jueves, 29 de mayo de 2014

Una iglesia de misión.


Carlos F. Barberá

He releído un libro curioso titulado Los cristianos, de Bamberg Gascoigne. Al final, el autor señala: “y sin embargo fui capaz de reconocer las fuentes de los diversos cristianismos que se han producido en veinte siglos: Cristo Rey en las iglesias imperiales; sufrimiento para la Edad Media; silencio y humildad para aquellos que encontraron ese sendero hacia Dios; una incitación a la protesta radical para los revolucionarios; el Apocalipsis para los apocalípticos”.

En el pasado siglo menudearon los libros teológicos que reflexionaban sobre la esencia del cristianismo. Una tarea importante pero no la única necesaria porque junto a la esencia había que contar también a la Iglesia real. Como bien lo señaló Jossua, junto a la sustancia hay que tener en cuenta también el espectáculo. .

Sin duda ese espectáculo ha sido multiforme. A lo largo de dos mil años ha habido modelos de todo tipo, como bien señala la cita del comienzo.

En una charla reciente, comentando la Evangelii Gaudium, Juan Martín Velasco hacía notar que la actitud misionera de la Iglesia duró tres siglos. Una vez convertida en Iglesia oficial, la misión quedó reservada al más allá de las fronteras de la cristiandad. En su interior se llevaban a cabo tareas de mantenimiento, con llamadas a los que se alejaban. A quienes se habían apartado de la disciplina se les invitaba a hacer lo que los buenos cristianos, cumplir los mandamientos de Dios y de la Iglesia. Es decir, que fueran buenos ciudadanos, asistieran a misa y comulgasen por Pascua Florida. La promesa de un cielo y la amenaza de un infierno coloreaban esa invitación. Finalmente, a esto se había reducido el cristianismo, a ser una religión para pequeños burgueses de talante conservador.

No cabe negar que en medio de ese ámbito surgieron siempre místicos y creadores, que la fuerza del Espíritu prometida por Jesús no llegó a apagarse nunca, A la vez que el espectáculo, no dejó de mantenerse viva la esencia.

Supongamos que el papa Francisco desea y puede inaugurar una etapa nueva. De momento, la Evangelii Gaudium ha puesto el acento en la misión. La suya es una Iglesia que sale de sí misma y que pide a sus miembros una historia de sacrificio, de esperanza… una vida deshilachada (nº 96). Si la Iglesia se decidiese a marchar por ese camino y comenzase a abandonar los gestos y los privilegios del poder, si optase por dar a quien le pide, por ceder la capa a quien le pide el manto, ¿cuántos estarían dispuestos a seguirla por ese camino? ¿cuántos optarían por alinearse con los pobres, por partir el pan con el hambriento y acoger a los pobres sin techo? ¿cuántos, como el trigo, querrán morir para dar mucho fruto?. Jesús fue un maestro para las metáforas pero ¿cuántos estarán dispuestos a comprobar la veracidad de éstas?

En la parábola tan sabia de Dostoievski, el Gran Inquisidor ya echó en cara a Jesús su equivocación: los hombres no desean en absoluto su oferta de libertad. “Pues verán que, si no convertimos las piedras en panes, tampoco los panes se convierten, vuelto el hombre a nosotros, en piedras. ¡Comprenderán, al cabo, el valor de la sumisión! Y mientras no lo comprendan, padecerán. ¿Quién, dime, quién ha puesto más de su parte para que dejen de padecer? ¿Quién ha dividido el rebaño y le ha dispersado por extraviados andurriales? Las ovejas se reunirán de nuevo, el rebaño volverá a la obediencia y ya nada le dividirá ni lo dispersará. Nosotros, entonces, les daremos a los hombres una felicidad en armonía con su débil naturaleza, una felicidad compuesta de pan y humildad. Sí, les predicaremos la humildad –no, como Tú, el orgullo. Les probaremos que son débiles niños, pero que la felicidad de los niños tiene particulares encantos. Se tornarán tímidos, no nos perderán nunca de vista y se estrecharán contra nosotros como polluelos que buscan el abrigo del ala materna. Nos temerán y nos admirarán”.

Francisco ha dicho: “prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrase a las propias seguridades”. Vuelvo, pues, a repetir: si la Iglesia renuncia a su estrategia de dictadura y ternura, si les dice a sus hijos, como lo ha hecho el Papa, poneos en marcha, salid afuera, anunciad el Evangelio ¿cuántos escucharán esa llamada?

En los Hechos de los Apóstoles se dan a menudo cifras, probablemente exageradas por la distancia, de los que se van convirtiendo. Junto a eso, en 5,13 se dice lo siguiente: “Ninguno de los demás se atrevía a juntarse con ellos; sin embargo, el pueblo los tenía en gran estima”. En la Iglesia de cristiandad en la que aún vivimos, se suelen aportar cifras optimistas (son tantos millones los que van a misa todos los domingos). Se desatienden en cambio las encuestas que valoran muy a la baja la estima del pueblo.

En una Iglesia misionera cabe esperar que las cosas se produzcan al contrario. Entre los cristianos sin duda aumentará el número de quienes entienden su vida como una misión, de quienes se afanan realmente en la fraternidad y el consuelo. A la vez una Iglesia a la intemperie no podrá pretender ser masiva. Lo que crecerá sin duda alguna –y será lo más importante– es la estima del pueblo. Con la condición de que tenga una respuesta afirmativa aquella pregunta que Jesús planteó sobre su vuelta. Si la Iglesia se decide a este camino misionero ¿encontrará fe en la tierra?

Fuente: Atrio

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