En nuestra vida experimentamos una curiosa paradoja: cuanto más avanzamos en edad, más regresamos a los tiempos de la infancia. Parece que la vida nos invita a unir las dos puntas y comenzar a hacer una síntesis final. O quién sabe, el ocaso de la vida con la pérdida inevitable de la vitalidad, con los ritmos más tranquilos y los límites insoslayables de esta última fase, inconscientemente nos lleva a buscar fortalecimiento allí donde todo empezó. La existencia cansada viene a humedecer sus raíces en aquellos comienzos de antaño para intentar todavía rejuvenecer y llegar bien a la travesía final.
Eso fue lo que me ocurrió en esta primera semana de febrero cuando volví a mi tierra, a las viejas tierras (“terre vecchie” como decimos entre los parientes): Concórdia, en el interior de Santa Catarina. La ciudad, así como las ciudades vecinas, son conocidas en todo Brasil por sus productos: ¿quién no compró pollos Sadia de Concórdia, jamón Perdigão de Herval del Oeste, ahumados Aurora de Chapecó y salamis de Seara? Pues todas estas empresas están a pocos kilómetros unas de otras. Es una región rica, de colonos italianos, alemanes y polacos, lugares donde Brasil parece haber funcionado bien. Todo está prácticamente integrado, las casas son elegantes y de colores, el bienestar generalizado y no se conocen favelas como tantas que rodean la mayoría de las ciudades del país. Visitamos a los sobrevivientes de la familia, por parte de mi madre sólo una tía cargada de años y de dolores, por parte de mi padre ya no hay nadie. Sólo quedan primos y primas. La mayoría se fue para las ciudades, uno trabaja en Montreal como creador de juegos de Internet, otro es diplomático y los demás en profesiones liberales. Algunos quedaron en la tierra.
Después, los lugares queridos de la infancia. Ellos marcan nuestra psique porque los llevamos dentro: cada cerro, cada curva del camino, cada cuesta o pendiente y por todos lados amplios horizontes, vislumbrándose las montañas del Río Grande del Sur y las elevaciones de los Campos Gerais de Santa Catarina. La mente infantil exagera en las proporciones. Lo que considerábamos una subida penosa y difícil, no pasa de ser una sencilla cuesta o bajada. Los montes inmensos son sólo lomas. Pero siguen iguales las cañadas profundas, por todos los rincones las piedras que hacían penosa la labor de los colonos: el cultivo del trigo y del maíz. Los parrales tan abundantes, uno en cada casa, prácticamente han desaparecido, pues el vino de calidad se ha vuelto accesible.
Aquí nos sentimos parte del paisaje, aquí están nuestras raíces, el lugar donde empezamos a alimentar sueños, a contemplar las estrellas en las frías noches de invierno y a situarnos en el mundo. Es curioso, cuando tengo que hablar en lugares considerados importantes, como la Asamblea General de la ONU o en Harvard, me remito siempre a ese tiempo remoto de donde vengo, recuerdo al niño de pies descalzos y llenos de niguas que fui, alimentado con mucha polenta y lectura precoz de libros. Por más espléndidos paisajes que haya tenido la posibilidad de contemplar, ninguno es interiormente más bonito que el de mi infancia. Porque ella es única en el mundo. Todo lo que es único en el universo nunca más vuelve a suceder y por eso es intrínsecamente hermoso.
Pero lo que me marca cada vez que visito a mis parientes son las fiestas que improvisan: se come mucho, la comida regional, la polenta, los “radicci”, los distintos tipos de “biscotti” y “cucas alemanas”, la “fortaia”, las masas, los quesos y salamis caseros y naturalmente el churrasco. La mayoría de los que quedaron en la tierra tuvo poca escolarización: hablan una mezcla deliciosa de dialecto véneto y de portugués. La cantilena es la misma, con un fuerte acento italiano, del cual yo mismo nunca me liberé. Las manos duras de fuerte trabajo y los rostros marcados de la lucha por la vida causan fuerte impresión. Y hay entre todos un cariño y una cordialidad que conmueve. Los abrazos son de doblar las costillas y los besos de las primas de más edad, de nuestra edad, son largos y sonoros. De algunas siento el olor de mi propia madre, la misma mirada, la misma forma de poner la mano en la cintura. ¿Quién puede resistir la emoción? Y lloro lágrimas de esas que hacen bien.
Los tiempos vuelven al inicio misterioso de la caminada de la vida. Pero tenemos que seguir adelante. Ellos vienen con nosotros en nuestro corazón, ahora ligero y rejuvenecido porque empapó sus raíces en la esencia de la vida que es la sangre, los lazos, el afecto y el amor.
Fuente: Koinonia
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