jueves, 12 de noviembre de 2015

Política y Reino de Dios.


Es importante afirmar algunas cosas sobre la forma en la que pensamos la política y algunas claves para ser testigos de Jesús en este momento crucial.

El domingo 22 de noviembre Argentina celebra el desempate electoral entre los dos candidatos que se disputan la presidencia. En las últimas semanas aumenta el clima de enfrentamiento entre ambos candidatos y las redes sociales son reflejo de la dialéctica partidista. Como un alegato a favor del debate sano y la participación política, la Comunidad cristiana Aviva, de la provincia de Córdoba (Argentina) compartió esta reflexión, que reproducimos a continuación. 

En estos días, pareciera que todos nos convertimos en analistas políticos. En las conversaciones casuales, en los murales callejeros y las redes sociales, en las comidas familiares, los grupos de amigos, de estudio y de trabajo, nadie está ajeno a la encrucijada política que atraviesa nuestro país. Nos alegra que este tema haya entrado en la vida de tantas personas; creemos que esto puede convertirse, cuando se hace con amor y tolerancia, en una forma en la cual la sociedad se enfoque un poco más en el bien común y no solo en un plano individual. 

No obstante, como comunidad creemos que es importante afirmar algunas cosas sobre la forma en la que pensamos la política y algunas claves para ser testigos de Jesús en este momento crucial. Lo primero que tenemos que decir es que el problema esencial del hombre es estar alejado de Dios. No es un problema que pueda resolver un candidato político ni un proyecto social, cultural o económico. Los países con niveles de vida más altos son muchas veces los que tienen los índices de suicidio más altos. Ningún proyecto cambia la vida desde las bases si Jesús no es el fundamento del cambio. El Reino de Dios fue el centro de todo lo que Jesús dijo e hizo en la tierra. Por eso es también nuestro parámetro. 

El Reino de Dios tiene una doble cualidad. Es una búsqueda en la realidad, una actitud de descubrimiento ante todo lo que Dios está haciendo ahora mismo en el mundo; y es también una esperanza que trasciende la realidad, una búsqueda que se realizará del todo cuando Dios establezca completamente su justicia. 

El Reino de Dios nos dice “ahora” y “todavía no”, nos pide que tengamos un pie en lo que está pasando a nuestro alrededor y otro pie en la promesa. La vida del seguidor de Jesús es un frágil equilibrio entre dos realidades: estar en este mundo y no ser de este mundo (Jn. 17). Somos como embajadores que habitamos un suelo aunque nuestra patria es otra. Cuando solo recordamos una de estas verdades, perdemos el equilibrio. Estamos en el mundo y por eso nuestro destino participa del destino de la humanidad. Compartimos las alegrías y miserias de todos los hombres. Solo en esa participación vamos a ver la manifestación de Dios. No podemos refugiarnos en la promesa del cielo y olvidarnos de las necesidades que nos rodean. 

Nuestro ejemplo es Jesús, que se hizo carne para compartir con los hombres y acercarles un Dios que no es ajeno a la vida. No somos del mundo y por eso siempre tenemos que recordar dónde están puestas nuestras lealtades. Vivimos como peregrinos y extranjeros porque estamos en camino a nuestra patria. 

Aunque podemos apoyar proyectos, candidatos y partidos, es un error identificar esas cosas directamente con el Reino. Si nuestra esperanza se termina en esta vida, somos los más miserables de todos los hombres. El Reino que predicó Jesús se identificó con los desplazados de la sociedad, los afligidos, los que necesitan ayuda. Su misión fue «llevar la Buena Noticia a los pobres, […] proclamar que los cautivos serán liberados, que los ciegos verán, que los oprimidos serán puestos en libertad y que ha llegado el tiempo del favor del Señor» (Lc. 4:18,19). 

A lo largo de la Biblia, la salvación y la justicia se manifiestan juntas. No hay salvación en un plano eterno si eso no implica también una lucha por la liberación de las cadenas de opresión en el tiempo presente a nivel del espíritu, el alma y el cuerpo. La iglesia siempre tiene que estar alineada con los ideales de justicia del Reino. Si eso no pasa, perdemos nuestra conexión con Jesús. No todos los proyectos políticos son iguales y no es bueno meter todo en la misma bolsa. Para un cristiano, la democracia implica la posibilidad de elegir los proyectos que más se asemejen a la justicia del Reino de Dios. Y eso tiene dos consecuencias. En primer lugar, que su voto no está llamado a reflejar su clase social, su historia partidaria o sus simpatías con los candidatos sino las propuestas que, desde su interpretación, reflejen de mejor manera su lealtad a Cristo y los valores del Reino. 

En segundo lugar, que ninguna preferencia partidaria tiene que ser tan absoluta que impida la crítica constructiva. Nuestra confianza no está puesta en los hombres, los partidos ni los sistemas. Una iglesia que no se distingue del mundo está tan cerca que no puede hablarle. Pierde su rol profético. De igual manera, una iglesia poco involucrada con el mundo está tan lejos que tampoco puede hablarle. Se olvida de que tiene que encarnarse. El Nuevo Testamento repite sistemáticamente que todos los cristianos tenemos que honrar y someternos a las autoridades (Rm. 13:1-4; 1 Tm. 2:1,2; Ti. 3:1; 1 P. 2:13). Este principio no solo se aplica a los buenos gobernantes. Recordemos que los primeros cristianos eran los discípulos de un hombre crucificado injustamente por el Imperio Romano y que muchos de ellos fueron perseguidos y martirizados. Tenían muy buenos motivos para resistir a uno de los regímenes más sangrientos de la historia. 

Como a los primeros cristianos, a nosotros también nos cuesta aceptar que las autoridades del gobierno fueron puestas por Dios (Rm. 13). Resulta extraño que el Dios de la justicia haya colocado a representantes que, más de una vez, actúan injustamente. Pero aunque no siempre entendemos, aceptamos confiadamente los designios del Señor y su voluntad. Estamos llamados a predicar la justicia pero sabemos que incluso las injusticias ayudan al bien de todos los que amamos a Dios. No importa la circunstancia en la que estemos: cuando Jesús es el centro, todo lo que vivamos vale la pena. No creemos que sea sano que la iglesia como institución se alinee detrás de un proyecto político. En la historia, eso nunca terminó bien. Desde la unión que hizo Constantino entre iglesia y estado en el siglo IV hasta nuestros días, pasando por la complicidad de la iglesia con Hitler, con Bush, con el régimen comunista en China o las dictaduras en Argentina y Latinoamérica, hemos aprendido que la iglesia como un Cuerpo tiene que mantener cierta distancia con los poderes de turno. Si eso no pasa, no va a poder levantar proféticamente la voz por los que no tienen voz ni va a poder representar la causa de los oprimidos. 

La misión de la iglesia como un todo no puede diluirse entre pujas políticas. Pero sí creemos que hay misiones individuales, inspiradas por Dios, para manifestar el Reino en diferentes esferas de la sociedad. Algunos lo hacen en el arte, otros en la educación, en el deporte, el comercio y también en los diversos sectores de la política y el Estado. Son como agentes secretos del Reino de Dios en cada uno de esos lugares. Hay hermanos que están llamados a participar y comprometerse en espacios atravesados por la política. Ellos son luz en esos lugares y si ellos faltan, falta la luz. No los juzgamos arrebatadamente ni los menospreciamos porque Dios también está manifestando su Reino a través de ellos. Sabemos que cada discípulo debe militar únicamente a Jesús en los espacios que le toca habitar. 

Esto no significa que seamos tibios en nuestro compromiso con las causas de los hombres. Significa que nuestro único Señor es Cristo. Solo Él tiene nuestra lealtad absoluta. Orígenes, un teólogo del siglo III, decía que los cristianos hacen más por su nación cuando oran por la paz y la justicia que cuando van a la guerra. Aunque podemos participar en diferentes espacios y comprometernos con las necesidades de nuestro tiempo, hay armas espirituales que, si nosotros no usamos, nadie más va a usar. Por eso oramos por la paz de nuestra nación y para que la justicia de los gobernantes nos permita vivir «una vida pacífica y tranquila, caracterizada por la devoción a Dios y la dignidad» (1 Tm. 2:2). Aunque los resultados a veces sean menos visibles, la oración hace una diferencia no solo en las historias individuales sino también en los destinos de los pueblos. 

En sus cartas, Pablo pedía oración por el mismo emperador que, años más tarde, lo condenó a la muerte. Sus oraciones y respeto no tenían nada que ver con afinidad política. Nuestro compromiso con la oración y con nuestro pueblo no solo se aplica a los partidos o candidatos que nos gustan. Buena parte de nuestras relaciones suceden hoy de manera virtual. Todavía estamos aprendiendo cómo conectarnos real y profundamente con otros a través de una pantalla. Tenemos algunas ideas para compartir sobre esto. 

En primer lugar, no buscamos pelea a través de las redes sociales. Son lugares donde las ideas se exageran y las personas se vuelven caricaturas de sí mismas. Nadie cambia de opinión por un comentario suelto en internet; nadie tiene ganas de evaluar sus motivaciones cuando es tratado con sarcasmo o dureza. Si hay algo para compartir con un hermano y realmente eso sirve para edificar la relación y la iglesia, es mejor hacerlo personalmente. 

En segundo lugar, no creemos todas las noticias, no buscamos solo la información que reafirma nuestro punto de vista y no nos llenamos de rencor hacia los que piensan diferente. Hay gente interesada en que odiemos, que nos aislemos y nos llenemos de miedo. Vivir en comunidad, por el contrario, es exponernos a los demás, es brindarnos a corazón abierto al que es diferente. La iglesia se fortalece en la diferencia. 

En tercer lugar, y como ya dijimos, el gran problema del hombre no es quién lo gobierna sino el hecho de que está lejos de Dios. Cuando las convicciones políticas ocupan más espacio que la fe, cuando se habla más del gobierno que de Jesús, se están enfocando mal los esfuerzos. No podemos permitir que nadie se cierre a nuestro testimonio por algunas opiniones políticas. El Reino es más importante que unas elecciones. 

En este contexto de polarización, parece que solo se puede estar de un lado o del otro. Nuestro país vive la política como el fútbol: rápidamente, la democracia se convierte en superclásico. El que no está con nosotros, está contra nosotros. Y quizás esto pueda ser cierto para quienes tienen una esperanza que se acaba en este mundo. Pero para nosotros, ningún proyecto político va a agotar la vida del Reino. 

Nuestro enemigo no es el que piensa diferente. No estamos en una guerra contra el otro partido o candidato. Por el contrario, Jesús nos enseñó que los pacificadores son bienaventurados y serán llamados hijos de Dios. El mundo ve en nosotros el rostro de Jesús cuando tomamos el rol de agentes de la paz. Ante la hostilidad y los enfrentamientos, preferimos representar al encuentro y al diálogo. En Romanos 14 hay una reflexión fantástica sobre la vida en comunidad. Pablo le escribe a los creyentes de Roma que dejaran de discutir por cosas que, sin ser pecado, les gustaba considerar como buenas o malas. Algunos comían todo tipo de alimentos y otros solo verduras; algunos creían que había días especiales y otros no. A todos ellos, les responde: «Yo sé —y estoy convencido por la autoridad del Señor Jesús— que ningún alimento en sí mismo está mal; pero si alguien piensa que está mal comerlo, entonces, para esa persona, está mal. Si otro creyente se angustia por lo que tú comes, entonces no actúas con amor si lo comes. No permitas que lo que tú comes destruya a alguien por quien Cristo murió». 

Su respuesta tiene mucho sentido al pensar la política. Cuando convertimos nuestras diferencias en algo que ofende a nuestro hermano, no estamos actuando en amor. Martín Lutero escribió que el Evangelio convierte a cada cristiano en un servidor de todos. La fe de Jesús no es la fe del egoísmo, de la meritocracia ni del rechazo. Es la fe que tiende puentes, que sana y predica el perdón. A través de Cristo, «Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo, no tomando más en cuenta el pecado de la gente. Y nos dio a nosotros este maravilloso mensaje de reconciliación. […] Hablamos en nombre de Cristo cuando les rogamos: ¡Vuelvan a Dios!» (2 Co. 5). Los tiempos violentos suelen mostrar las virtudes y miserias de los hombres. Que este momento agitado como país sirva para hacer visible el amor de Dios en el medio de la hostilidad. Que podamos aprender a mirar a todos los hombres con los ojos de Jesús, que no conquistó con grandes argumentos o violencia sino con servicio, humildad y entrega.

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