Celso Alcaina
Nestor Álvarez, Pedro Outeiro, Uxía Salgueiros, Xan Dopico. Así, hasta nueve. El cura de la extensa parroquia de Outeiro Baixo va proclamando los difuntos por los que aplica la Eucaristía. Cada fin de semana acude también a otras dos parroquias a su cuidado. En ellas relacionará otra decena de difuntos. Aproximadamente, veinte almas podrán ser aliviadas o sacadas del Purgatorio en virtud de las tres misas. Los familiares de cada uno de los difuntos han encargado la misa a Don Rodolfo Vales, previo correspondiente “estipendio”. Años atrás, los encargos se hubieran repartido entre una docena de curas. Hoy, sólo hay uno en la comarca.
Don Rodolfo es argentino, con abuelos gallegos. Regentaba una parroquia importante en la provincia de Buenos Aires. Vino a España a conocer sus raíces y sus parientes. El obispo le ofreció prestar sus servicios en Outeiro. Sólo tres meses, el tiempo que pretendía quedarse en nuestro país. Pronto descubrió que aquel puesto era una mina. Había que explotarla. Pospuso su retorno a Argentina. Ya van ocho años. En la parroquia bonaerense ganaba suficiente para una cómoda vida, incluso teniendo consigo a sus padres. Pero ésta de Galicia es mucho más rica y apetecible.
La proverbial veneración galaica a los difuntos lleva, todavía hoy, a importantes dispendios. Una cadena de actos religiosos a cargo de uno a varios sacerdotes. Cuantos más sacerdotes asistan, más valor espiritual, más influencia en beneficio de las almas por las que se celebran los sufragios. Funeral de “corpore insepulto“, entierro, responsos, misa “de salida“, misa “de luto“, funeral de “cabo de año“, misas mensuales o semanales. Así, durante años o siglos. Hay fundaciones de misas que traen origen de varios siglos atrás.
Por todos esos actos religiosos se abonan unos honorarios. La Iglesia los llama “estipendios”. Hay unos aranceles, pero los curas prefieren recurrir a “la voluntad”. Es más rentable. Saben que el pueblo es generoso con los difuntos. Si acuden varios sacerdotes, aunque se trate de única misa o único funeral, cada uno de los clérigos recibe lo mismo que si fuera él solo quien oficiara. El “estipendio” mira la intención, no el trabajo o la molestia, que podría “facturarse” a parte, particularmente cuando el oficiante ha tenido que venir de lejos.
En la comarca pastoreada por Don Rodolfo la población se ha reducido, pero han sido muchos los que dejaron este mundo en los últimos años. Eso hace que no hayan disminuido los actos por esos difuntos. El problema surgió cuando el cura no podía atender a todos los feligreses con la diligencia y puntualidad demandadas. La cola de encargos nominales se alargaba demasiado. Para más, si la misa debía ser en domingo, no había modo de complacer a la mayor parte de los devotos.
Don Rodolfo, además de ser un experimentado cura de 50 años, fue un buen estudiante de Teología. Aprendió que la misa tiene un valor infinito y que cada una de las celebraciones tiene virtualidad para beneficiar a miles de sujetos. Le costó unas semanas catequizar a sus feligreses. Sobre todo, logró convencer a cada uno o una que le encargaba misas por sus deudos. Una misa – insistía – puede ser ofrecida a intención de varias personas o familias. Nada impide que la misa valga igual por el eterno descanso de una docena de difuntos para cuya celebración se haya dado el correspondiente “estipendio”. La cuantía la deja a voluntad del donante, pero sugiere 50 euros, que todos aceptan o incrementan. Ahora no hay espera. Si la próxima semana es el sexto aniversario de la muerte del abuelo, nada impide que el cura lea su nombre al comienzo o en el ofertorio de la misa dominical. Lo hará juntamente con otros nombres de difuntos. Siempre, naturalmente, previo “estipendio”. Todos contentos.
La inveterada costumbre eclesiástica y la actual legislación canónica amparan estos “estipendios” manuales u honorarios. Son retribuciones en negro. Se acumulan al sueldo que los curas reciben del Estado a través de la Conferencia Episcopal. Por lo demás, está claro que Don Rodolfo obvia el canon 948 del C.I.C. Pero sabe que las normas eclesiásticas son mutables, han variado y variarán. Y que los fieles tienen derecho a ser atendidos en circunstacias de extrema escasez de sacerdotes.
Don Rodolfo es un buen administrador de sacramentos. Es también una buena y ejemplar persona. Vive frugalmente. Por todo recibe una compensación dineraria. Misas, bautizos, comuniones, bodas, entierros. Y, sobre todo, funerales. En su comarca y fuera de ella. Gana mucho dinero, pero no lo ahorra. Al menos, no en España. Lo sobrante, que es mucho, lo envía a Argentina. Según él, para fines sociales. Cruza el charco al menos una vez al año, cargado de euros, dólares o pesos. Durante el mes de su ausencia, un amigo, albañil de profesión, atiende a sus tres parroquias. Los feligreses atestiguan que Antón dice la misa igual que Don Rodolfo, incluida la homilía. No lee las intenciones de donantes. No confiesa. Nadie sabe decir si consagra el pan y el vino, aunque reparte la comunión a la manera tradicional. Acepta “estipendios”, aunque los reserva para el cura, quien, a su regreso, los contabilizará para próximas misas.
Hace poco menos de dos mil años, un tal Simón ejercía la magia en Samaría con gran éxito. “Todos lo seguían y decían: éste es el poder del gran Dios. Y se adherían a él”. Simón, al ver que Felipelo aventajaba en su oficio, se hizo cristiano y se adhirió a él. Más aún. Viendo Simón que Pedro y Juan lograban maravillas con la imposición de las manos, intentó comprar el “numerito” a Pedro. Ésta fue la reacción de Pedro. “Sea ese tu dinero para perdición tuya, pues has creído que con dinero podía comprarse el don de Dios. No tienes en esto parte ni heredad, porque tu corazón no es recto delante de Dios. Arrepiéntete, pues, de esta tu maldad y ruega al Señor que te perdone este mal pensamiento de tu corazón porque veo que estás lleno de maldad y envuelto en lazos de iniquidad” (Hechos 8, 9-23).
Desde entonces – también antes – se negocia con lo espiritual. Dinero y dominio (a veces también sexo) son los negros ingredientes de las instituciones religiosas. Pláceme aludir a dos hitos históricos. En nuestra Iglesia, después de las escandalosas investiduras medievales – política y corrupción – nunca erradicadas, el cenit de la simonía se alcanzó en el siglo XVI. La masiva venta de indulgencias para construir la basílica de San Pedro colmó el vaso de la paciencia de muchos eclesiásticos responsables. Fue la espita que alejó de Roma a Lutero y sus secuaces protestantes. La Contrareforma no supo poner remedio. Aún hoy se “venden” indulgencias, bendiciones, intenciones, oraciones, sufragios, milagros. Y hasta hace pocos años, comprábamos la Bula toledana que nos autorizaba a comer carne los viernes sin cometer pecado.
Fuente: Atrio
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