martes, 3 de junio de 2014

La importancia de ser normal y corriente.


Redacción de Atrio, 02-Junio-2014

Desde hace algún tiempo el obispo anglicano jubilado John Shelby Spong empieza a hacerse presente en los medios de lengua castellana, más entre los católicos que entre los protestantes. Tiempo Axial, la Asociación Marcel Légaut y los grupos cristianos LGTB, han empezado a traducirlo y difundir su pensamiento incluso con visitas y conferencias en varias ciudades. Esperamos que vaya estando cada vez más presente en ATRIO, pues en muchos temas coincide con nuestras posiciones de búsqueda y cambio. Pero expresamente queremos empezar a darle voz con este último artículo suyo que nos ha llegado, por representar una profunda reflexión sobre las redes humanas, que no necesita ser rompedora con antiguas lecturas del NT para aportar algo nuevo y revolucionario.


Obispo anglicano jubilado John Shelby Spong

En estos últimos años, mientras trabajaba en mi libro más reciente, El Cuarto Evangelio: narraciones de un místico judío, me encantó la forma como el autor presentaba a los personajes de sus relatos. Hay más personajes memorables en el Cuarto Evangelio que en ningún otro libro del Nuevo Testamento. En los otros evangelios, Tomás no pasa de ser un nombre más en una lista de discípulos; en el evangelio de Juan, en cambio, se convierte en un escéptico que incluso da origen a la expresión “eres tan incrédulo como Tomás”. De modo similar, el evangelio de Juan introduce muchos otros personajes sobre los que ningún otro autor evangélico parece haber oído hablar antes. Entre ellos: Natanael, Nicodemo, el “discípulo amado”, la samaritana de junto al pozo, el ciego de nacimiento, el cojo de la piscina y Lázaro. Son personajes tan bien dibujados que no sólo se han hecho inolvidables sino que su singularidad plantea la posibilidad de que se trate de figuras simbólicas más que de personas históricas pues, en el evangelio de Juan, estas figuras parecen representar diferentes tipos de respuesta ante Jesús. Cuando uno lee a fondo a Juan, cada personaje parece representar un tipo de personalidad diferente de modo que hay en él suficiente diversidad de tipos como para que cada uno pueda identificarse con alguno de ellos en especial. Hoy quiero fijarme en uno de estos personajes del texto de Juan y presentarlo como alguien que puede ser un modelo a seguir, al menos para algunos. Su nombre es Andrés y yo lo llamo “el patrón de la gente corriente”.

Hasta que apareció el Cuarto Evangelio, todo lo que el Nuevo Testamento decía sobre Andrés era que era hermano de Simón Pedro, el cual siempre aparecía como líder. Así que el papel de Andrés sólo se definía indirectamente: se le conocía, sobre todo, por su relación con otro, es decir, por ser el hermano de otro personaje realmente más famoso. A menudo, en nuestro mundo todavía patriarcal, a las mujeres, se las conoce sobre todo por ser las esposas de sus maridos; y a veces a los hijos, sólo se le conoce como los hijos de alguno de sus padres, si éste es famoso. Esto fue lo que le pasó a Andrés y esto es lo que le pasa a la gente corriente, a la que sólo se la conoce si tiene relación con alguien conocido.

Sin embargo, aunque vivamos en una cultura de héroes, yo creo que si el mundo se mueve es porque se apoya en la gente normal y corriente. Al leer la historia de la Segunda Guerra Mundial, uno podría tener la impresión de que Estados Unidos luchó y ganó gracias a tres soldados tan sólo: Eisenhower, MacArthur y Patton. Sin embargo, todo el mundo sabe que los que ganan las guerras no son los generales sino los soldados, que luchan, se desangran y mueren, y suelen permanecer anónimos. Antes de que se escribiera el evangelio de Juan, Andrés era una persona de a pie, alguien normal y corriente a quien sólo se le identificaba por tener relación con otro. Pero, cuando llega el Cuarto Evangelio, éste añade tres relatos, breves pero significativos, a su escueta biografía, que así adquiere un peso específico.

En el primer capítulo se nos dice que fue Andrés, el hombre normal y corriente, el que trajo a su hermano hasta Jesús. Así pues, fue él quien hizo posible que existiese Pedro, el hombre que había de convertirse en el primer líder de la comunidad cristiana y por ello ser el más conocido de la misma.

En el capítulo sexto, Andrés es quien conduce hasta Jesús al muchacho que tiene los cinco panes y los dos peces. Dadas las dimensiones de la multitud (miles de personas a las que había que alimentar), lo que se ofrecía era apenas una gota en un cubo de agua. Andrés, sin embargo, entendió que el don de una persona nunca es lo bastante pequeño o insignificante como para que no pueda ser de provecho, y consideró, por tanto, que había que valorar lo que se ofrecía, tal como era. Y el relato dice que Jesús tomó este don, lo multiplicó y lo utilizó para alimentar a la multitud.

En el capítulo duodécimo, se nos dice que un grupo de extranjeros, griegos por más señas, vinieron en busca de Jesús. Según la norma judía, eran “gentiles”, gente impura, incircuncisa, gente que no observaba ni la dieta Kosher ni la Torá, es decir, la Ley. Con todo, se nos dice, Andrés se convirtió en su guía hacia Jesús pues, para él, no había ninguna tarea tan insignificante que no merecierse realizarse. Así que, a través de las oscuras calles de Jerusalén, Andrés los llevó al lugar donde estaba Jesús. Es el mismo momento en que Juan nos presenta a Jesús anunciando: “Mi hora ya ha llegado”, para luego, añadir: “Ahora el Hijo del Hombre será glorificado” y continuar: “Cuando sea levantado en la cruz, atraeré a todos hacia mí y entonces el mundo sabrá que YO SOY”, es decir, entonces, el mundo sabrá qué significa “Dios”.

Una vez más, Andrés había sido el intermediario que siempre actúa como una persona normal y corriente pero gracias al cual las cosas normales y corrientes son grandes cosas a su alrededor. A nadie le falta cualificación para desempeñar este papel. Recordad, por un momento, algún punto de inflexión importante en vuestro camino y fijaos en quién estuvo con vosotros en aquel momento, quién os dijo la palabra justa que os hizo elegir un camino y no otro, de modo que, según podéis reconocer ahora, dicha elección determinó vuestra vida. Aquella persona crucial, ¿no fue, acaso, un hombre o una mujer normal y corriente?

Aun con riesgo de ser un poco exhibicionista, permitidme que os cuente un episodio muy personal, que a mí me ilustra muy bien el papel de las personas corrientes. Mi padre murió cuando yo tenía doce años y, dado que mi madre no había terminado el noveno grado en la escuela, fue difícil que sustituyese a mi padre como sostén de la familia. Por eso no tardamos en caer en una situación de pobreza bastante precaria. Durante dos años más o menos, fui un adolescente muy perdido e inseguro. Entonces, sin mediar iniciativa alguna por mi parte, alguien apareció en mi vida. Mi iglesia en Charlotte, Carolina del Norte, eligió a un nuevo rector. Era el año 1946, la Segunda Guerra Mundial había concluido y el hombre elegido acababa de salir de la Marina, donde había servido como capellán en un portaviones, en el Pacífico Sur. No conozco el proceso por el que se le eligió, pero sí sé que esta elección determinó el curso de mi vida.

Este hombre era diferente de cualquier ministro o sacerdote que yo hubiera conocido antes. Para empezar, tenía sólo 32 años. Este hecho, por sí solo, ya rompía con mi idea de lo que era un clérigo, pues nunca había conocido a uno que no fuera muy mayor. Probablemente pensaba que uno debía tener al menos 80 años para ser ordenado. En segundo lugar, llevaba zapatos de piel, blancos. Nunca había conocido a un sacerdote cuyos zapatos no fuesen negros y con cordones. En tercer lugar, conducía un Ford descapotable y yo pensaba que los sacerdotes sólo conducían coches fúnebres. Y, por último, tenía una mujer increíblemente guapa y yo pensaba que las esposas de los clérigos eran siempre severas, vestidas de riguroso marrón oscuro o azul marino, y con

el pelo recogido en un moño. Sin embargo, aquella mujer era elegante y usaba joyas; incluso fumaba cigarrillos con una larga boquilla dorada. Creo que era la mujer más sofisticada que había conocido hasta entonces. Me sentí tan profundamente atraído por aquella pareja que me ofrecí para hacer cualquier cosa que me permitiera estar más cerca de ellos. Por eso me convertí en el único monaguillo dispuesto a ayudar en el servicio de las 8 de la mañana. Aunque no era un buen monaguillo y no era demasiado competente, sí que era piadoso.

Mi nuevo rector pertenecía al ala más católica de la Iglesia Episcopal, y creía que nadie debía recibir la comunión sin ayunar desde la medianoche anterior. Le preocupaba que un poco de pan tostado sin digerir pudiera corromper el cuerpo de Cristo recibido en la Eucaristía. Así que yo iba en ayunas a ayudar como monaguillo. Pero resultaba que, en aquella época, cada mañana, yo repartía antes el Charlotte Observer en unas 150 casas. Esto significaba que tenía que levantarme a las 4,30 de la madrugada, ir a la esquina en la que dejaban mis periódicos, doblarlos para poder lanzarlos a los jardines de los suscriptores, y, luego, con la cesta de mi bicicleta llena, salir a repartirlos. Llegaba a casa sobre la 6,45, es decir, con el tiempo justo para ducharme, vestirme y coger un autobús hasta mi iglesia del centro, donde cumplía con mi deber de monaguillo a las 8 de la mañana.

A esa hora, yo estaba absolutamente hambriento pero dispuesto a cumplir con el ayuno. En la liturgia del Libro de Oraciones de 1928, que era el que se usaba en mi iglesia entonces, había una “Oración por toda la Iglesia de Cristo”. Ocupaba dos páginas y por eso me recordaba la misericordia de Dios pues… ¡ambas me parecían infinitas! Inevitablemente, antes de que aquella oración terminase, empezaba a sentirme mal, mareado y sofocado. En esta situación, cualquiera se desmayaría de golpe y tendrían que sacarlo del templo o se pondría verde y vomitaría y dejaría su “ofrenda” al pie del altar. Afortunadamente, nunca llegó a pasarme esto durante aquella oración pero, una de las razones por las que, ya en mi carrera, defendí la revisión del Libro de Oraciones, fue por librar a todos de la “Oración por toda la Iglesia de Cristo”.

A pesar de esta precariedad (de mi cuerpo y de mi actuación como monaguillo), mi rector siguió contando conmigo. Cuando el servicio de las 8 terminaba y yo ya me había repuesto, este hombre y yo íbamos a un restaurante, que estaba media cuadra más arriba, por la calle principal de Charlotte, para charlar y desayunar juntos. No recuerdo de qué hablábamos pero sí sé que, en toda mi vida de adolescente, estas fueron las únicas ocasiones en las que un adulto habló conmigo. Muchos adultos me decían cosas o hablaban junto a mí, pero él hablaba conmigo; incluso escuchaba mis ideas inmaduras y hacía preguntas para aclarar mi pensamiento. Era algo sencillo de hacer, algo muy normal pero fue algo enormemente importante y vivificante para aquel muchacho de quince años, solitario y perdido. Yo adoraba a aquel hombre y quería parecerme a él tanto como fuera posible. Se convirtió en el modelo de mi vida y así fue como encontré mi vocación de sacerdote: fue en mi relación con él.

Este hombre, ¿fue una gran persona?, ¿fue siquiera un gran sacerdote? Bueno, para mí sí que lo fue aunque no fue así como el mundo lo juzgó. El mundo lo vio y lo juzgó como un hombre corriente con debilidades corrientes. Cuando me fui de Charlotte para comenzar mi formación universitaria, él dejó nuestra iglesia y pasó a ser rector de una iglesia de Louisiana. Allí cayó en la adicción al alcohol. Empeoró tanto que finalmente lo retiraron del sacerdocio. Murió pensando de sí mismo que, profesionalmente, era un fracasado. Pero fue una persona vital y alguien que a mí me cambió. La verdad es que sólo fue un hombre normal y corriente que, sencillamente, dedicó un poco de tiempo a hablar con un adolescente que andaba perdido. Fue algo que podía haber hecho cualquiera pero que sólo él hizo. Fue un “Andrés” para mí. La mayoría de nosotros no seremos generales que ganen batallas ni cargos electos que destaquen en el poder político. Es posible que no nos convirtamos en jefes ni de un pequeño negocio ni de una gran empresa, pero puede que marquemos la diferencia, una profunda diferencia, en las vidas de los que nos rodean, y además de la forma más normal, sólo siendo sensibles, sólo ofreciendo nuestra amistad, sólo diciendo una palabra justa en un momento oportuno y en una circunstancia correcta. Todos podemos ser como Andrés, el santo patrón de la gente corriente.

Fuente: Atrio

No hay comentarios:

Publicar un comentario