Jaume Patuel
La sociedad en la que estamos inmersos, no solo formando parte sino siendo ella misma, nos requiere un nuevo oído para facilitar la convivencia, la transformación social y aceptar el nuevo paradigma o la nueva visión de la existencia humana. La convivencia se muestra crispada, ansiosa.
Basta con ver el funcionamiento dinámico de reuniones, necesarias y obligatorias, de cómo se expresan ciertas personas: gritos, tono de voz desconsiderado, desconfianzas, animadversiones. Un hablar políticamente o empresarialmente correcto, pero encubridor de envidia, celos, malestar. Y así podríamos ir describiendo muchas reuniones de diferentes clases con reacciones emocionales de muchos diversos niveles. Y más, en este momento tan delicado, frágil, como es la situación crísica, de forma importante en la economía, pero básicamente ética o de escala de valores. Donde el mendrugo de pan o la dignidad no existen o no las hay sino hay dinero.
A mi entender, una de las grandes dificultades es la ausencia de saber escuchar. No se sabe escuchar. Si nos fijamos, muchísimas veces no se deja hablar. Se interrumpe sin esperar que el otro exprese un mínimo de su pensamiento. Los parlamentos es una buena muestra. Lo mismo en las tertulias televisas. Y como dato curioso, en las conversaciones privadas cuando una persona intenta expresar o hablar de su problema, hay otra que se lo hace suyo y empieza a hablar de sus preocupaciones, indisposiciones, situaciones problemáticas. Y aquella persona que intentaba hablar puede ponerse en una actitud totalmente diferente, muy positiva. Escuchar en lugar de ser escuchado. Y si está en actitud negativa, no a no escuchar o solo oír.
Pero la escucha tiene que saberse hacer. Es una actitud sabia. Saber quiere decir saborear. Es escuchar con atención. Seguir las razones o argumentaciones del otro. No se tiene que confundir solo con oír. Oír voces. Oír un movimiento de cuerdas vocales. Oír hablar, pero sin saber quién es. Te oigo, pero al final se dice: “Te oigo, pero no te escucho”. “Me das mal de cabeza”·. “Dices siempre lo mismo”. Entonces muchas personas en lugar de escuchar, lo aparentan y solo hacen que oír. Todo ello queda claro y manifiesto cuando la persona que ha oído, y al largo de un buen trecho, no sabe repetir anda ni sintetizar lo que el otro le ha dicho. Saber escuchar, este saborear lo que el otro dice, pide haber aprendido, en primer lugar, haberse escuchado uno a sí mismo. Escuchar, oír y sentir sus sensaciones físicas, sus emociones primarias, sus sentimientos. La corporalidad ha de poderse escuchar como sentir. Cuando hay reacciones corporales o psíquicas, no olvidemos que son un lenguaje, nos quieren dar alguna información, intentan decir alguna cosa ¡Qué sabio es el cuerpo! Entonces, habiendo aprendido a autoescucharse es cuando se puede escuchar o ver las otras reacciones corporales. Y en segundo lugar, si además, una persona ha sido capaz no solo de escuchar las reacciones corporales y psíquicas sino también las vivencias de su mundo interior, sus pensamientos, sus deseos y sus ilusiones, habrá aprendido a saberlas discernir, interpretar para escogerlas y así comprenderse en profundidad. Saber vivir y comprender los niveles de consciencia que se salen de la normalidad. Todo un trabajo ascético, de elaboración interior. De silencio, de meditación. De reflexión. Una labor de toda la vida. Todo este tema emerge al momento de escuchar otra persona. Que padece, que sonríe, que necesitar hablar. Es cuando se está preparado para saber escuchar.
Y los grandes maestros han sabido siempre escuchar. Pero escuchar no quiere decir callar. Habrá algún momento que es preciso intervenir. Hacerle comprender que hablar sin pensar no es comunicarse, sino una actitud autista. Será preciso animarle a reflexionar. O volver otro día. El saber escuchar no significa permanecer mudos. Un saber escuchar adecuadamente permite responder también adecuadamente.
No es preciso recorrer únicamente a los grandes maestros para saber sus enseñanzas sino que también la propia experiencia nos confirma que el sentido común la madurez nos pide este trabajo o aprendiza: aprender a aprender. Como aprender a desaprender. Siempre estamos en camino de esta dialógica de aprender y desaprender de uno mismo.
Además, saber escuchar al otro es una sencilla, pero profunda acogida humana. Saber escuchar es acoger al otro. Y esto se precisa mucho en nuestra sociedad secularizada, globalizada, individualizada y sobre todo, informatizada o tecnologizada. Todo son aparatos. Todo son ruidos. Todo el mundo quiere hablar, expresarse. Pero falta el interlocutor que escucha sabiamente. Un interlocutor que dé un poco de su tiempo. Un tiempo gratuito. De gran valor. Un tiempo en aprender a acoger. Es de una gran inmensa riqueza, solo lo sabe quien ha probado en hacerlo. Me viene a la memoria aquel caso de una señora mayor que después de hablar un tiempo muy largo, acabó diciendo: “Le agradezco este diálogo que hemos tenido. Hacía tiempo que no lo tenía”. Es decir, hacia tiempo que no era “acogida”. Solo había hablado ella.
Como bien dice un filósofo catalán, Francesc Torralba: “Escuchar es un acto de hospitalidad. Consiste en proporcionar un lugar al otro, en cederle un espacio y un tiempo mental y cordial. Escuchar es acoger, dar tiempo y espacio al otro, hacer un vacío para que él quepa.”. O como también nos recuerda el poeta francés, Paul Claudel: “No es el tiempo el que nos falta. Somos nosotros que le faltamos”. Y es preciso haber vivido este tiempo interior gratuito para saber escuchar.
Fuente: Atrio
No hay comentarios:
Publicar un comentario