Por Susana Merino.
Buenos Aires.
Hace ya muchos años, cuarenta, cincuenta, sesenta, no sé tantos o más que los que tengo que los grandes gurúes de la economía nos habían venido prometiendo que la copa desbordaría y que todos seríamos felices y comeríamos perdices… ¿Cuántas generaciones han pasado “sobre” los puentes, esperando, confiando, creyendo que el prometido crecimiento económico alcanzaría para que todos pudiéramos disfrutar de una vida digna? ¿Cuántas generaciones deberán aparecer y extinguirse todavía si seguimos alentando esa falacia?
Aunque la torta esté llegando a los límites de un crecimiento que le está imponiendo forzosamente la naturaleza, el afán por hacerla cada vez más grande lo ignora y nada tiene que ver, como dice el economista chileno Manfred Max-Neef (1), con la “justicia social” sino que lo que buscan empresarios, políticos y gobernantes es “seguir manteniendo la misma proporción que les fuera otorgada por el sistema” aunque tienda a evidenciarse cada vez más una reducción de la parte de la torta correspondiente a los más pobres.
Nada cambiará mientras no nos decidamos a comprender que la solución está en, cito nuevamente a Max-Neef “pasar de la mera explotación de la naturaleza y de los más pobres del mundo a una integración e interdependencia creativa y orgánica” de “un gigantismo destructivo a una pequeñez creativa”
Existen ya muchos y variados síntomas de que tanto la humanidad como la madre tierra están buscando un equilibrio largamente amenazado por la codicia, la sobreexplotación, el sometimiento de los más débiles y aunque algunas manifestaciones naturales como los terremotos, las erupciones volcánicas, los huracanes no sean producto directo de la intervención humana son voces de alerta que nos recuerdan que nuestra suficiencia, nuestra soberbia son nada frente a la potencia oculta de la naturaleza y a su potencial hartazgo por el maltrato a que venimos sometiéndola desde hace varios siglos.
Cuando hace ya poco más de veinte años el Consenso de Washington estableció las reglas aún vigentes con que el neoliberalismo orientó e introdujo sus políticas en casi todo el mundo, no hubo la menor mención sobre las probables consecuencias que esas directivas acarrearían a la sociedad ni al planeta:
Disciplina fiscal, Reordenamiento de las prioridades del gasto público, Reforma Impositiva, Liberalización de los tipos de interés, Cambio competitivo. Liberalización del comercio internacional, Liberalización de la entrada de inversiones extranjeras directas, Privatización, Desregulación, Derechos de propiedad.
Este simple enunciado pone en evidencia que nadie recordó ya “el derrame de la copa”, que nadie mencionó que el objetivo fundamental, el crecimiento sostenido, redundaría en beneficio de los países y de las comunidades más pobres, algo inimaginable desde luego, por cuanto ese conjunto de directivas estaban orientadas a desregular el mercado laboral, a entregar la explotación de los recursos naturales de los países subdesarrollados a las empresas transnacionales, a reducir los gastos de los estados en políticas sociales, poniéndolas bajo la instrumentación y el control de dos grandes organizaciones burocráticas supraestatales el F.M.I. y el Banco Mundial.
Y ya que el derrame de la copa de la riqueza no solo no se ha dado espontáneamente sino que por el contrario se han establecido condicionamientos para que eso no suceda, pareciera que el mundo, el mundo sometido, el mundo marginado, la humanidad desplazada de su propio suelo ha decidido desde hace ya más de una década, desde Seattle en 1999, para ponerle una fecha, tomar al toro por las astas y comenzar a desarrollar tareas de concientización, de movilización, de convocatorias, de análisis, de diagnóstico y de propuestas para poner en marcha una verdadera ¿evolución?, ¿revolución? .
Para mí allí reside el problema. Ya nadie, salvo quienes empecinadamente ciegos pretenden conservar sus privilegios, puede negar la proximidad de grandes cambios que incluirán la moral, la ética, la política, la ecología, la economía… Sobre todo estas dos últimas tendrán que recordar su raigal parentesco y marchar juntas nuevamente hacia un destino común para pasar como dice el teólogo brasileño Leonardo Boff de la era tecnozoica a la ecozoica, “manteniendo los ritmos de la Tierra, produciendo y consumiendo dentro de sus límites y poniendo el principal interés en el bienestar humano y en el de toda la comunidad terrestre”. Porque de mantener sus actuales desacuerdos estaríamos frente a esa temida catástrofe planetaria que predicen los más tremendistas.
Yo creo que la humanidad no tiene vocación suicida y que más temprano que tarde encontraremos los caminos que nos conduzcan hacia esa transformación que de alguna manera nos anticipa Edgar Morin cuando dice que “debemos llegar a una metamorfosis post histórica a una civilización planetaria cuya forma es imposible prever”
Las actuales insurrecciones populares de los países árabes, las todavía tímidas manifestaciones de estudiantes y de trabajadores en Wisconsin y Ohio (EE.UU.), las incontables reacciones populares frente a la destrucción ecosistémica que producen los emprendimientos mineros a cielo abierto en todos los países del área andina, desde Centro América hasta la Patagonia, las reacciones populares en la misma Europa frente a la desocupación y la reducción de los beneficios sociales, son todos síntomas, indicios, anticipos de una toma de conciencia que irá globalizándose gradual o aceleradamente. Pero que pareciera estar decididamente en marcha.
¿Evolución o revolución? Quisiera apostar por una evolución consciente y aceptada porque no todas las revoluciones terminan exitosamente o generan los cambios necesarios pero por sobre todas las cosas porque en las revoluciones la sangre la ponen siempre los más débiles, los más pobres, los más necesitados aquellos a quienes en primer lugar deberían alcanzar los cambios que soñamos.+ (PE)
(1) Manfred Max-Neef “ La economía descalza” Editorial NORDAN, 1986.
PreNot 9396
Fuente: ECUPRES
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