jueves, 26 de noviembre de 2015

Fe, política y voluntad divina.




Un reconocido pastor afirmó durante una entrevista donde fue consultado sobre cómo las iglesias debían actuar después de los resultados en los últimos comicios presidenciales en Argentina y del inminente balotaje –partiendo del hecho de “no dejarnos llevar por las arengas personales y a través de los medios”-, que “la Iglesia lo va a hacer como lo hizo hasta ahora especialmente porque ha visto la mano de Dios tan clara, va a obrar y va a seguir orando para confirmar que sea la voluntad de Dios el resultado que se dé.”

Más allá de lo que podríamos decir sobre el adjudicarse hablar por “la iglesia” – como si ella fuera una sola, monolítica y donde alguien puede tomar el lugar de portavoz-, me quedé meditando sobre los riesgos ya conocidos en torno a la relación entre voluntad divina y hechos históricos. ¿Cuáles son las implicancias de la afirmación de este pastor? ¿Que sea cual fuere el resultado de la elección es “voluntad divina” porque la iglesia oró al respecto? ¿Acaso no hay coyuntura histórica o preferencias personales que entran en juego dentro de una elección? ¿Dios mueve a los votantes? Más aún, ¿qué hacemos con la diversidad de voces y opiniones políticas dentro de la misma iglesia? ¿Algunos/as responderán a la voz divina y otros no?

La relación fe y política siempre ha sido complicada. Por ello históricamente ha existido tanta tensión entre ambas. Ello se debe a diversos factores. Primero, a cierta abstracción de la propia fe, como si fuera un elemento desencarnado de la realidad, vaciada de sus avatares y complejidades. Segundo, a una visión reduccionista de lo político, como si implicara sólo el ejercicio burocrático partidario, y no un compromiso con las dinámicas generales y demandas de la polis. Y en tercer lugar, a la dificultad que tienen tanto la fe o lo religioso y la misma política en lidiar con la pluralidad, la diferencia y la heterogeneidad.

Apelar a la fórmula de “voluntad divina” es una muy peligrosa espada de doble filo: primero, para legitimar y absolutizar una posición particular, y segundo, para silenciar la disidencia. Ya la historia nos ha contado, a precio de sangre y sufrimiento, lo que la aplicación de este reduccionismo teológico ha significado como herramienta de lectura política y social.

No es espacio para una disquisición bíblico-teológica sobre el tema, pero vale decir que nos merecemos un profundo replanteamiento sobre estos discursos, que parten de una mutua alimentación entre estrechez teológica y estrechez de análisis político.

La democracia tiene que ver con la construcción de un espacio plural donde se reconoce la diversidad de opiniones y voces. Este postulado se transforma en criterio ético ya que dichos posicionamientos formarán parte de este espacio en la medida que reconozcan su necesidad del otro (y con ello su propia contingencia), y de la manera en que posibiliten su lugar y lo escuchen. Por ser criterio ético, precisamente no todos pueden ser llamados democráticos (por ejemplo, un proceso dictatorial que aniquila al adversario o un sistema político que fomenta la desigualdad en todo nivel, no pueden ser comprendidos como marcos facilitadores del lugar del otro)

Todo esto no se gesta sin conflicto, sin desacuerdo. “Pasa en las mejores familias”, como reza el dicho. Apelar a la diversidad no significa uniformidad de opinión. Pero ello tampoco implica ser enemigos, sino sólo contrincantes o adversarios que debaten y discuten desde diversos puntos de vista en torno a cómo responder a las demandas que tenemos como grupo social.

Volviendo al tema que nos convoca, ¿cómo comprender desde la fe la diversidad y el conflicto inherentes a las opiniones políticas dentro de un espacio democrático? Simplemente fomentándolas y alimentándolas. Si existe voluntad divina –tal como vemos plasmado en el texto bíblico de tapa a tapa- es que lo diverso siempre se exalta y se contrapone a cualquier poder centralizador, a cualquier ley establecida y a toda práctica ciegamente absolutizada. El ser humano en tanto cuerpo es puesto como epicentro de cualquier creencia. Parafraseando a Jesús (Mc 2.27), la política está hecha para las personas, y no las personas para ser encajadas en un solo modelo o práctica política.

La búsqueda de la voluntad divina no significa encontrar una respuesta ideológica única a lo que creemos como solución de los problemas sociales, desde una dinámica de “línea roja” con Dios. Implica, más bien, fomentar la reflexión y la sensibilidad sobre aquellos elementos que nos desafían como sociedad, y el compromiso que tenemos de encontrar soluciones como ciudadanos/as creyentes que compartimos en comunidad con otros/as. Para ello, existirán diversas respuestas según las opiniones, subjetividades y posicionamientos políticos.

La fe es amor. Es la búsqueda del bienestar del prójimo. Todo lo demás, debe apuntar a este propósito. Y para ello, la diferencia, la discusión y el desacuerdo son necesarios como camino para “aprender a aprender” (Juan Luis Segundo) Promover una respuesta única departe de Dios significa encapsular la misma dinámica de la fe, a través de la anulación del otro, de lo diverso, del que opina distinto.

No nos cerremos a las “arengas personales” adjudicándonos ser conocedores de la dirección de “la mano de Dios”. Me permito decir que eso poco tiene que ver con la fe en lo divino, cuyo misterio nos trasciende y nos imposibilita encerrarlo en una opinión política. Fomentemos el diálogo, práctica que como humanos que somos seguramente se caldeará por momentos. Pero no temamos. Si todos/as reconocemos que el fin es el bienestar del prójimo, aprenderemos unos a otros en el caminar compartido.

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