Jose Arregi
Evidentemente, Jesús no “instituyó” ninguna Iglesia, ninguna “estructura eclesial” propiamente dicha; una doctrina, una liturgia, un gobierno… Jesús puso en marcha un movimiento, que a través de muchas circunstancias y vicisitudes históricas desembocará en iglesias organizadas, y mucho más tarde en una Iglesia centralizada.
Jesús empezó quizá actuando solo, pero pronto reunió un grupo de discípulos en torno a sí. Así lo habían hecho también Buda, Confucio, Sócrates. Y Juan Bautista, de quien Jesús fue discípulo durante algún tiempo.
Un grupo de hombres y de mujeres acompaña a Jesús a todas partes haciendo con él vida itinerante; pero también encontramos un grupo más amplio de personas que, viviendo en sus casas y siguiendo en sus tareas, son sin embargo discípulos de Jesús, le apoyan, lo reciben, le “siguen”. Todos ellos forman el “movimiento de Jesús”.
También nosotros nos sentimos y queremos ser discípulos de Jesús. El reino de Dios nos reúne. El reino nos necesita en grupo, pero también nosotros necesitamos sentirnos acompañados para poder ser profetas del reino.
Nos empuja su movimiento, y queremos empujarlo. Nos mueve la alegría a menudo tan oculta de la misma buena noticia y la esperanza difícil del reino de Dios. Somos Iglesia de Jesús. Pero¿cómo es la “Iglesia” que Jesús quiso?
En el origen del discípulo y de la Iglesia está la conciencia de haber sido llamado. La voluntad y la decisión de uno son imprescindibles, pero son despertadas por la llamada de otro; por la llamada de Jesús y, en último término, por la llamada de Dios. Eso es lo que significa originariamente el término “Iglesia” (Ekklesia) “comunidad de llamados”.
La llamada de Jesús se presenta de diversas maneras en los evangelios, y es normal, pues el Espíritu actualiza la llamada de Dios de modos muy diversos, según el temperamento y las circunstancias de cada persona.
A veces, son los mismos discípulos los que se acercan a Jesús, porque quieren seguirle; Yendo de camino, alguien le dijo: “Te seguiré a donde vayas” (Lc 9,57).
Otras veces, es Jesús quien llama directamente, con autoridad; “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres” (Mc 1,6); “Sígueme” (Mc 2,14).
Es sorprendente. No eran los escribas quienes elegían a sus discípulos, sino a la inversa; eran los discípulos los que solían elegir a sus maestros. En el evangelio no sucede así; en muchos pasajes, es Jesús el que llama a sus discípulos, y lo hace sin rodeos, sin dar explicaciones, sin hacer bellas promesas. Llama directamente, con concisión. Ven sígueme. Todo está en juego, y todo merece la pena, pero no es posible saberlo sin seguirle (cf. Jn 1,39).
Existen también otras diferencias llamativas entre los discípulos de los escribas y los de Jesús; los discípulos de los escribas solían tener con sus maestros una relación temporal, mientras que los discípulos de Jesús tienen con él una relación permanente; los escribas no admitían mujeres discípulas, pero Jesús sí.
Y otras veces, por fin, la invitación a seguir a Jesús llega al discípulo por mediación de otro; “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1,41), dice Andrés a su hermano Pedro. La llamada llega a Pedro por medio de Andrés, y a Natanael por medio de Felipe. Y así se prolonga y se extiende la llamada de Jesús que constituye la Iglesia.
El ser humano es un ser llamado. Llegamos a ser nosotros mismos gracias a la llamada, la mirada, la palabra de otro. Y en la palabra y en la llamada que nos vienen de otro, vamos percibiendo que el misterio de Dios, totalmente otro y absolutamente íntimo, nos envuelve y nos funda.
En la llamada de Jesús, los discípulos de Jesús han reconocido la llamada de su propio interior, la llamada del pueblo sufriente, la llamada de los tiempos difíciles y, en última instancia, la llamada del Dios grande y cercano que les invita a la fiesta y a la lucha por el reino.
Siempre es Dios el que llama, pero Dios llama siempre por mediaciones: a través del propio deseo y de las propias facultades, a través de la profecía y la compañía de una persona concreta, a través del grito y la necesidad de los sufrientes…
Los discípulos, movidos por la presencia y la promesa de Dios, se convierten en “pescadores de hombres”, es decir, en liberadores de hombres y mujeres, en la esperanza del reino de Dios, en la lucha por el reino de Dios.
Fuente: Atrio
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