lunes, 4 de febrero de 2013

La fe en Cristo hoy y en el inicio de la Iglesia.


Primera predicación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa OFM Cap (2005)

Simón se convierte en Kefa, Roca, en el momento en que, por revelación del Padre, profesa su fe en el origen divino de Jesús. «Sobre esta piedra –así San Agustín parafrasea las palabras de Cristo— edificaré la fe que has profesado. Sobre el hecho de que has dicho: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”, edificaré mi Iglesia» [1]. 

Por esto he pensado elegir «la fe en Cristo» como tema de la predicación de Adviento. En esta primera meditación desearía intentar trazar la que me parece que es la situación en acto en nuestra sociedad acerca de la fe en Cristo y el remedio que la Palabra de Dios nos sugiere para afrontarla. En los sucesivos encuentros meditaremos sobre qué nos dice hoy a nosotros la fe en Cristo de Juan, de Pablo, del Concilio de Nicea y la fe experimentada de María, su Madre. 

1. Presencia – ausencia de Cristo

¿Qué papel tiene Jesús en nuestra sociedad y en nuestra cultura? Pienso que se puede hablar, al respecto, de una presencia-ausencia de Cristo. En cierto nivel –el de los mass-media en general— Jesucristo está muy presente, nada menos que una «Superstar», según el título de un conocido musical sobre él. En una serie interminable de relatos, películas y libros, los escritores manipulan la figura de Cristo, a veces bajo pretexto de fantasmales nuevos documentos históricos sobre él. El Código Da Vinci es el último y más agresivo episodio de esta larga serie. Se ha convertido ya en una moda, un género literario. Se especula sobre la vasta resonancia que tiene el nombre de Jesús y sobre lo que representa para amplia parte de la humanidad para asegurarse gran publicidad a bajo coste. Y esto es parasitismo literario. 

Desde cierto punto de vista podemos por lo tanto decir que Jesucristo está muy presente en nuestra cultura. Pero si miramos hacia el ámbito de la fe, al que él pertenece en primer lugar, notamos, al contrario, una inquietante ausencia, si no hasta rechazo de su persona. 

Ante todo a nivel teológico. Una cierta corriente teológica sostiene que Cristo no habría venido para la salvación de los judíos (a los que les bastaría permanecer fieles a la Antigua Alianza), sino sólo para la de los gentiles. Otra corriente sostiene que él no sería necesario tampoco para la salvación de los gentiles, teniendo éstos, gracias a su religión, una relación directa con el Logos eterno, sin necesidad de pasar por el Verbo encarnado y su misterio pascual. ¡Hay que preguntarse para quién es aún necesario Cristo!

Más preocupante todavía es lo que se observa en la sociedad en general, incluidos los que se definen «creyentes cristianos». ¿En qué creen, en realidad, aquellos que se definen «creyentes» en Europa y otras partes? Creen, la mayoría de las veces, en la existencia de un Ser supremo, de un Creador; creen que existe un «más allá». Pero ésta es una fe deísta, no aún una fe cristiana. Teniendo en cuenta la famosa distinción de Karl Barth, ésta es religión, no aún fe. Diferentes investigaciones sociológicas advierten este dato de hecho también en los países y regiones de antigua tradición cristiana, como la región en la que yo mismo nací, en las Marcas. Jesucristo está en la práctica ausente en este tipo de religiosidad. 

Incluso el diálogo entre ciencia y fe, que ha vuelto a ser tan actual, lleva, sin quererlo, a poner entre paréntesis a Cristo. Aquél tiene de hecho por objeto a Dios, el Creador. La persona histórica de Jesús de Nazaret no tiene ahí ningún lugar. Sucede lo mismo también en el diálogo con la filosofía, que ama ocuparse de conceptos metafísicos más que de realidades históricas. 

Se repite en resumen, a escala mundial, lo que ocurrió en el Areópago de Atenas, con ocasión de la predicación de Pablo. Mientras el Apóstol habló del Dios «que hizo el mundo y todo lo que hay en él» y del cual «somos también estirpe», los doctos atenienses le escucharon con interés; cuando comenzó a hablar de Jesucristo «resucitado de entre los muertos» respondieron con un educado «sobre esto ya te oiremos otra vez» (Hch 17,22-32). 

Basta una sencilla mirada al Nuevo Testamento para entender cuán lejos estamos, en este caso, del significado original de la palabra «fe» en el Nuevo Testamento. Para Pablo, la fe que justifica a los pecadores y confiere el Espíritu Santo (Ga 3,2), en otras palabras, la fe que salva, es la fe en Jesucristo, en su misterio pascual de muerte y resurrección. También para Juan la fe que «que vence al mundo» es la fe en Jesucristo. Escribe: «¿Quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?» (1 Jn 5,4-5). 

Frente a esta nueva situación, la primera tarea es la de hacer, nosotros los primeros, un gran acto de fe. «Tened confianza, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33), nos dijo Jesús. No ha vencido sólo al mundo de entonces, sino al mundo de siempre, en aquello que tiene en sí de reacio y resistente al Evangelio. Por lo tanto, ningún miedo o resignación. Me hacen sonreír las recurrentes profecías sobre el inevitable fin de la Iglesia y del cristianismo en la sociedad tecnológica del futuro. Nosotros tenemos una profecía bastante más autorizada a la que atenernos: «El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán» (Mt 24,35).

Pero no podemos permanecer inertes; debemos ponernos manos a la obra para responder de manera adecuada a los desafíos que la fe en Cristo afronta en nuestro tiempo. ¡Para re-evangelizar el mundo post-cristiano es indispensable, creo, conocer el camino seguido por los apóstoles para evangelizar el mundo pre-cristiano! Las dos situaciones tienen mucho en común. Y es esto lo que querría ahora intentar sacar a la luz: ¿cómo se presenta la primera evangelización? ¿Qué vía siguió la fe en Cristo para conquistar el mundo?

2. Kerigma y didaché

Todos los autores del Nuevo Testamento muestran presuponer la existencia y el conocimiento, por parte de los lectores, de una tradición común (paradosis) que se remonta al Jesús terreno. Esta tradición presenta dos aspectos, o dos componentes: un componente llamado «predicación», o anuncio (kerigma) que proclama lo que Dios ha obrado en Jesús de Nazaret, y un componente llamado «enseñanza» (didaché) que presenta normas éticas para un recto actuar por parte de los creyentes [2]. Varias cartas paulinas reflejan este reparto, porque contienen una primera parte kerigmática, de la que desciende una segunda parte de carácter parenético o práctico. 

La predicación, o el kerigma, es llamada el «evangelio» [3]; la enseñanza, o didaché, en cambio es llamada la «ley», o el mandamiento, de Cristo, que se resume en la caridad [4]. De estas dos cosas, la primera –elkerigma, o evangelio-- es lo que da origen a la Iglesia; la segunda –la ley, o la caridad— que brota de la primera, es lo que traza a la Iglesia un ideal de vida moral, que «forma» la fe de la Iglesia. En este sentido, el Apóstol distingue su obra de «padre» en la fe, frente a los corintios, de la de los «pedagogos» llegados detrás de él. Dice: «He sido yo quien, mediante el Evangelio, os engendré en Cristo Jesús» (1 Co 4,15)

La fe, por lo tanto, como tal, florece sólo en presencia del kerigma, o del anuncio. «¿Cómo podrán creer –escribe el Apóstol hablando de la fe en Cristo-- sin haberle oído? ¿Cómo podrán oírle sin que se les predique?» (Rm 10,14). Literalmente: «sin alguno que proclama el kerigma» (choris keryssontos). Y concluye: «Por tanto la fe viene de [la escucha de] la predicación» (Rm 10,17), donde por «predicación» se entiende la misma cosa, esto es, el «evangelio» o el kerygma. 

En el libro Introducción al cristianismo, el Santo Padre Benedicto XVI, entonces profesor de Teología, arrojó la luz en las profundas implicaciones de este hecho. Escribe: «En la fórmula “la fe proviene de la escucha”... se enfoca claramente la distinción fundamental entre fe y filosofía... En la fe se tiene una precedencia de la palabra sobre el pensamiento... En la filosofía el pensamiento precede a la palabra; ésta es por lo tanto un producto de la reflexión, que después se intenta expresar en palabras... La fe en cambio se acerca siempre al hombre desde el exterior... no es un elemento pensado por el sujeto, sino a él dicho, que le llega no como pensado ni pensable, interpelándole y comprometiéndole» [5]. 

La fe viene por lo tanto de la escucha de la predicación. ¿Pero cuál es, exactamente, el objeto de la «predicación»? Se sabe que en boca de Jesús aquél es la gran noticia que hace de fondo en sus parábolas y de la que brotan todas sus enseñanzas: «¡Ha llegado a vosotros el Reino de Dios!». Pero ¿cuál es el contenido de la predicación en boca de los apóstoles? Se responde: ¡la obra de Dios en Jesús de Nazaret! Es verdad, pero existe algo aún más concreto, que es el núcleo germinativo de todo y que, respecto al resto, es como la reja del arado, esa especie de espada ante el arado que rompe en primer lugar el terreno y permite al arado trazar el surco y remover la tierra. 

Este núcleo más concreto es la exclamación: «¡Jesús es el Señor!», pronunciada y acogida en el estupor de una fe «statu nascenti», esto es, en el acto mismo de nacer. El misterio de esta palabra es tal que ella no puede ser pronunciada «sino bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Co 12,3). Sola, ella hace entrar en la salvación a quien cree en su resurrección: «Porque si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rm 10,9).

«Como la estela de un navío –diría Ch. Péguy-- va ampliándose hasta desaparecer y perderse, pero comienza con una punta que es la punta misma del navío», así –añado yo-- la predicación de la Iglesia va ampliándose, hasta constituir un inmenso edificio doctrinal, pero comienza con una punta y esta punta es el kerigma: «¡Jesús es el Señor!».

Por lo tanto aquello que en la predicación de Jesús era la exclamación: «¡Ha llegado el reino de Dios!», en la predicación de los apóstoles es la exclamación: «¡Jesús es el Señor!». Y sin embargo ninguna oposición, sino continuidad perfecta entre el Jesús que predica y el Cristo predicado, porque decir: «¡Jesús es el Señor!» es como decir que en Jesús, crucificado y resucitado, se ha realizado por fin el reino y la soberanía de Dios sobre el mundo. 

Debemos entendernos bien para no caer en una reconstrucción irreal de la predicación apostólica. Después de Pentecostés, los apóstoles no recorren el mundo repitiendo siempre y sólo: «¡Jesús es el Señor!». Lo que hacían, cuando se encontraban anunciando por primera vez la fe en un determinado ambiente, era, más bien, ir directos al corazón del evangelio, proclamando dos hechos: Jesús murió – Jesús resucitó, y el motivo de estos dos hechos: murió «por nuestros pecados», resucitó «para nuestra justificación» (Cf. 1 Cor 15,4; Rm 4,25). Dramatizando el asunto, Pedro, en los Hechos de los Apóstoles, no hace sino repetir a quienes le escuchan: «Vosotros matasteis a Jesús de Nazaret, Dios le ha resucitado, constituyéndole Señor y Cristo» [6].

El anuncio: «¡Jesús es el Señor!» no es por lo tanto otra cosa sino la conclusión, ahora implícita ahora explícita, de esta breve historia, narrada en forma siempre viva y nueva, si bien sustancialmente idéntica, y es, a la vez, aquello en lo que tal historia se resume y se hace operante para quien la escucha. «Cristo Jesús... se despojó de sí mismo... obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó... para que toda lengua confiese que Cristo Jesús es el Señor» (Flp 2, 6-11).

La proclamación «¡Jesús es el Señor!» no constituye por lo tanto, ella sola, la predicación entera, pero es su alma y, por así decirlo, el sol que la ilumina. Ella establece una especie de comunión con la historia de Cristo a través de la «partícula» de la palabra y hace pensar, por analogía, en la comunión que se opera con el cuerpo de Cristo a través de la partícula de pan en la Eucaristía. 

Llegar a la fe es el repentino y estupefacto abrir los ojos a esta luz. Evocando el momento de su conversión, Tertuliano lo describe como un salir del gran útero oscuro de la ignorancia, sobresaltándose a la luz de la Verdad [7]. Era como la apertura de un mundo nuevo; la primera Carta de Pedro lo define como pasar «de las tinieblas a la admirable luz» (1 P 2,9; Col 1,12 ss.).

El kerigma, como explicó bien el exégeta Heinrich Schlier, tiene un carácter asertivo y autoritativo, no discursivo o dialéctico. No tiene necesidad, por lo tanto, de justificarse con razonamientos filosóficos o apologéticos: se acepta o no se acepta, y basta. No es algo de lo que se pueda disponer, porque es eso lo que dispone de todo; no puede estar fundado por alguno, porque es Dios mismo quien lo funda y es eso lo que hace después de fundamento a la existencia [8].

El pagano Celso, en el siglo II, escribe de hecho indignado: «Los cristianos se comportan como quienes creen sin razón. Algunos de ellos no quieren tampoco dar o recibir razón en torno lo que creen y emplean fórmulas como éstas: “No discutas, sino cree; la fe te salvará. La sabiduría de este siglo es un mal y la simpleza es un bien”» [9].

Celso (que aquí aparece extraordinariamente cercano a los modernos partidarios del pensamiento débil) querría, en sustancia, que los cristianos presentaran su fe de manera dialéctica, sometiéndola, esto es, en todo y para todo, a la investigación y a la discusión, de forma que ella pueda entrar en el marco general, aceptable también filosóficamente, de un esfuerzo de autocomprensión del hombre y del mundo que permanecerá siempre provisional y abierto. 

Naturalmente, el rechazo de los cristianos a dar pruebas y aceptar discusiones no se refería a todo el itinerario de la fe, sino sólo a su inicio. Ellos no rehuían, tampoco en esta época apostólica, la confrontación y «dar razón de su esperanza» (Cf. 1 P 3,15) también a los griegos (Cf. 1 P 3,15). Los apologistas del siglo II-III son la confirmación de ello. Solamente pensaban que la fe misma no podía surgir de aquella confrontación, sino que debía precederla como obra del Espíritu y no de la razón. Ésta podía, como mucho, prepararla y, una vez acogida, mostrar su «razonabilidad». 

En el principio, el kerigma se distinguía, hemos visto, de la enseñanza (didaché), como también de la catequesis. Estas últimas cosas tienden aformar la fe, o a preservar su pureza, mientras que el kerigma tiende asuscitarla. Él tiene, por así decirlo, un carácter explosivo, o germinativo; se parece más a la semilla que da origen al árbol que al fruto maduro que está en la cima del árbol y que, en el cristianismo, está constituido más bien por la caridad. El kerigma no se obtiene en absoluto por concentración, o por resumen, como si fuera la médula de la tradición; sino que está aparte, o, mejor, al inicio de todo. De él se desarrolla todo lo demás, incluidos los cuatro evangelios. 

Sobre este punto se tuvo una evolución debida a la situación general de la Iglesia. En la medida en que se va hacia un régimen de cristiandad, en el cual todo en torno es cristiano, o se considera tal, se advierte menos la importancia de la elección inicial con la que se pasa a ser cristiano, tanto más que el bautismo se administra normalmente a los niños, quienes no tienen capacidad de realizar tal opción propia. Lo que más se acentúa, de la fe, no es tanto el momento inicial, el milagro de llegar a la fe, cuanto más bien la plenitud y la ortodoxia de los contenidos de la fe misma. 

3. Redescubrir el kerigma

Esta situación incide hoy fuertemente en la evangelización. Las Iglesias con una fuerte tradición dogmática y teológica (como es, por excelencia, la Iglesia Católica), corren el riesgo de encontrarse en desventaja si por debajo del inmenso patrimonio de doctrina, leyes e instituciones, no hallan ese núcleo primordial capaz de suscitar por sí mismo la fe. 

Presentarse al hombre de hoy, carente frecuentemente de todo conocimiento de Cristo, con todo el abanico de esta doctrina es como poner una de esas pesadas capas de brocado de una vez en la espalda de un niño. Estamos más preparados por nuestro pasado a ser «pastores» que a ser «pescadores» de hombres; esto es, mejor preparados a nutrir a la gente que viene a la iglesia que a llevar personas nuevas a la Iglesia, o repescar a los que se han alejado y viven al margen de ella. 

Ésta es una de las causas por las que en ciertas partes del mundo muchos católicos abandonan la Iglesia Católica por otras realidades cristianas; son atraídos por un anuncio sencillo y eficaz que les pone en contacto directo con Cristo y les hace experimentar el poder de su Espíritu. 

Si por un lado es de alegrarse que estas personas hayan encontrado una fe experimentada, por otro es triste que para hacerlo hayan abandonado su Iglesia. Con todo el respeto y la estima que debemos tener por estas comunidades cristianas que no son todas sectas (con algunas de ellas la Iglesia Católica mantiene desde hace años un diálogo ecuménico, ¡cosa que no haría ciertamente con las sectas!), hay que decir que aquellas no tienen los medios que tiene la Iglesia Católica de llevar a las personas a la perfección de la vida cristiana.

En muchos todo sigue girando, desde el principio hasta el final, en torno a la primera conversión, al llamado nuevo nacimiento, mientras que para nosotros, católicos, esto es sólo el inicio de la vida cristiana. Después de eso debe llegar la catequesis y el progreso espiritual, que pasa a través de la negación de uno, la noche de la fe, la cruz, hasta la resurrección. La Iglesia Católica tiene una riquísima espiritualidad, innumerables santos, el magisterio y sobre todo los sacramentos. 

Es necesario, por lo tanto, que el anuncio fundamental, al menos una vez, sea propuesto entre nosotros, nítido y enjuto, no sólo a los catecúmenos, sino a todos, dado que la mayoría de los creyentes de hoy no ha pasado por el catecumenado. La gracia que algunos de los nuevos movimientos eclesiales constituyen actualmente para la Iglesia consiste precisamente en esto. Ellos son el lugar donde personas adultas tienen por fin la ocasión de escuchar el kerigma, renovar el propio bautismo, elegir conscientemente a Cristo como propio Señor y salvador personal y comprometerse activamente en la vida de su Iglesia. 

La proclamación de Jesús como Señor debería hallar su lugar de honor en todos los momentos fuertes de la vida cristiana. La ocasión más propicia son tal vez los funerales, porque ante la muerte el hombre se interroga, tiene el corazón abierto, está menos distraído que en otras ocasiones. Nada como el kerigma cristiano tiene qué decir al hombre, sobre la muerte, una palabra a la medida del problema. 

El kerigma resuena, es verdad, en el momento más solemne de cada Misa: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!». Pero, por sí sola, ésta es una sencilla fórmula de aclamación. Se ha dicho que «los evangelios son relatos de la pasión precedidos por una larga introducción» (M. Kahler). Pero, extrañamente, la parte originaria y más importante del evangelio es la menos leída y escuchada en el curso del año. En ningún día festivo, con multitud de pueblo, se lee en la iglesia la Pasión de Cristo, excepto el Domingo de Ramos en el que, por la duración de la lectura y la solemnidad de los ritos, ¡no hay tiempo para pronunciar al respecto una consistente homilía!

Ahora que ya no hay misiones populares como una vez, es posible que un cristiano no escuche jamás, en su vida, una predicción sobre la Pasión. Sin embargo es precisamente ella la que normalmente abre los corazones endurecidos. De ello se tuvo demostración con ocasión de la proyección de la película de Mel Gibson «La Pasión de Cristo». Ha habido casos de detenidos, que siempre habían negado ser culpables, que tras visionar la cinta confesaron espontáneamente su delito. 

4. Elegir a Jesús como Señor

Hemos partido de la pregunta: «¿qué lugar ocupa Cristo en la sociedad actual?»; pero no podemos terminar sin plantearnos la cuestión más importante en un contexto como éste: «¿qué lugar ocupa Cristo en mivida?». Traigamos a la mente el diálogo de Jesús con los apóstoles en Cesarea de Filipo: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? ...Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mt 16,13-15). Lo más importante para Jesús no parece ser qué piensa de él la gente, sino qué piensan de él sus discípulos más cercanos. 

He aludido antes a la razón objetiva que explica la importancia de la proclamación de Cristo como Señor en el Nuevo Testamento: ella hace presentes y operantes en quien la pronuncia los eventos salvíficos que recuerda. Pero existe también una razón subjetiva, y existencial. Decir «¡Jesús es el Señor!» significa tomar una decisión de hecho. Es como decir: Jesucristo es «mi» Señor; le reconozco todo derecho sobre mí, le cedo las riendas de mi vida; no quiero vivir más «para mí mismo», sino «para aquél que murió y resucitó por mí» (Cf. 2 Cor 5,15).

Proclamar a Jesús como propio Señor significa someter a él toda región de nuestro ser, hacer penetrar el Evangelio en todo lo que hagamos. Significa, por recordar una frase del venerado Juan Pablo II, «abrir, más aún, abrir de par en par las puertas a Cristo».

Me ha ocurrido a veces ser huésped de alguna familia y he visto lo que sucede cuando suena el telefonillo y se anuncia una visita inesperada. La dueña de la casa se apresura a cerrar las puertas de las habitaciones desordenadas, con la cama sin hacer, a fin de conducir al invitado al sitio más acogedor. Con Jesús hay que hacer exactamente lo contrario: abrirle justamente las «habitaciones desordenadas» de la vida, sobre todo la habitación de las intenciones... ¿Para quién trabajamos y por qué lo hacemos? ¿Para nosotros mismos o para Cristo, por nuestra gloria o por la de Cristo? Es la mejor forma de preparar en este Adviento una cuna acogedora a Cristo que viene en Navidad. 

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[1] S. Agustín, Sermón 295,1 (PL 38,1349).
[2] Cf. C. H. Dodd, Storia ed Evangelo (Historia y Evangelio) , Brescia, Paideia, 1976, pp. 42 ss.
[3] Cf., por ejemplo, Mc 1,1; Rm 15,19; Gal 1,7.
[4] Cf. Gal 6,2; 1 Cor 7,25; Jn 15,12; 1 Jn 4,21.
[5] J. Ratzinger, Introduzione al cristianesimo (Introducción al cristianismo), Brescia, Queriniana, 1969, pp. 56 s.
[6] Cf. Hch 2,22-36; 3,14-19; 10,39-42.
[7] Tertuliano, Apologeticum, 39, 9: “ad lucem expavescentes véritatis” .
[8] H. Schlier, Kerygma e sophia (Kerygma y sophia) , en Il tempo della Chiesa (El tiempo de la Iglesia) , Bolonia 1968, pp. 330-372.
[9] En Orígenes, Contra Celsum, I, 9.
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