jueves, 18 de julio de 2013

Cura radical o suicidio asistido: ¿Tiene salvación la Iglesia?


Hans Küng, teólogo

La primavera árabe ha sacudido a toda una serie de regímenes autocráticos. Con la renuncia del papa Benedicto XVI y la elección del papa Francisco ¿podría suceder algo parecido también en la Iglesia católica, una «primavera vaticana»?
Evidentemente, el sistema de la Iglesia católico-romana es muy diferente de los imperantes en Túnez y Egipto, para no hablar de monarquías absolutas como Arabia Saudí. En todos estos países, las reformas habidas hasta ahora a menudo no son más que concesiones menores, e incluso estas se hallan con frecuencia amenazadas por aquellos que, en nombre de la tradición, se oponen a cualquier tipo de reformas progresivas. En Arabia Saudí, en realidad, muchas de las tradiciones solo tienen un par de siglos de antigüedad. La Iglesia católica, en cambio, pretende basarse en tradiciones que se remontan veinte siglos atrás, al propio Jesucristo.

¿Es verdadera esta pretensión? De hecho, a lo largo de su primer milenio, la Iglesia se las arregló excelentemente bien sin el papado monárquico-absolutista que hoy damos por sentado. No fue hasta el siglo XI cuando una «revolución desde arriba», comenzada por el papa Gregorio VII (la «reforma gregoriana»), introdujo las tres características destacadas que hasta hoy definen el sistema romano, a saber: el papado centralista-absolutista, el juridicismo clerical y el celibato obligatorio del clero.

Los esfuerzos por reformar este sistema realizados por los concilios reformadores del siglo XV, por los reformadores protestantes y católicos del siglo XVI, por los promotores de la Ilustración y la Revolución francesa en los siglos XVII y XVIII y, más recientemente, por los campeones de una teología liberal-progresista en los siglos XIX y XX, solo obtuvieron un éxito parcial. Incluso el concilio Vaticano II, entre 1962 y 1965, si bien abordó muchas de las preocupaciones expresadas por reformadores y críticos modernos, resultó disminuido en la práctica por el poder de la curia pontificia y no logró imponer más que unos pocos de los cambios que se reclamaban. Hasta el día de hoy, la curia —que en su figura actual es una criatura del siglo undécimo— es el principal obstáculo a cualquier reforma a fondo de la Iglesia católica, a toda reconciliación sincera con las demás Iglesias cristianas y las religiones mundiales, y a cualquier entendimiento crítico y constructivo con el mundo moderno.

Para empeorar las cosas, con el apoyo de la curia, bajo los dos papas anteriores, tuvo lugar un retorno fatal a las viejas actitudes y prácticas absolutistas.

¿Se ha preguntado Jorge Mario Bergoglio por qué, hasta ahora, ningún papa se había atrevido a tomar el nombre de Francisco? Este jesuita argentino de raíces italianas era muy consciente, en cualquier caso, de que al elegir este nombre estaba reavivando la memoria de Francisco de Asís, famoso por salirse de la sociedad del siglo XIII. De joven, Francisco, hijo de un rico comerciante de telas de Asís, llevó la vida agitada y mundana típica de los jóvenes acomodados de la ciudad. Luego, de repente, a los veinticuatro años, unas cuantas experiencias le llevaron a renunciar a familia, riqueza y carrera. En un gesto dramático ante el tribunal del obispo de Asís, se despojó de sus suntuosos vestidos y los arrojó a los pies de su padre.

Sorprende ver cómo el papa Francisco, desde el momento de su elección, ha optado claramente por un nuevo estilo totalmente diferente del de su antecesor: no luce ya la dorada mitra con joyas, ni viste la capa roja ribeteada con armiño, ni calza los rojos zapatos hechos a medida, ni lleva el gorro rojo con bordes de armiño, ni tampoco se sienta en el trono papal decorado con la triple corona, emblema del poder político de los papas.

Igual de sorprendente es la manera en que el nuevo papa se abstiene conscientemente de hacer gestos melodramáticos y de emplear una retórica hinchada; habla el lenguaje de la gente de la calle, como haría un laico, si a los laicos Roma no les tuviese prohibido predicar.

Y sorprende, en fin, cómo el nuevo papa recalca su lado humano: pidió a la gente que rezara por él antes de darle la bendición; como cualquier otro cardenal, pagó de su bolsillo la factura del hotel tras su elección; mostró su solidaridad con los cardenales montándose con ellos en el mismo autobús para regresar a la residencia que compartían y despidiéndose luego cordialmente de ellos. El Jueves Santo fue a una cárcel local para lavar los pies a jóvenes convictos, incluida una mujer… musulmana. A todas luces, está mostrando que es un hombre con los pies en el suelo.

Todo esto hubiera agradado a Francisco de Asís, y es exactamente lo contrario de todo lo que defendía el papa coetáneo, Inocencio III (1198-1216), el pontífice más poderoso de la Edad Media. En realidad, Francisco de Asís representa la alternativa al sistema romano que ha dominado la Iglesia católica desde las postrimerías del primer milenio. ¿Qué hubiera sucedido si Inocencio III y su entorno hubieran escuchado a Francisco y descubierto de nuevo las exigencias del Evangelio? No hay por qué tomar estas exigencias tan al pie de la letra como hizo Francisco; lo que cuenta es el espíritu que hay detrás de ellas. Las enseñanzas del Evangelio representan un poderoso desafío al sistema romano: esa estructura de poder centralizada, juridificada, politizada y clericalizada que ha dominado la Iglesia de Cristo en Occidente desde el siglo XI.

Así pues, ¿qué debería hacer el nuevo papa? La gran cuestión que tiene por delante es qué postura adoptar en lo relativo a una reforma seria de la Iglesia. ¿Llevará finalmente a cabo las reformas desde hace mucho pendientes y bloqueadas en las últimas décadas? ¿O dejará que las cosas sigan el curso que tomaron bajo sus predecesores? En ambos casos, el desenlace es claro:

— Si se embarca en un cauce de reformas, encontrará un amplio apoyo incluso más allá de las fronteras de la Iglesia católica.

— Si continúa con el actual cercenamiento, el clamor del «levantaos y rebelaos» (el ¡Indignaos! de Stéphane Hessel) en la Iglesia católica irá en aumento e incitará a las personas a actuar por su cuenta, a iniciar reformas «desde abajo», sin la aprobación de la jerarquía y a menudo contra cualquier intento de frustrarlas. En el peor de los casos, la Iglesia católica vivirá una nueva edad de hielo en vez de una primavera, y correrá el riesgo de quedar reducida a una mera secta, con un elevado número de miembros, sí, pero sin ninguna relevancia social y religiosa.

No obstante, tengo fundadas esperanzas de que las preocupaciones que expreso en ¿Tiene salvación la Iglesia? serán tomadas en serio por el nuevo papa. Usando la analogía médica que sirve de motivo central al libro, diré que la única alternativa que le queda a la Iglesia ante el «suicido asistido» es una «cura radical». Esto significa más que un nuevo estilo, un nuevo lenguaje o un nuevo tono colegial. Significa sacar adelante reformas radicales, durante mucho tiempo postergadas, de la estructura de la Iglesia y revisar urgentemente las obsoletas e infundadas posiciones dogmáticas y éticas que impusieron sus predecesores.

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