por Juan María Tellería Larrañaga
Yo mismo salvaré a tus hijos (Isaías 49, 25b BTX)
Mientras compartimos con todos nuestros amables lectores esta reflexión, no dejan de venirnos a la mente recuerdos e imágenes de ciertas situaciones que hemos vivido o hemos presenciado y, todo hay que decirlo, nos han hecho daño, moralmente hablando. Rememoramos en primer lugar a aquella señora de edad, creyente convencida y miembro de una pequeña congregación rural de nuestro país, que atravesaba por unos momentos de gran desánimo debido al reciente deceso de su esposo (también creyente) por suicidio, tras un largo proceso de profunda depresión; pero el desaliento de aquella hermana en la fe aún se había acentuado cuando el pastor de su iglesia, joven y recién llegado allí, lo primero que había hecho al saludarla y conocer la situación por la que estaba atravesando fue asegurarle, con gran vehemencia teológica y una salva interminable de versículos bíblicos, que su esposo estaba irremisiblemente condenado por su cobardía y su vergonzosa manera de poner fin a una vida que había recibido del Creador y sobre la que no tenía ningún derecho.
O también a aquella otra mujer creyente de otra congregación, que con infinita tristeza en la voz y en los ojos decía claramente a quienes conversaban con ella al concluir un culto lo terriblemente apenada que se sentía porque, tal como le recordaban de continuolos dirigentes de su congregación local, su hijo estaba perdido para siempre: había abandonado la Iglesia y vivía casado “en el mundo”, sin educar a sus hijos en la Palabra de Dios. ¡No había remisión para él!
Es triste escuchar a creyentes que pasan por este tipo de experiencias, desde luego. Pero lo que resulta realmente trágico es la comprobación palpable del espíritu condenatorio que existe en ocasiones en medios cristianos, tanto que algunos de los que se consideran responsables olíderes locales parecieran deleitarse con la idea de que personas creyentes se pierdan eternamente por no haber estado a la altura de ciertos requisitos o por no haber mostrado en su vida una serie de características definitorias y concluyentes de lo que significa ser un miembro comprometido de la Iglesia. Me pregunto muchas veces si no tendremos en nuestro entorno evangélico un gran porcentaje de lectores asiduos de la Biblia, pero otro muy pequeño de auténticos cristianos.
Digámoslo con claridad: el Evangelio de Jesucristo NO es un mensaje de condenación, sino de Salvación. Salvación con mayúscula. Aunque las Escrituras muestren profusión de textos en los que se evidencian los juicios de Dios contra la infidelidad o la ingratitud humana, pasajes que de ninguna manera podemos (¡ni debemos!) obviar, una lectura atenta del conjunto de la Biblia nos conduce irrevocablemente a la esperanza. El creyente cristiano está llamado a vivir en esperanza y a gozarse del don de la Gracia de Dios en Jesús que nos permite anticipar aquí y ahora la plenitud de nuestra redención.
Cuando los miembros de una comunidad determinada, ya sea grande o pequeña, urbana o rural, compuesta por gentes adineradas o sencillas, de una denominación u otra, se congregan en el Día del Señor para escuchar la Palabra de Dios y adorar a Cristo en comunión con él y entre los creyentes, lo hacen esperando salir confortados. A lo largo de la semana, cada uno brega con sus propios problemas, ya sean domésticos, laborales, económicos o estrictamente personales. El servicio de culto ha de constituir una ocasión especial, una auténtica recuperación de fuerzas, un respiro, una “recarga de pilas”, como dice un amigo mío muy querido. Es cierto que los problemas no nos van a abandonar; no desaparecerán por arte de magia; al contrario, estarán esperándonos a la salida del templo para acompañarnos otra vez a lo largo de la nueva semana. Pero al menos, esos momentos de escucha de la Palabra de Dios, de participación en el Sacramento y la oración y adoración conjunta, han de constituir un hito de especial relevancia, un alto en el camino, una inyección de ánimo.
Poco se puede animar a nadie cuando desde el púlpito se hace una proclama de condenación contra los propios creyentes, o cuando la Biblia se utiliza exclusivamente como un martillo con el que machacar a personas que lo que necesitan es todo lo contrario. A personas que van a la iglesia buscando consuelo. ¿De qué sirve luego condenar con tanta saña, como a veces se hace, a otras denominaciones históricas por sus errores y su falta de amor?
Sinceramente lo digo, no tengo argumentos válidos para condenar eternamente a nadie que, aun siendo creyente, haya puesto fin a su propia existencia en este mundo. Sin duda que no es lo mejor que se puede hacer con un don tan grande como la vida, que hemos recibido de Dios y que solo a él compete ponerle término. Pero cuando alguien, sumido en una depresión profunda, que no es sino una enfermedad mental muy grave, acaba consigo mismo, ¿puedo asegurar con total seguridad que haya quedado por ello excluido de la misericordia de Dios? ¿Y puede considerarse, no ya cristiano, sino simplemente humano, espetarle a un familiar de un suicida que ese ser querido está irremisiblemente condenado?
Por otro lado, ¿cómo puedo yo saber que un creyente que, por las circunstancias que fueren (las comprenda o no), haya abandonado la Iglesia se ha perdido para siempre? ¿Conozco tal vez el fin de sus días o todos los procesos de su mente o su razonamiento como para emitir con tanta seguridad juicios tan absolutos?
¿Soy yo Dios acaso para poder dictaminar sentencias eternas con tanta claridad?
El hilo conductor de las Escrituras me impulsa a transmitir ánimo, no desaliento. El mensaje del Evangelio de Cristo me impele a hablar de una salvación que es cierta, que es segura para los hijos de Dios, no de condenación. El Dios que se revela en las páginas de la Biblia se me muestra como Padre que quiere lo mejor para sus hijos, no como un enemigo o un saqueador de su propia heredad. Jesús nuestro Señor nos insta a no juzgar para que no seamos juzgados. Porque finalmente, la última palabra en relación con la vida o la muerte, en este mundo o en el otro, la tiene él. No la tengo yo. Ni ningún otro.
Incluso cometiendo errores tan graves como los que comentamos en esta reflexión, los creyentes estamos en buenas manos. En las mejores. Nuestra misión es vivir, compartir y proclamar esperanza porque nuestro Señor es el Salvador.
Fuente: Lupa Protestante
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