; pero al menos me había servido para caer en la cuenta de la tupida red de aporías que se desmoronaban. Reanudé la reflexión con el máximo cuidado y precaución: debía mejorar métodos y estar precavido ante ciertas encrucijadas engañosas. ¿Fueron años perdidos? Nunca es tiempo perdido desmontar un tinglado y prevenir a otros que, a la larga, han hablado de sentirse igualmente liberados.
I.1 ¿Es tanto lo que sabemos de Dios?.
Hoy no es novedad entender al Dios objeto del conocimiento como una paradoja. Siempre se ha dicho que era un Misterio pero a fe mía lo mucho que ha cundido lo poco que podíamos saber de ese gran misterio. De entrada, prestemos atención a la paradoja que se observa en el fenómeno de su conocimiento. Si se escucha a aquellos que parecen ser más entendidos en el conocimiento de Dios por serle los más cercanos, los místicos de cualquier religión o espiritualidad, se observa en ellos un elemento común cuando hablan del conocimiento de Dios. Coinciden con insistencia en que es INDECIBLE. Cuando intentan balbucear, pese a ser avezados teólogos, lo que ellos experimentan respecto a una realidad que les resulta tan escurridiza, parece como si, cuanto más de cerca lo tratan y lo viven, menos encuentran palabras. Sería casi más exacto decir que les sobran conceptos y palabras.
A tal comportamiento los eruditos han llamado ‘apofatismo’ para subrayar que Dios es in-decible. Y para decir algo de Dios echan mano de la poesía o del simbolismo. Es la llamada teología negativa, en el sentido -y esto es de suma importancia- de que de Dios es más acertado decir lo que no es que lo que es.
En el otro extremo, el tan occidental de la hybris parlanchina sobre Dios, son toneladas de libros los que se han publicado sobre el tema: su textura interna o ad intra (tres personas y una naturaleza), sus atributos, su actividad externa o ad extra, sus portentosas intervenciones en la historia de los humanos, su especial atención y mimo al único pueblo elegido en millones de años, sus incesantes revelaciones y el cese total de éstas con el acontecimiento Jesús, la privilegiada institución elegida para prolongar su testimonio, la permanente actividad sacramental y no sacramental de su Espíritu…He vivido inmerso en esta cosmovisión y empapado de ella. Dios casi había llegado a ser el más notorio actor de la historia y su nombre tan socorrido que mediante jaculatoria o blasfemia era imprescindible para subrayar cualquier hecho o estado de ánimo de un mínimo relieve.
¿A qué carta quedarse entre el Dios familiar y cotidiano (hacendoso aunque siempre huidizo) y el que no se puede nombrar? Reconozco que me extrañó la primera mención que oí del apofatismo, del Dios inefable. Acostumbrado a oír decir “palabra de Dios” miles de veces en la liturgia cristiana ¿cómo se podía asegurar que de Dios no sabíamos nada?
¡Ah, la Palabra de Dios! Mi cultura no sólo era un barboteo de alusiones a Dios sino que me fui formando en la convicción de que si algo era seguro era la presencia invasora de Dios en el mundo. Paradójicamente hoy pienso lo mismo… y todo lo contrario.
Porque Dios había hablado exhaustivamente en múltiples ocasiones. Su conocimiento era inagotable.
Para entender lo que había dicho Dios tuve que estudiar tres años de filosofía además de latín, griego y hebreo. Y luego, a caballo entre África y Roma, siete largos años consagrados a la ciencia que trata de Dios, la Teo-logía. Con lo cual se suponía que, sin apenas conocimientos de otras culturas o saberes, yo era un experto en Dios y me sobraban conocimientos para enseñar a cualquiera, que, por cierto, es a lo que me dedicaron.
El gran descubrimiento de aquellos años fue que la teología más que de verdades teóricas se ocupaba de la “historia de la salvación” de la que Dios mismo era el principal artífice.
Yo había entrado enteramente en el juego. Por lo demás una vez rotundamente asentado que Dios era un Misterio ¿quién iba a oponerse a dejarse succionar literalmente por los expertos del misterio, por la autoridad de los doctores y jerarcas por él elegidos para gestionar esa tupida urdimbre de conceptos, definiciones, axiomas, abstracciones, rotundos asertos, refinadas elucubraciones, pruebas de toda índole, dogmas, ritos meticulosos, leyes, preceptos minuciosos, cánones, sacramentos, estructuras eclesiales piramidales, etc. etc. Tan bien entré en el juego que me descubrí pidiendo en mi embajada española unos documentos de Ottaviani que en temas de libertad religiosa y de relaciones iglesia-estado el ilustre cardenal del Santo Oficio presentaba el caso español como paradigmático. ¡Por todos los cielos, que buen Torquemada se perdió la Iglesia al no seguirla por ese camino! Moderaré mis recuerdos y abreviaré.
I.2 Pensando por mí mismo
Todo aquello hizo crisis… apenas inicié un conato de investigación personal. Primero fue sobre la “salvación de los infieles”… Pese a estar preparándome como misionero no abandoné este tema mientras no descubrí resquicios en el magisterio para una interpretación más magnánima del status de los pobrecitos infieles que, aunque yo no llegase a tiempo, se estaban salvando de mil maneras.. Y así con varios otros temas.
El golpe de gracia a mis seguridades dogmáticas me vino por la historia, la de los dogmas y la de la iglesia. Esto último asentó un golpe fatídico a la credibilidad institucional y magisterial. La historia de los manuales (la que hoy conoce todavía el pueblo) era un burdo engaño o, como poco, un descarado barrer para casa como en la historia de España de la dictadura. Junto a la historia llegaron mis primeros descubrimientos bíblicos. ¿Dios actor de la historia? Sobre todo en el Antiguo Testamento, tan ‘inspirado’ como el Nuevo, había que echarle ganas para descubrir a un Dios bueno en medio de luchas tribales, intrigas palaciegas, sangrientas matanzas, acumulación de traición y engaño, abusos de poder, persecución de profetas, alianza con los imperios, acumulación clerical de dinero y prestigio, medias verdades o verdades contradictorias, triquiñuelas legales y un interminable etcétera. Si Dios era el principal actor no es que hubiese tenido mucho éxito. La Biblia, además de no ser historia, tenía más bien poco de sagrada. Con la historia de la iglesia, de los dogmas amén de la nueva hermenéutica bíblica se me desmitificó del todo la imagen de mi religión.
I.3 “Sólo Dios basta”
Relativizadas mis creencias en tantos frentes mi cosmovisión religiosa hacía agua por todas partes. Dios, no obstante, permanecía intacto. Más que nunca descubrí que era mi roca. Sí, no sé si contra toda lógica, Dios se había movido poco de su puesto central y absoluto. ¡Cuidado con el racionalismo! nos ponían en guardia los pastores. Pero yo fui descubriendo que cuanto más me ganaba el espíritu crítico, más firme era mi fe en Dios. La propia ciencia me ayudaba exigiéndome no confundir planos y respetar métodos. En cualquier caso, Dios y Jesús formaban en mi corazón un tándem indiscutible, nunca cuestionado por más que la teología tradicional dificultara la articulación entre ambos. Lo que ya no me encajaba era que Dios se hubiera revelado tan cabalmente sólo a los cristianos y aún menos en tan privilegiados grado, medida y claridad. Porque si Dios era un Misterio, el caso del misterio de Jesús no es que aclarase las cosas. Tampoco me preocupó en exceso. Por decirlo brevemente: si me barrieran de sobre la colina vaticana todos los edificios, basílica, jardines, plazas, museos, dicasterios, bibliotecas, encíclicas, palacios, papa, cardenales y monseñores…entonces aparecería firme y granítica la roca de Jesús y del Dios de mi infancia más sólidos que nunca. Pero bien ardua y delicada era la tarea que me aguardaba: retejer la manta entera desde otro extremo y con otros hilos. Ya he advertido que, bien que en la experiencia espiritual de Dios del año 85 el Maestro de Galilea no había estado presente, su portentosa grandiosidad acabó ganándome cuando la descubrí tan sencilla, humana, coherente y subversiva. Gracias a la Teología de la Liberación y pese a los chanchullos de los grandes concilios cristológicos y a las elucubraciones infumables de la indigesta escolástica. Sin saber todavía cómo equilibrar o superar contradicciones, lo que sí presentía era que el testimonio rotundo de Jesús era una construcción en piedra de sillería, pendiente sólo de limpieza. Y lo que se me imponía con contundencia era que el único Dios estaba al alcance de todos los humanos y que, para lograrlo, nos había dotado sin recelo de la bella capacidad de pensar, conmovernos y amar. Nuestra mente podía dar todavía mucho de sí. ¿Por dónde empezar?
Pronto pensé (gracias, por cierto, a Vigil): habrá que comenzar por lo que nos es común a todos los humanos, el Dios bueno del Tao, del Buda, de Abraham, de Jesús, de Mahomed, de Mâhamâ Gandhi, de Oscar Romero… Arrancando igualmente según he dicho del instrumento común a todo el mundo, la capacidad de pensar. En un proceso lógico de mente abierta a todas las verdades y a todos los testigos; y con los pies sólidamente plantados en la madre tierra y en sus realidades más sencillas, desde los prados y los pájaros hasta ese cerebrito de mi nieto que maneja palabras nuevas, pizarra y tizas, trajín de pegatinas, sonrisa o ceño, yogur y persecución de palomas: portentos todos que transparentan a Dios. Sin interrumpir, pues, la contemplación interior que saborea el silencio y la profundidad de las cosas, vamos a hacer un ejercicio de ascesis interior ciñéndonos a lo más nuclear de la capacidad de pensar: las grandes preguntas sobre el mundo y sobre nosotros mismos.
I. 4. La realidad, único camino.
No siento la necesidad de llegar tan lejos como Descartes. No dudo de la existencia de las realidades que me rodean ni de una suficiente capacidad de conocerlas del ser humano. Pues bien, sólo desde este entorno amplio de cuanto rodea mi existencia puedo partir para descubrir algo sobre Dios. Es decir no conozco ninguna otra plataforma que me dé acceso a él si existe. Por eso me veo constreñido a preguntar a las cosas por su origen y sentido. Si no me equivoco tales preguntas son de siempre y no prejuzgan la respuesta. Pienso incluso que las realidades que nos rodean pueden conducirnos a Dios o bien obstruirnos el camino si las tratamos como ídolos. Pero ellas siguen ahí con sus preguntas y en algún momento de nuestra vida nos llega su invitación al diálogo: ¿qué esperamos de ellas? ¿acaso sólo la satisfacción de un momento? ¿tal vez la felicidad total? El desencanto no tarda en llegar. Puede que su cometido sea ése, no poder colmar nuestra necesidad de felicidad sin límite. Puede que su papel sea más modesto, inducirnos a preguntarnos por el sentido. ¿Tienen algún sentido? ¿Y nosotros? ¿Tenemos algún sentido o somos caminantes sin rumbo? La respuesta no es obvia. Tal vez la mayoría no se hacen ninguna pregunta o se resignan a que no haya respuesta. Cada ser humano es un misterio. Y lo cierto es que no escasean quienes, en un momento de la existencia, se ven impelidos a detenerse y prestar oídos a interrogantes profundos y persistentes ¿Para qué estamos aquí? Es evidente que no es una pregunta ficticia la que se repite una y otra vez, de uno u otro modo, a lo largo del tiempo, en todas las literaturas. Respeto la respuesta que proclama el no-sentido y el absurdo. Pero decididamente no es la mía.
Decididamente nunca ha sido la mía. Digo lo mismo que de mi creencia en la existencia de Dios. Son realidades cómplices la de creer en Dios y en las cosas, a lo que pienso. Y es bastante coherente que así sea. Porque creo que las cosas y yo mismo “no estamos simplemente ahí” ni que nuestros anhelos hondos sean una “pasión inútil”; por eso no me ha cabido nunca en la mente que Dios esté de más en el horizonte vital.
De Dios apenas sabemos algo. Ni siquiera tenemos la certeza de que él haya hablado a algún profeta para disipar nuestras tinieblas. Pero un hecho parece imponerse: todas las culturas aseguran que si las cosas son con frecuencia hostiles también son cómplices en nuestro camino y nos hablan de Dios. Ninguna voz de ningún profeta me aportaría más certeza que la de mi propia facultad de pensar y sentir. Y por ello mismo me ha encantado siempre Francisco de Asís golpeando suavemente las florecillas quejándose de que hablaban demasiado alto.
La pregunta se ha formulado mil veces: ¿Pudo no haber existido cuanto existe? ¿Existe este mundo por necesidad? ¿Encierra en los últimos pliegues de su ser la necesidad de ser o pudiendo no haber existido apunta su ser contingente a Algo o Alguien más allá de sí mismo? ¿Es el cosmos una realidad incurvada sobre ella misma, precaria y cerrada? ¿Está nuestro espíritu condenado a la precariedad y a una eterna insatisfacción? Y en una perspectiva incluso más radical: cuando la hostilidad cósmica se desata y, sobre todo, cuando al pobre marginal se le arrebata el pan y la misma vida ¿tendrán la fatalidad inerte de los elementos o la maldad consciente del verdugo apenas humano la última palabra? Miríadas de pobres seres humanos que en millones de años de historia han penado cruelmente doloridos ¿harán verdad la blasfemia de un definitivo y desesperado “Padre ¿por qué me has abandonado?” ¿Realmente vivimos una historia cruel y absurda?
Nadie puede dar respuesta a tales interrogantes con la evidencia de una luz cegadora. Tan posible es la respuesta del no sentido como la del sentido. Aunque tengo para mí que la segunda es más dinamizadora. O estamos irremisiblemente mal fabricados los seres humanos o la esperanza utópica abre más caminos de vida que la conformidad fatídica. Por fortuna, parecen ser legión quienes apuestan por el sentido y por la trascendencia de lo empírico. No obstante, lo más definitivo será siempre el empeño eficaz por que la esperanza salvadora se haga carne y sangre en los más carentes de pan y de amor.
Cualquiera está intuyendo que al dador de sentido y esperanza lo hemos llamado Dios. Sabremos poco de él pero su simple presencia ausente o callada ilumina la realidad entera de un mundo que sin él sería una nave sin destino.
Fuente: ATRIO
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