Juan José Tamayo, 22-Junio-2012
Se celebra este año el Cincuenta Aniversario del Concilio Vaticano II, que reunió en Roma a todos los obispos católicos del mundo, a teólogos, auditores y auditoras, y a observadores de otras religiones. Se trata de uno de los acontecimientos religiosos más importante del siglo XX y de uno de los fenómenos más significativos de la historia reciente por las repercusiones que tuvo en los campos de la religión, la cultura, la política y la sociedad.
Pablo VI lo definió como “el concilio del diálogo”. Y eso fue, ciertamente: una asamblea episcopal de primera magnitud que renunció a los anatemas y condenas de los concilios anteriores (Trento y Vaticano I) e inició un proceso de diálogo multilateral. Primero dentro de la iglesia católica, propiciando el encuentro entre diferentes tendencias que lograron ponerse de acuerdo para aprobar las constituciones, las declaraciones y los decretos conciliares. No fue fácil, pero se consiguió, dentro del respeto al pluralismo. El diálogo se produjo también entre las iglesias cristianas con la presencia de observadores y con la potenciación del ecumenismo a partir de la afirmación de Juan XXIII: “Son más las cosas que nos unen que las que nos separan”.
El diálogo se hizo extensivo a las religiones monoteístas hermanas, judaísmo e islam, tantos siglos enfrentadas, recuperando las raíces comunes, y a las religiones orientales, con el reconocimiento de los valores presentes en todas las tradiciones religiosas que conforman un valioso patrimonio ético. Las religiones no cristianas dejaron de ser anatematizadas y fueron reconocidas como caminos de salvación. Se producía así un cambio de paradigma.
El Vaticano II tendió puentes de diálogo con la cultura moderna, de la que tantos siglos estuvo alejada la Iglesia católica. A dicho diálogo dedicó el concilio la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, hecho inédito en la historia de los concilios. Se hacía realidad el sueño de Juan XXIII al convocar la asamblea ecuménica: entrar en diálogo con la modernidad, que ya no era vista como enemiga del cristianismo, sino como espacio privilegiado en el que vivir la experiencia religiosa liberadora. El nuevo clima de diálogo requería, por parte de la Iglesia, renunciar a la arrogancia y al complejo de superioridad del pasado, ser solidaria con las alegrías y las tristezas de la gente, sobre todo con la gente que sufre, adoptar una actitud de servicio y trabajar por la paz y la justicia con los hombres y mujeres de buena voluntad, más allá de las creencias e increencias.
El concilio marcó el final de la Cristiandad y de todo intento de restaurarla. Puso las bases para la Reforma interna de la Iglesia. Reconoció la autonomía de las realidades temporales, incorporó a la doctrina social de la Iglesia la teoría de los derechos humanos y defendió la libertad religiosa como derecho inalienable de la persona. Afirmó el compromiso por la paz. La intención del concilio no era condenar el mundo moderno, sino abrirse a él en actitud de colaboración. Tampoco quiso definir nuevos dogmas, sino proponer el cristianismo como oferta de sentido a los hombres y mujeres de su tiempo y presentarlo en el lenguaje adecuado para su mejor comprensión.
El Vaticano II hizo el camino del anatema al diálogo, del enfrentamiento al encuentro, del choque a la convivencia, de la actitud anti a la inter. Pero, pasado no mucho tiempo, hubo jerarquías eclesiásticas y organizaciones católicas que se desviaron de ese camino y eligieron el del anatema y de la condena, incluso del propio Vaticano II, de sus promotores y de sus más fieles seguidores, a quienes no tardaron en acusar de herejes y cismáticos, y de negarles, dentro de la Iglesia, los derechos y libertades inherentes a todo ser humano. Pasamos de la “corta primavera eclesial” a la “larga invernada, en certera expresión de Karl Rahner, que dura hasta hoy.
Pero no es oro todo lo que reluce. En el Vaticano II hubo olvidos importantes. Me vienen a la memoria tres: el no reconocimiento de las mujeres como sujetos religiosos, eclesiales, morales y teológicos y su alejamiento de los ministerios ordenados, el mantenimiento de la obligatoriedad del celibato para los sacerdotes y la falta de la centralidad de los pobres como horizonte global del concilio.
Hay que volver al camino del diálogo y del respeto al pluralismo señalado por el concilio y seguido durante los primeros años del posconcilio. La celebración del cincuentenario es una buena oportunidad para ello y puede ayudar a emprender de nuevo aquella senda que nunca debió abandonarse. En esa dirección va el Curso de Verano “El Vaticano II, “concilio del diálogo” que tendrá lugar del 25 al 29 de junio del presenta año en el Palacio de la Magdalena, Santander, sede de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo” Es un Curso internacional, interdisciplinar, intercultural, interreligioso e interétnico. En él intervienen personalidades relevantes del mundo de la cultura, de las religiones, de la Iglesia cristianas y de las diferentes tendencias del catolicismo actual, líderes religiosos, teólogos, teólogas, historiadores, historiadoras, etc.
[Artículo publicado ayer en El País, con el título: El Vaticano II, Concilio del Diálogo; el Posconcilio, ¿tiempo de anatemas?]
Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones. Universidad Carlos III de Madrid y autor de Invitación a la utopía. Ensayo histórico para tiempos de crisis (Trotta, 2012)
Fuente: ATRIO
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