Juan José Tamayo, 09-Junio-2012
La Fundación Siglo Futuro de Guadalajara organizó el 6 de junio de 2012 un debate Recordando a José Saramago (1922-2012). Premio nobel de literatura. En él Juan José Tamayo tuvo una intervención con el título Saramago: Dios, silencio del universo. Sabemos que es un texto demasiado largo para un post normal. Pero tiene mucho que ver con temas recientemente discutidos en ATRIO. Y en el fin de semana tal vez haya espacio para más lectura, si nos abstenemos de angustiosos telediarios y transmisiones deportivas…
Saramago, buen samaritano
Durante los últimos cinco años de la vida de José Saramago tuve el privilegio de disfrutar de su amistad, de compartir experiencias de fe y de increencia, de solidaridad y de trabajo intelectual, en total sintonía. A la hora de reflexionar sobre su personalidad, la primera imagen que espontáneamente me viene a la memoria es la parábola que en la tradición bíblica conocemos como “El buen Samaritano”, que narra el evangelio de Lucas de esta guisa:
“Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y lo asaltaron unos bandidos; lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon dejándolo medio muerto. Coincidió que bajaba un sacerdote por aquel camino; al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Lo mismo hizo un clérigo que llegó a aquel sitio; al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó a donde estaba el hombre y, al verlo, se conmovió, se acercó a él y le vendó las heridas, echándoles aceite y vino. Luego lo montó en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente sacó dos denarios de plata y, dándoselos al posadero, le dijo: ‘Cuida de él, y lo que gastes de más te lo pagaré a la vuelta’. ¿Qué te parece? ¿Cuál de éstos se hizo prójimo del que cayó en manos de los bandidos?’, preguntó Jesús. El jurista que le había hecho la pregunta contestó: ‘El que tuvo compasión de él.’ Jesús le dijo: ‘Pues anda, haz tú lo mismo’” (Lc 9,29-37).
Esta parábola es, sin duda, una de las más severas críticas contra la religión oficial, leguleya e insensible al sufrimiento humano; una de las denuncias más radicales contra la casta sacerdotal y clerical, adicta al culto y ajena al grito de las víctimas, y uno de los más bellos cantos a la ética de la solidaridad, de la compasión, de la projimidad, de la alteridad, de la fraternidad-sororidad. Una ética laica, en fin, no mediada por motivación religiosa alguna. El sacerdote y el levita, funcionarios de Dios, pasan de largo, peor aún, dan un rodeo para no auxiliar a la persona malherida. El samaritano, que estaba fuera de la religión oficial y era considerado hereje por los judíos, aparece, a los ojos de Jesús y del propio jurista, como ejemplo a imitar por haber tenido entrañas de misericordia. Por su comportamiento humanitario, el hereje se convierte en sacramento del prójimo; por su actitud inmisericorde, el sacerdote y el levita devienen anti-sacramento de Dios: es la religión del revés o, si se prefiere, la verdadera religión, la que consiste en defender los derechos de las víctimas, caminar por la senda de la justicia y seguir la dirección de la compasión. Así entendieron la religión los profetas de Israel, los fundadores y reformadores de las religiones.
El “factor Dios”
Saramago siempre se declaró ateo, y desde su ateísmo fue un crítico impenitente de las religiones, de sus atropellos, de sus engaños, sobre todo de las guerras y cruzadas convocadas, legitimadas y santificadas por ellas en nombre de Dios: “Una de ellas (de las muertes) –afirma–, la más criminal, la más absurda, la que más ofende a la simple razón es aquella que, desde el principio de los tiempos y de las civilizaciones manda matar en nombre de Dios… Ya se ha dicho que las religiones, todas ellas, sin excepción… han sido y siguen siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales que constituyen uno de los más tenebrosos capítulos de la miserable historia humana”. Con la historia en la mano, ¿quién va a negar tamaña verdad?
Pero la crítica de Saramago va más allá, y llega al corazón de las religiones, a Dios mismo, en cuyo nombre, afirma, “se ha permitido y justificado todo, principalmente lo peor, lo más horrendo y cruel”. Y pone como ejemplo la Inquisición, a la que compara con los talibán de hoy, califica de “organización terrorista” y acusa de interpretar perversamente sus propios textos sagrados en los que decía creer, hasta hacer un monstruoso matrimonio entre la Religión y el Estado “contra la libertad de conciencia y el derecho a decir no, el derecho a la herejía, el derecho a escoger otra cosa, que sólo eso es lo que la palabra herejía significa”. Esta denuncia de Dios se sitúa dentro de las más importantes e incisivas críticas de la religión de anteayer, como la de Epicuro y Demócrito, la de Jesús de Nazaret y el cristianismo primitivo, de ayer, como la de los maestros de la sospecha, y de hoy, como la de los científicos.
Mas, aun cuando piensa que los dioses sólo existen en el cerebro humano, al premio Nobel portugués le preocupan los efectos del “factor Dios” –título de uno de sus más célebres y celebrados artículos–, que está presente en la vida de los seres humanos, creyentes o no, como si fuese dueño y señor de ella, se exhibe en los billetes del dólar, ha intoxicado el pensamiento y abierto las puertas a las más sórdidas intolerancias. “Factor Dios” en el que se convirtió el Dios islámico en los atentados contra las Torres Gemelas al grito de “muerte a los infieles!” de Osama Bin Laden.
Junto a la crítica de la religión, de Dios y del “factor Dios”, cabe destacar el sentido solidario de la vida que caracterizó a Saramago. Desde la filantropía y sin apoyatura religiosa alguna, fue el defensor de las causas perdidas, algunas de las cuales se ganaron gracias a su apoyo. Cito sólo tres, de entre las más emblemáticas. Una, era la solidaridad con el pueblo palestino ante la masacre de que fue objeto entre diciembre de 2008 y enero de 2009 por parte del Ejército israelí que causó 1400 muertos, y que el Nobel portugués calificó de genocidio. La segunda, el apoyo y acompañamiento a la dirigente saharaui Aminatu Haidar durante su huelga de hambre en el aeropuerto de Lanzarote. La tercera, haber destinado los derechos de autor de su última novela a los damnificados del terremoto de Haití.
Mientras releía Caín, me vinieron a la memoria las palabras de Epicuro: “vana es la palabra del filósofo que no sea capaz de aliviar el sufrimiento humano”. En el caso de Saramago, sus palabras y sus textos no fueron vanos. Estuvieron cargados de solidaridad y de compromiso con las personas más vulnerables. Por eso me atrevo a llamarle respetuosamente “buen samaritano”.
“Dios es el silencio del universo”
“Dios es el silencio del universo, y el ser humano el grito que da sentido a ese silencio”. Esta definición que daba Saramago de Dios es una de las más bellas que nunca haya leído o escuchado. La leí en sus Cuadernos de Lanzarote, de 1993, y la he dado a conocer doquiera he hablado de Dios. Lo recuerda el propio Saramago en El Cuaderno:
“Hace muchos años, nada menos que en 1993, escribí en los Cuadernos de Lanzaroteunas cuantas palabras que hicieron las delicias de algunos teólogos de esta parte de la Península, especialmente Juan José Tamayo, que desde entonces, generosamente me dio su amistad. Fueron estas: ‘Dios es el silencio del universo, y el ser humano el grito que da sentido a ese silencio’. Reconózcaseme que la idea no está mal formulada, con suquantum satis de poesía, su intención levemente provocadora y el subentendido de que los ateos son muy capaces de aventurarse por los escabrosos caminos de la teología, aunque sea elemental” (Alfaguara, Madrid, 2009, pp. 152-153).
Esta definición merecería aparecer entre las veinticuatro definiciones –con ella, veinticinco– de otros tantos sabios reunidos en un Simposio que recoge el Libro de los24 filósofos (Siruela, Madrid, 2000), cuyo contenido fue objeto de un amplio debate entre filósofos y teólogos durante la Edad Media. Para un teólogo dogmático, definir a Dios como silencio del universo quizá sea decir poco. Para un teólogo heterodoxo como yo, seguidor de las místicas y los místicos judíos, cristianos, musulmanes como el Pseudo-Dionisio, Rabia de Bagdad, Abraham Abufalia, Algazel, Ibn al Arabi, Rumi, Hadewich de Amberes, Margarita Porete, Hildegarda de Bingen, Maestro Eckhardt, Juliana de Norwich, Juan de la Cruz, Teresa de Jesús, Baal Shem Tov) cristianos laicos como Dag Hammarksjlöd, indúes como Tukaram y Mohandas K. Gandhi, y no creyentes como Simone Weil, es más que suficiente. Decir más sería una falta de respeto para con Dios, se crea o no en su existencia. “Si comprendes –decía Agustín de Hipona– no es Dios”.
Permítaseme contextualizar la definición tal como la viví hace algo más de un lustro. Caminábamos por las calles de Sevilla el día 11 de enero de 2006 el escritor y premio Nobel José Saramago, su esposa la periodista Pilar del Río, hoy entre nosotros, la pintora Sofía Gandarias y yo en dirección al Paraninfo de la Universidad Hispalense para participar en un Simposio sobre Diálogo de Civilizaciones y Modernidad. A las 9 de la mañana, al pasar por la plaza de la Giralda, comenzaron a repicar alocadamente las campanas de la catedral de Sevilla –antes mezquita, mandada construir por el califa almohade Abu Yacub Yusuf–. “Tocan las campanas porque pasa un teólogo”, dijo con su habitual sentido del humor Saramago. “No –le contesté en el mismo tono– repican las campanas porque un ateo está a punto de convertirse al cristianismo”. En ese diálogo fugaz, la respuesta del novelista portugués no se hizo esperar: “Eso nunca. Ateo he sido toda mi vida y lo seguiré siendo en el futuro”. De inmediato me vino a la mente una poética definición de Dios que le recité sin vacilación: “Dios es el silencio del universo, y el ser humano el grito que da sentido a ese silencio”. “Esa definición es mía”, reaccionó sin dilación el Premio Nobel. “Efectivamente, por eso la he citado –le contesté–. Y esa definición está más cerca de un místico que de un ateo”. Mi observación le impresionó. Nadie le había dicho nunca nada parecido y le dio que pensar, sin por ello dejarse embaucar por mi ocurrencia. Era un hombre de convicciones profundas.
En lucha titánica con Dios
Saramago compartió con Nietzsche la parábola de Zaratustra y el apólogo del Loco sobre la muerte de Dios y quizá pudiera poner su rúbrica bajo dos de las afirmaciones nietzschianas más provocativas: “Dios es nuestra más larga mentira” y “Mejor ningún dios, mejor construirse cada uno su destino”. Quizá coincidiera también con Ernst Bloch en que “lo mejor de la religión es que crea herejes” y en que “sólo un buen ateo puede ser un bueno cristiano, sólo un buen cristiano puede ser un buen ateo”. Su vida y su obra fueron una lucha titánica con Dios a brazo partido.
En su novela Caín recrea la imagen violenta y sanguinaria del Dios de la Biblia judía, “uno de los libros más llenos de sangre de la literatura mundial”, al decir de Norbert Lohfink, uno de los más prestigiosos biblistas del siglo XX. Imagen que continúa en algunos textos de la Biblia cristiana, donde se presenta a Cristo como víctima propiciatoria para reconciliar a la humanidad con Dios y que vuelve a repetirse en el teólogo medieval Anselmo de Canterbury, quien presenta a Dios como dueño de vidas y haciendas y como un señor feudal, que trata a sus adoradores como si de siervos de la gleba se tratara y exige el sacrificio de su hijo más querido, Jesucristo, para reparar la ofensa infinita que la humanidad ha cometido contra Dios”.
El Dios asesino de Caín sigue presente en no pocos de los rituales bélicos de nuestro tiempo: en los atentados terroristas cometidos por falsos creyentes musulmanes que en nombre de Dios practican la guerra santa contra los infieles; en dirigentes políticos autocalificados cristianos, que apelan a Dios para justificar el derramamiento de sangre de inocentes en operaciones que llevan el nombre de Justicia Infinita o Libertad Duradera; en políticos israelíes que, creyéndose el pueblo elegido de Dios y únicos propietarios de la tierra que califican de “prometida”, llevan a cabo operaciones de destrucción masiva de territorios, muros carcelarios y asesinatos, calculados impunemente, de miles de palestinos.
Tras estas operaciones, Saramago no podía menos que estar de acuerdo con el testimonio del filósofo judío Martin Buber: “Dios es la palabra más vilipendiada de todas las palabras humanas. Ninguna ha sido tan mancillada, tan mutilada… Las generaciones humanas han hecho rodar sobre esta palabra el peso de su vida angustiada, y la han oprimido contra el suelo. Yace en el polvo y sostiene el peso de todas ellas. Las generaciones humanas, con sus partidismos religiosos, han desgarrado esta palabra. Han matado y se han dejado matar por ella. Esta palabra lleva sus huellas dactilares y su sangre… Los hombres dibujan un monigote y escriben debajo la palabra ‘Dios’. Se asesinan unos a otros, y dicen: ‘lo hacemos en nombre de Dios’… Debemos respetar a los que prohíben esta palabra, porque se rebelan contra la injusticia y los excesos que con tanta facilidad se cometen con una supuesta autorización de ‘Dios’ Yo también pongo mi rúbrica bajo esta afirmación de Buber. Por eso muy raras veces oso pronunciar el nombre de Dios.
La lucha contra los fundamentalismos, los religiosos y los políticos es el mejor antídoto contra el Dios violento y contra la violencia en nombre de Dios. En esa lucha no violenta estuvo comprometido Saramago de pensamiento, palabra y obra
Efectivamente, la vida y la obra de Saramago fueron una permanente lucha titánica con-contra Dios. Como lo fuera la del Job bíblico –“el Prometeo hebreo”, para Bloch–, quien maldice el día que nació, siente asco de su vida y osa preguntar a Dios, en tono desafiante, por qué le ataca tan violentamente, por qué le oprime de manera tan inhumana y por qué le destruye sin piedad (Job, 10). O como el patriarca Jacob, que pasó toda una noche peleando a brazo partido contra Dios y terminó con el nervio ciático herido (Génesis 32,23-33). No es el caso de Saramago, que salió indemne de las peleas con Dios y nunca se dio por vencido y, que a sus 87 años en Caín siguió preguntándose y preguntando a los teólogos y creyentes qué diablo de Dios es éste que, para enaltecer a Abel, tiene que despreciar a Caín.
Familiarizado con la Biblia, la judía y la cristiana, recrea con humor, un humor iconoclasta de lo divino y desestabilizador de lo humano, algunas de sus figuras más emblemáticas y desmiente los cuentos con que, al decir de León Felipe, “han mecido la cuna del hombre” (sic). Lo hizo en El evangelio según Jesucristo, novela que presenta a Jesús de Nazaret como un hombre que vive, ama y muere como cualquier otra persona y a quien Dios elige como eslabón de un inmenso movimiento estratégico y como víctima de un poder que le sobrepasa y sobre el que nada puede hacer.
Volvió a hacerlo en la novela ya citada Caín, donde recrea literaria y teológicamente el mito bíblico, que toma sus imágenes y símbolos de las tradiciones más antiguas sobre los orígenes de la humanidad. La Biblia presenta a Caín como el asesino de su hermano Abel empujado por la envidia y a Dios como “perdonavidas”. Saramago invierte los papeles del bueno y del malo, del asesino y del juez. Responsabiliza a dios, al señor (siempre con minúscula) de la muerte de Abel y le acusa de ser rencoroso, arbitrario y enloquecedor de las personas. Caín mata a su hermano no arbitrariamente, sino en legítima defensa, porque dios le había preterido en su favor. Y lo mata porque no puede matar a dios.
Se comparta o no la lectura de la Biblia judía que hace Saramago, creo que hay que estar de acuerdo con él en que “la historia de los hombres es la historia de sus desencuentros con dios, ni él nos entiende a nosotros, ni nosotros lo entendemos a él”. ¡Excelente lección de contra-teología en tiempos de fundamentalismos religiosos!
Cualquiera fuere la responsabilidad de Caín o de Dios en la muerte de Abel, queda en pie la pregunta que hoy sigue tan viva como entonces o más, y que apela a la responsabilidad de la humanidad en el actual desorden mundial, en las guerras y las hambrunas que asolan nuestro planeta: “¿Dónde está tu hermano” (Génesis 4,9). Y la respuesta no puede ser un evasivo “No sé. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano?”, sino, siguiendo con la Biblia, la parábola evangélica del Buen Samaritano, que demuestra compasión con una persona malherida, que es religiosamente adversaria suya. ¡Excelente lección de ética solidaria en tiempos estos en que la ética está sometida al asedio del mercado!
Fuente: Atrio
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