por Juan María Tellería
Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús, a quien os predicamos Silvano, Timoteo y yo, no fue sí y no; en él no hubo más que sí; pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en él; y por eso decimos por él “Amén” a la gloria de Dios. (2 Corintios 1, 19-20. BJ)
Se dice por ahí que la ficción, al menos en dos de las acepciones que da a este término el ya clásico Diccionario ideológico de la lengua española de Julio Casares —“invención imaginativa” y “creación poética”, respectivamente—, es algo necesario para el desarrollo de las capacidades mentales humanas, o por lo menos, uno de los muchos recursos de nuestra inteligencia para generar goce estético. Lo cierto es que se constata en todas las épocas y latitudes, etnias, pueblos y culturas, plasmada en gran variedad de manifestaciones artísticas y en los múltiples géneros literarios cultivados, ya sean orales o escritos, sin olvidar el cine. El gran problema que plantea es que, en ocasiones, su frontera con la realidad se encuentra tan difuminada, es tan tenue, que acaba confundiéndose con ella, hecho cuyas consecuencias pueden ser terribles. Y no nos referimos específicamente a la situación de niños pequeños aterrorizados por historias o películas cuyos protagonistas son ogros, brujas, monstruos o dragones, totalmente auténticos para ellos, sino a la de personas adultas que, en diferentes áreas de la vida, llegan a jugar tanto con la ficción que acaban no distinguiéndola del mundo real.
Si una tesitura semejante es peligrosa en múltiples ámbitos de la existencia debido a sus consecuencias, pensemos por un momento en el daño ingente que puede generar en el terreno cristiano eso que se ha dado en llamar con no poca gracia “teología ficción”. Y no nos referimos precisamente a lecturas o interpretaciones fantasiosas de la Biblia, o de alguna porción específica de ella, como los libros de Daniel o el Apocalipsis, que en boca de más de uno parecieran guiones de películas catastróficas antes que oráculos de consolación. Pensamos más bien en quienes toman el mensaje central de las Escrituras, la Historia de la Salvación cuyo centro y culminación es Jesús el Mesías, y comienzan a jugar con el lenguaje planteando mil y una situaciones hipotéticas, todas ellas envueltas en un gran “si” condicional —que nunca se debe confundir con el “sí” asertivo o afirmativo, que lleva tilde gráfica—, para acabar cimentando sobre puras entelequias todo un entramado de pensamiento y de doctrina.
Recordamos, y no precisamente con agrado, sermones dominicales, conferencias y estudios bíblicos impartidos con grandes alardes de autoridad y presunto conocimiento, cimentados en cuestiones como “qué habría sucedido SI Jesús hubiera cedido a la tentación en el desierto”, “cuál hubiese sido nuestro destino SI Jesús en la agonía del Getsemaní (¡o del Calvario!) hubiera renunciado a su labor redentora y hubiera ascendido a los cielos”, o “qué habría acontecido con este mundo SI Dios hubiera fulminado (¡y con todo derecho!) a Adán y Eva inmediatamente después de haber comido del fruto prohibido”, por no citar sino tres ejemplos muy manidos y que se repiten de continuo. De limitarse a ser meras preguntas retóricas, no habría nada que decir. El problema es cuando no lo son, sino que dan pie a especulaciones insanas sobre la naturaleza divina, los ángeles y los demonios, la certeza del propósito de Dios para la especie humana, o la humanidad y divinidad de Cristo, y salen de su cauce para perderse en un laberinto de sinsentidos que desdibuja y trastoca la clara enseñanza de las Escrituras. Y no es algo que tuviera lugar hace años, sino que se está viviendo hoy en demasiadas congregaciones de nuestro entorno.
Realmente, la Biblia nos ha llegado escrita como fruto directo, no de una labor periodística (una especie de crónica de sucesos o reportaje in situ sobre eventos portentosos), sino de una muy profunda reflexión a posteriori por parte de sus autores y hagiógrafos acerca de las grandes gestas salvíficas de Dios acaecidas en la historia del antiguo Israel, y sobre todo, acerca del gran acto divino realizado de una vez por todas en la persona de Jesús de Nazaret. Reflexión que viene expresada por medio de fórmulas, declaraciones, antiguos credos o confesiones de fe que hallamos esparcidos tanto por el Antiguo como por el Nuevo Testamento, y que básicamente nos transmiten certeza. Dicho de forma lapidaria: la Biblia no deja lugar a la especulación ni a la ficción; presenta los hechos de la Historia de la Salvación como algo que ha tenido lugar en el espacio y en el tiempo terrestres, pero que forma parte de un propósito eterno anterior a la creación del mundo. Es en este sentido como podemos comprender bien la afirmación de San Pablo Apóstol con que encabezamos nuestra reflexión, según la cual Cristo Jesús es el gran SÍ de Dios, SÍ con tilde, asertivo, en quien han hallado cumplimiento cabal todas las antiguas promesas y en cuya propia carne se ha efectuado la redención de la gran familia humana. En Jesús el Mesías no puede haber NO, ni tampoco QUIZÁS, PUEDE QUE, A LO MEJOR o TAL VEZ. No hay lugar en él para esos SI condicionales de que tanto gustan los amantes de la teología ficción porque su labor redentora no es ficticia, no es imaginaria, sino un acontecimiento cierto que tuvo lugar en la historia hace dos mil años.
Todo ello nos invita, en tanto que creyentes cristianos —y más aún, evangélicos, es decir, de la Buena Nueva—, a enfocar nuestra fe como una certeza. A diferencia de otros sistemas religiosos, antiguos y modernos, un cristianismo auténticamente evangélico ha de ser lo más opuesto a cualquier tipo de ficción o mito en el sentido de “imaginario” o “especulativo”. En primer lugar, porque se cimenta en lo que Dios ha llevado a cabo en la historia; nuestra fe es histórica y existencial al mismo tiempo, una fe que actualiza de continuo en la vivencia de la Iglesia los eventos del pasado. Y en segundo, porque la vocación del creyente en medio de un mundo muy real, muy palpable, es precisamente pisar con los pies en tierra. El objeto —más bien diríamos el sujeto— de nuestra proclamación es precisamente un ser humano que vivió en un momento muy concreto del devenir de los pueblos; y los destinatarios son también seres humanos, no ángeles ni demonios, sino esos a quienes Jesús señala constantemente como nuestro prójimo, aquellos a quien estamos llamados a ministrar las Buenas Noticias de salvación, es decir, de re-dignificación.
Iniciamos un nuevo año, un 2013 que, en opinión de algunos, será trágico en muchos sentidos, pero lo comenzamos en tanto que creyentes cristianos sin ningún tipo de ficción especulativa, haciéndole frente con todo el realismo del mundo y sabiendo que también en él Dios seguirá bendiciendo a su pueblo y sirviéndose de él para difundir la luz a las naciones.
Feliz Año Nuevo a todos nuestros lectores y amigos de La Lupa Protestante.
Fuente: Lupa Protestante
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