por Nicolás Panotto
Los Congresos Latinoamericanos de Evangelización (CLADE) son eventos que evidencian las características más representativas de la Fraternidad Teológica Latinoamericana (FTL): un encuentro plural, donde se reúnen los perfiles eclesiales, ideológicos y teológicos más variados, al punto que –en algunos casos- uno se pregunta cómo son posibles ciertas combinaciones. Un encuentro intercultural, que sirve para nutrir la diversidad de experiencias, vivencias y desafíos presentes en cada país y grupo socio-cultural. Un encuentro político, donde se levanta una voz profética en torno a las distintas problemáticas que aquejan a nuestras sociedades. Por último, un encuentro teológico, que enriquece los abordajes contemporáneos al ponerlos bajo la lupa de la sospecha y los interrogantes que presentan las circunstancias, para lograr con ello nuestras construcciones y voces. Aunque todos estos elementos están vinculados, en este escrito nos concentraremos en analizar el último.
La cantidad de ponencias, conferencias y escritos que circularon durante el último CLADE en el mes de julio de 2012, imposibilitan aún realizar un estudio profundo de todo lo abordado en el encuentro. Por ello, en esta ocasión nos concentraremos en la Carta Pastoral que se emitió hacia el final del congreso, la cual representa una especie de “manifiesto” conclusivo, además de fungir como propuesta de líneas de trabajo futuro para los núcleos. Dicho documento es sumamente rico por la forma en que concentra mucho de lo expresado durante esos días, aunque no podemos negar que existen algunos “silencios” que requerirán de futuros abordajes. Por lo pronto, nos proponemos analizar en qué medida esta Carta propone nuevas agendas que promueven, cuestionan y resignifican los caminos ya transitados por la FTL desde los desafíos de los contextos contemporáneos, las limitaciones de los abordajes tradicionales y las exigencias que impone la pluralidad de la Fraternidad.
Lo que haremos en este ensayo será hacer una breve reflexión en torno a los cuatro puntos desarrollados en el documento. Podríamos resumir los ejes de estos puntos en cuatro temáticas centrales, a saber: cristología, soteriología (reino de Dios), pneumatología y eclesiología. Pero visto que estos elementos se entremezclan constantemente a lo largo del documento, haremos un análisis desde tres desafíos que interconectan cada sección de la Carta: lo hermenéutico (y la concepción de Dios), lo soteriológico (y la pluralidad del reino de Dios y la historia) y lo pneumatológico (y los desafíos de una “eclesiología pública”)
Carta Pastoral CLADE V
1. Seguimiento de Jesús por el camino de la vida
Frente a imágenes falsas, comerciales, esotéricas y espiritualizadas que aluden a conceptos religiosos de Jesús, reconocemos la necesidad urgente de seguir plenamente a Jesús en su camino de vida. Una de nuestras tareas urgentes es redescubrir al Jesús bíblico y lo que significa caminar con él. Esto nos llevará a considerar nuestros contextos, a trascender lo teórico, y a relacionarnos activamente con la comunidad. Las diferentes realidades reclaman respuestas bíblicas a las necesidades humanas, respuestas que produzcan transformación justa y que sean inclusivas en cuanto a género, origen étnico, edad, capacidades físicas y mentales diferentes, minorías tradicionalmente relegadas y otras que están creciendo significativamente hoy, como por ejemplo las comunidades de inmigrantes. Seguir a Jesús es encarnar su llamado a la misión transformadora.
2. El reino de la vida
Frente a conceptos reduccionistas, mercantilistas y místicos del reino de Dios, reconocemos la falta de coherencia entre nuestro compromiso verbal con la misión del reino de Dios y nuestra praxis. Promovemos una apertura hacia la exploración de este reino que tome en cuenta la diversidad, la idea de comunidad, la solidaridad, y que, en definitiva, sea parte de la agenda de reflexión para todas y todos. Necesitamos promover espacios de renovación y diálogo que sean inclusivos y plurales, que vinculen la presencia del reino con las realidades sociales en nuestros contextos. Por inclusividad, proponemos tomar en cuenta al ser humano en toda su diversidad y a la creación como ámbitos en los cuales se manifiesta el reino. Reconocemos que el reino de Dios también se manifiesta en los movimientos que luchan por la vida, el cuidado de la creación, la igualdad de trato para hombres y mujeres de todas las edades y la justicia social. Por lo tanto, como agentes activos del reino, debemos unirnos a estas luchas asumiendo al mismo tiempo una voz profética que promueva los valores de ese reino.
3. El Espíritu de la vida
Frente a intentos de limitar y acaparar al Espíritu de vida como propiedad privada de ciertos líderes megalómanos, reconocemos que las prácticas discriminatorias y patriarcales contristan al Espíritu de vida. El actuar del Espíritu sobrepasa nuestros espacios ministeriales obrando soberanamente en todo el mundo e invitándonos a participar en los señales de vida de su reino. Por ello necesitamos asumir nuestra responsabilidad como agentes de esperanza en todos los ámbitos de muerte en nuestra sociedad. Necesitamos que el Espíritu de vida nos dirija a discernir los tiempos y a enfrentarnos a los poderes que marginan a nuestros pueblos y que promueven la destrucción ambiental, el temor y la muerte. El Espíritu nos da poder para que, con voz profética, denunciemos las muchas manifestaciones de las tinieblas y anunciemos la esperanza en la utopía del Reino de Dios y su justicia revelada en Jesucristo.
4. Comunidad Trinitaria
Frente a los modelos eclesiásticos empresariales, comerciales y vendidos a la cultura del espectáculo, que reproducen una espiritualidad individualista y aislada de las realidades sociales de pobreza, el individualismo y la desesperanza, reconocemos que con frecuencia nos vemos seducidos por el poder egoísta que limita la posibilidad de vida para los demás y promueve comunidades cerradas y apáticas. Reafirmamos la promoción del modelo trinitario comunitario que celebra el diálogo, el encuentro, la interculturalidad y la misión de Dios. Nuestras comunidades deben promover el amor en contra del poder humano, el perdón en contra de la venganza, la justicia del reino en contra de la corrupción, la paz en contra de la violencia, la reconciliación en contra de la discriminación y la restauración de los sueños y la utopía del reino en contra de la desesperanza. Debemos promover comunidades que sigan a Jesús en su reino de vida y apasionadas por la redención de toda la creación en el Jesús resucitado. Urgimos a las y los seguidores de Jesucristo a conformar comunidades de iguales donde la equidad, la justicia, la celebración, la libertad y la corresponsabilidad florezcan como evidencias concretas de vidas transformadas.
El desafío de una nueva hermenéutica teológica de la cultura
Hay tres elementos que resaltan en la primera sección de la Carta (“Seguimiento de Jesús por el camino de la vida”): las falsas imágenes, el redescubrir al Jesús bíblico y el contexto de los sujetos. Estos tres aspectos van de la mano. Las combinaciones que podríamos realizar entre ellos son infinitas. Las imágenes de Dios provienen de nuestro contexto, desde el camino de la fe que se da en el seguimiento de Jesús. Son ellas mismas la que muchas veces ponen trabas en este peregrinar, sea porque no reflejan un centro en la fe o porque niegan su relatividad contextual; o sea, se erigen como ídolos. Dichas búsquedas se truncan aún más cuando no se asume la historia como escenario primario de dichas construcciones, que como tal, constituye el locus desde donde Dios decide darse a conocer.
Por todo ello, el desafío que se presenta en esta sección de la Carta es hermenéutico, ya que trata de los retos que emergen tanto de los nuevos contextos socio-culturales como también de la limitación de los discursos teológicos vigentes para responder a ellos. El llamado a este redescubrimiento del Jesús de la Biblia parte, precisamente, de la búsqueda de sentido de la fe en el mundo en que nos encontramos. Ahora, una pregunta básica de la hermenéutica –que remite a Schleiermacher, cuando le objetaban la posibilidad de dilucidar el verdadero sentido histórico original del texto-: ¿es posible encontrar al “Jesús bíblico”? La respuesta es clara: no. El acercamiento al texto es siempre temporal, subjetivo y contextual por parte de quien interpreta. Nunca podremos decir que encontramos al Jesús de la Biblia, mas solamente un tímido acercamiento. ¿Implica esto una relativización de las Escrituras? La respuesta también es clara: sí.
Pero esta relativización no tiene por intención cuestionar el estatus del texto dentro del cristianismo, sino más bien abrir un espacio de reconocimiento de nuevas voces y crítica a esas falsas imágenes que la Carta denuncia. Por ello, la importancia de la búsqueda no se deposita en la llegada a un resultado final sino en potenciar la dinámica intrínseca de los procesos de relectura y resignificación de la fe y la teología. Por ende, el proclamar que necesitamos volver constantemente al texto bíblico no debe fundamentarse en que quien lo haga debe llegar a una verdad absoluta, sino en el hecho de que todo camino debe ser cuestionado y puesto bajo análisis debido a su propia contingencia. Si partimos de esta premisa, hablamos de la posibilidad de crear un espacio heterogéneo y enriquecedor desde un diálogo que permita avanzar en esta búsqueda, y no habilitar un panteón de ídolos que peleen entre sí por ver quién posee la única verdad. Ello, en el fondo, no son sólo ídolos o imágenes sino personas concretas, en contextos específicos, que disputan entre sí. Esto nos muestra, entonces, que la búsqueda de sentido siempre está atravesada por las dinámicas de poder.
Esto pone nuevamente sobre la mesa la compleja vinculación entre fe y cultura. Una de las referencias más importantes al respecto es el trabajo de Paul Tillich sobre una teología de la cultura. Este pensador demuestra cómo las construcciones religiosas son siempre finitas en tanto intentos de dar voz a la búsqueda desde la “preocupación última” que atraviesa a toda persona. Dichas búsquedas siempre se inscriben en una cultura, la cual no es un objeto exterior a tales construcciones sino que la penetran. Más aún, desde la tradición bíblica, el reino de Dios incluye a ambas –religión y cultura-, a la vez que las trasciende. Por ello, concluye Tillich, la fe es siempre un riesgo que se juega en la incertidumbre que atraviesa tanto la cultura como la misma religión, desde la incondicionalidad del reino. Dice: “La fe contiene un elemento contingente y encarna un riesgo. Combina la certeza ontológica de lo Incondicionado con la incertidumbre acerca de todo lo condicional y concreto”.[1] De aquí que la teología no debe esgrimirse como un intento de explicar verdades dadas sino mantener el campo de la interpretación abierto. En otros términos, “la tarea de la teología puede resumirse en la aseveración de que es el guardián permanente de lo incondicional contra la aspiración de sus propias apariencias religiosas y seculares”.[2]
Volviendo al campo de la interpretación teológica, también podemos recordar la propuesta de Juan Luis Segundo, uno de los primeros teólogos latinoamericanos en hablar del círculo hermenéutico.[3]Este pensador hace dos distinciones centrales. En primer lugar, entre dogma y verdad. Lo primero se vincula con aquellas construcciones discursivas que pertenecen a un tiempo y contexto determinados, pero que no son poseedoras de la Verdad. Más aún, es la búsqueda de las verdades lo que hace que se construya una pluralidad de particularidades teológicas (dogmas); pero ellas se encuentran siempre determinadas a esta dinámica. Dicha búsqueda nos habilita a descubrir que el texto bíblico se compone, precisamente, de una pluralidad de historias, que corresponden a movimientos pasajeros para su descubrimiento.[4]
La segunda distinción es entre fe e ideologías. Para Segundo, la fe –que es una categoría no estrictamente religiosa- se relaciona con la búsqueda de sentido de la realidad. Las ideologías, por su parte, son representaciones particulares que intentan historizar dicha búsqueda a través de prácticas concretas. Aquí, el famoso dictamen: “fe sin ideologías, fe muerta”. Pero a su vez, Segundo afirma que las ideologías se encuentran subsumidas a la fe, y por ello no pueden absolutizarse ya que esta última representa una instancia que se mantiene siempre abierta; en otros términos, la búsqueda de sentido es constante y no se agota en una opción concreta. Más aún, la fe se fosiliza si una ideología se absolutiza.[5]
Los aportes de Tillich y Segundo nos permiten profundizar en algunos elementos de este punto de la Carta Pastoral. En primer lugar, nos llevan a advertir que cualquier imagen construida puede caer en la falsedad. ¿Cómo sería ello posible? Por su enarbolación como verdad absoluta, lo cual clausura toda posibilidad de resignificar el camino de la fe según las demandas del contexto. En segundo lugar, que el proceso hermenéutico que implica la búsqueda del Jesús bíblico debe quedar siempre abierto. Más aún, la intención de dicho camino no debe tener por objetivo llegar a una conclusión definitiva sino abrir más posibilidades, precisamente para analizar y cuestionar el levantamiento de ídolos e imágenes (o sea, de particularidades teológicas que pretendan ser voces inamovibles e incuestionables).
Por último, la comprensión hermenéutica de la fe conlleva revalorar la cultura y el contexto en su heterogeneidad constitutiva. En este sentido, muchas veces nos centramos en la diversidad del texto, pero no advertimos que dicha condición proviene de la pluralidad que caracteriza el medio desde donde surgen las búsquedas de sentido. Haciendo una reversión de este elemento, el reconocimiento de la contextualidad hermenéutica de la fe y la teología, conlleva proyectar la historia y la cultura en sus múltiples posibilidades de ser aprehendida, significada y comprendida. Por ende, así como cita Tillich, el propósito de la teología, la cual se fundamenta en la fe del Jesús a quien seguimos, no es construir un sistema de creencias finiquitadas sino mantener el campo de la significación abierto a las diversas lecturas de las infinitas manifestaciones de lo divino.[6]
El estudio de la relación entre Evangelio y Cultura ha estado presente desde los inicios de la FTL. Una referencia central fue el incipiente surgimiento de la teología de la liberación, aunque ella no representó su fuente principal, como sí lo fueron las discusiones levantadas por el Pacto de Lausana (1974) y el Informe de la Consulta de Willowbank (1978). Las reflexiones de la FTL profundizaron estas propuestas avanzando considerablemente a lo largo del tiempo[7], aunque permanecieron ciertos elementos que no han permitido ahondar aún más en las complejas implicaciones de esta vinculación, al menos desde las principales referencias teológicas de la Fraternidad.
Tal vez una de las principales limitaciones que encontramos entre los trabajos de la FTL es abordar la relación entre fe y cultura a partir de la noción de evangelización como mediación entre ambos elementos. En este sentido, dicho vínculo se plantea de manera unidireccional (fe à evangelización à cultura), sin vislumbrar las profundas y heterogéneas dinámicas entre ambas. Más aún, dicha dinámica se plantea desde una mirada pragmática (la fe como una acción sobre la cultura)[8] Por otro lado, en algunos de los abordajes pertenecientes a la teología de la misión integral se puede encontrar una concepción en cierta manera negativa de lo cultural, hecho por el cual requiere ser redimida. Más adelante veremos que este punto se intenta superar en la Carta Pastoral que estamos analizando.
La invitación de nuestra relectura es la siguiente: asumir la relación fe-teología-cultura, no desde una vinculación pragmática de diversos elementos aislados sino más bien desde la interdependencia e interpenetración que tienen entre ellos. En este sentido, la cultura no es sólo un “escenario” sino el propio locus de la fe y la teología. Por otro lado, un cuestionamiento a estas imágenes falsas que denuncia la Carta requiere ir aún más profundo: no sólo encontrar posicionamientos alternativos sino deconstruir el estatus de todas las posibles lecturas.
El desafío de la pluralidad inclusiva del reino
La segunda sección de la Carta (“El reino de la vida”) es sumamente rica e interesante. Llama la atención, específicamente, la presencia de términos no muy comunes dentro del mundo de la FTL, tales como diversidad, pluralidad, inclusión, los cuales poseen hoy una significativa presencia tanto en el campo social como académico.
Vale detenerse en una gran verdad que este epíteto de la Carta presenta: la divergencia, tensión o paradoja entre “lo que se dice” del reino y lo que finalmente se hace. Este es un gran conflicto presente en el concepto de misión integral, tan representativo de la familia de la FTL, tal vez no con respecto a su propuesta en sí misma, sino a las implicancias epistemológicas que posee. El concepto de misión integral representa un llamado al compromiso cristiano con la realidad social y sus caracterizaciones históricas. Ahora, algunas preguntas: ¿cómo es ese contexto? ¿Con qué nos encontramos cuando decidimos adentrarnos a él? ¿Estamos realmente dispuestos y dispuestas a asumir las implicancias de ese adentramiento, sin transformarnos en inquisidores o asustarnos por las complejidades que se presentan? Más aún, ¿estamos dispuestos y dispuestas a construir un verdadero puente de diálogo teológico abierto entre la fe y dichas circunstancias, sin caer en programas prefabricados o discursos inflexibles? He aquí los conflictos y las tensiones, ya que la realidad social se presenta de maneras sumamente diversas. En ella no hay blancos y negros, sino infinitos grises que a veces cuesta asumir, más aún para una mirada religiosa, eclesial o teológica cerrada. En otros términos, los contextos son sumamente complejos y diversos, hecho por el cual es casi imposible intervenir en ellos desde una suma de acciones y preconceptos predefinidos.
Con esto queremos decir que no hay una linealidad entre la idea de compromiso con el contexto y una coherencia con las formas de construir acciones concretas en él. Al adentrarnos a la complejidad de las arenas socio-culturales, los desafíos que allí encontramos superan, en la mayoría de los casos, las concepciones teológicas, religiosas, sociales, y hasta morales pre-establecidas.
Si ese es el contexto donde el reino se mueve, ¿aceptaremos dicha complejidad, con todos los desafíos que ello impone sobre nuestras comprensiones de la fe, la iglesia y lo ético? Con ello no nos referimos a una actitud de relativismo laxo donde “todo vale” sino, más bien, a partir del hecho de que tanto “reino de Dios” como “contexto” son elementos cargados de significados previos que necesitamos evidenciar y cuestionar desde una sensibilidad sobre la realidad que nos rodea, con el propósito de lograr un sano ejercicio de deconstrucción. En otros términos, nuestra intervención en el contexto corre el peligro de hacerse desde un ropaje imperialista socio-religioso que vaya más allá de las buenas intenciones, y que intente imponer explicaciones, sentidos y prácticas, antes que crearlas desde las contingencias del mismo espacio.
Por ello, también debemos preguntarnos qué es el reino de Dios. Ya sabemos que esta idea teológica ha sido ampliamente trabajada en la teología latinoamericana. Remite a una manera de ver la realidad histórica, donde ella siempre se encuentra abierta a la intervención de Dios. Como decía Oscar Cullman, representa el “ya pero todavía no” de la acción divina. Es la tensión entre los cambios concretos en la historia de hoy y el misterio de lo que aún sucederá en el futuro.
Algunos problemas con este concepto teológico estriban en que esta tensión por momentos se diluye en dos sentidos: porque se habla del reino como un programa definido (sea por manos de la revolución, como decía la teología de la liberación, o por la intervención de la iglesia, como afirman algunos grupos eclesiales) o como una realidad totalmente futura sin lugar alguno en nuestra realidad actual. Ambos extremos son erróneos, ya que tratan de escencializar y determinar la realidad del reino, sea en el presente histórico o como objeto de un futuro incierto.
Por ello en otro trabajo hablamos del el horizonte utópico del reino. [9] Esto significa que éste representa una realidad siempre inacabada, que no se deja encerrar por ninguna particularidad. El reino de Dios no tiene que ver con un proyecto histórico concreto sino con una pluralidad de prácticas, lugares y condiciones desde la apertura constante de la realidad, el cual supera cualquier tipo de cerco, ya sea religioso, social o político. Vivir en el reino significa caminar en la extrañeza de todo aquello que quiere autoimponerse como absoluto, que se cree acreedor de la única verdad, que obliga a vivir en una moralina cercenante.[10] En palabras de Jung Mo Sung,
Lo que anhelamos es un horizonte utópico del Reino de Dios, recordando siempre que tal horizonte, como todo horizonte, apenas es alcanzable por los ojos de los deseos, pero es imposible de ser alcanzado por nuestros pasos humanos. Lo que podemos y debemos construir es una sociedad más justa, más humana, más fraterna…, la cual siempre convivirá con la posibilidad de errores y problemas, intencionales o no.[11]
Volviendo a la Carta Pastoral, es interesante la mención a la pluralidad de sujetos que hacen a la realidad del reino. Aquí nos enfrentamos a un elemento similar al planteamiento anterior: es común decir que el reino de Dios trasciende a la iglesia, que ella no es su apoderada. Pero, ¿estamos realmente dispuestos y dispuestas a relativizar el lugar de la institución eclesial o de las identidades religiosas? Esto conlleva varias consecuencias. En primer lugar, el reconocimiento mismo de otros sujetos del reino, que quita el histórico protagonismo a la institución eclesial. Ello nos llama, en segundo lugar, a realizar un proceso de auto-revisión del ser de la iglesia y de otros elementos básicos en la teología cristiana (que justamente por “básicos” pensamos que ya están preestablecidos): ¿cómo se define la revelación de Dios en una historia comprendida como espacio heterogéneo? ¿Cuál es el real lugar de la iglesia? ¿Cómo leer teológicamente el rol de instituciones, organizaciones y sujetos no religiosos dentro de la economía divina? Estas y otras muchas preguntas, como sabemos, no son nuevas. La teología latinoamericana ha indagado mucho al respecto. Pero en el seno de la FTL aun falta camino por transitar al respecto.
Vale notar que en esta Carta muchas de las problemáticas que resaltan tienen que ver con los conflictos que se dan en el seno de la iglesia-institución. Y remarcamos el término “institución”, porque precisamente las problemáticas emergen desde la comprensión de esa parte de la iglesia. Pero ella es mucho más que eso. ¿Será, entonces, que la persistencia de estas dificultades denunciadas en la Carta –y que se encuentran tan presentes en el mundo evangélico- se vincule con una atención desmedida sobre ese elemento específico de lo eclesial? ¿Será que debemos aprender a abrir nuestra perspectiva sobre lo que significa ser iglesia, ser comunidad de fe; más aún, ser comunidad creyente en el camino de la historia donde Dios se revela?
Otro llamado de esta sección de la Carta es la pluralización del ejercicio teológico, al menos en dos sentidos. En primer lugar, en una pluralización de los sujetos teológicos. Esto parte de la siguiente pregunta: ¿quiénes hacen teología?, cuya respuesta no hace más que socavar las fibras más sensibles de las dinámicas de poder. Hay que aclarar, sobre todo, que teología no la hacen los profesionales de la disciplina. Teología es discursar en torno a la experiencia de lo divino desde la cotidianeidad de la fe. Eso lo hacemos todos y todas, desde formas y voces particulares. Por ello, no hay poseedores de la verdad absoluta con respecto al discurso teológico. Por supuesto que hay fronteras, pero ellas son siempre debatibles en el seno de la comunidad de creyentes. Por lo tanto, una pluralización de la teología implica abrir espacios de producción y reflexión que incluyan una mayor cantidad de sujetos, voces y perspectivas. Esto también implica cambios profundos en la misma eclesiología (lo cual trabajaremos en el próximo punto)
En segundo lugar, y como consecuencia del punto anterior, se requiere una pluralización de losdiscursos teológicos. Más allá de que la FTL es un espacio de profunda reflexión teológica –y esa es, precisamente, una de sus razones de ser-, aún se requiere mucho camino por andar al respecto. Tal vez el temor de perder cierta impronta evangélica impide abrirse a escuchar otras voces. Pero aquí más preguntas: ¿qué significa ser evangélico? ¿Acaso dicho término no está demasiado cargado de significados históricos e institucionales que nada tienen que ver con el “acontecimiento evangélico” que nos caracteriza?
En otros términos, esto nos confronta con la especificidad identitaria de la FTL. No pretendemos dar una respuesta aquí sobre este tema, pero tal vez sería interesante indagar cuál es la historia que atraviesa a todos los sectores que componen esta Fraternidad. ¿Será que dicha historia se vincula con la tradición anabautista que caracteriza a la mayoría de los grupos de la FTL? Dar respuesta a ello exigiría otro extenso trabajo. Pero intuimos que por ese camino se podrán encontrar algunas respuestas. Más aún: profundizar en esa identidad nos permitirá crear un espacio más inclusivo, sabiendo cuál es el lugar en que nos paramos. ¿Por qué? Porque la pluralidad de discursos teológicos deviene de la sensibilidad que tenemos sobre los plurales desafíos del contexto; por ello, necesitamos trabajar en una comprensión que nos permita responder a ese escenario, no cercenarlo.[12]
Todo esto se hará posible desde la profundización de una idea presente también en esta sección de la Carta: la inclusión. Este término está tomando cada vez más fuerza dentro de la teología.[13] No significa una aceptación del Otro en forma pasiva o pragmática, menos aún heroica. La inclusión del Otro en tanto diferente, implica una autocrítica del lugar de uno/a mismo/a. Desde una perspectiva teológica, inclusión significa reconocer que no somos poseedores de la voz de Dios sino que Dios decide revelarse de diversas formas, y a través de distintas voces y maneras. Desde allí, debemos aprender del Otro/a para autotrascendernos a nosotros mismo/as y así conocer más de Dios. En resumen, la inclusión, tal como esta sección de la Carta afirma, comienza con un ejercicio de deconstrucción del poder, a partir de donde se habilite un espacio plural de diálogo genuino, con sus contrastes, temores y riesgos.
El desafío de una pneumatología y eclesiología públicas
Ya hemos analizar el lugar de la iglesia(-institución) a lo largo del texto. En las últimas dos secciones el tema se profundiza (más aún en la última, titulada “Comunidad trinitaria”). La tercera sección (“El Espíritu de la vida”) comienza con un cuestionamiento de la privatización de la fe, presentando la acción del Espíritu como impulsor “hacia afuera”, desde el discernimiento de las señales del reino y movilizando a ser voz profética. Hay varias imágenes presentes en esta comprensión. En primer lugar, la acción del Espíritu se vincula con el movimiento, o sea, con la necesidad de cambiar de lugar, con el camino, el tránsito, la dinámica. Por ende, todo aquello que encierre, escinda, contraiga, limite –en este caso la fe, la espiritualidad, la acción de la iglesia- no responde a la sensibilidad del Espíritu.
En segundo lugar, este movimiento se relaciona con un ir hacia afuera de los límites impuestos a la funcionalidad de la iglesia-institución. En este sentido, la acción del Espíritu no sirve al sostenimiento de dogmas o estructuras eclesiales, sino al movimiento de éstos en su dinámica. ¿Pero cómo y dónde? Aquí, el tercer punto: el Espíritu se mueve en el mundo, en las sociedades, en la creación toda, desde las culturas. Por ello, su acción se comprende desde una amplitud mucho mayor a la que solemos escuchar en el campo evangélico, y que esta Carta trata de darle voz reconociendo diversos sujetos y espacialidades.
Pero aquí un aspecto central, que creemos es una de las mayores limitaciones de la teología de la misión integral, y en cierta medida aún presente en esta Carta Pastoral: la definición de lo pneumatológico desde la misiología y la eclesiología. ¿Qué quiere decir esto? Que más allá de ver la acción del Espíritu desde una perspectiva más amplia y por encima de las fronteras de lo eclesial, se restringe dicha dinámica a la idea de misión de la iglesia. De esta manera, corremos el peligro de definir lo pneumatológico desde la acción (misión) de la iglesia, y no al revés.[14]
Esto tiene dos implicancias. En primer lugar, más allá de la apertura que podríamos encontrar en el fundamento pneumatológico de la misión integral, seguimos definiendo la figura del Espíritu desde una perspectiva pragmática, proveniente del sentido de misión (o sea, sobre lo que el Espíritu “hace” y no lo que “es”). En segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, se plantea lo pneumatológico desde el diagrama iglesia à contexto, y no viceversa. En otras palabras, si decimos que el locus de lo divino es la historia, que los agentes del reino son plurales y que la iglesia no es la frontera de la acción del Espíritu, ¿cómo interpela todo ello al ser eclesial? En otros términos, ¿en qué medida lo procesual, lo móvil, lo plural, lo heterogéneo del Espíritu, dinamiza e impacta la nominación de la comunidad de fe?[15]
Aquí podríamos retomar algunos aportes de José Míguez Bonino, un teólogo muy vinculado con la historia de la FTL.[16] Bonino enfatiza sobre la profunda vinculación entre el pueblo y la iglesia, o lo que podríamos denominar el populismo de lo eclesial y la eclesialidad del pueblo. Este teólogo entiende al pueblo como un espacio con ciertas fronteras culturales y sociales compartidas (lo cual ya muestra una gran diferencia con posiciones ortodoxas –incluida la FTL y ciertas líneas de la teología de la liberación- que lo definen desde categorías socio-económicas), pero por sobre todas las cosas como un cuerpo netamente plural y heterogéneo. Este representa el locus del ministerio de Jesús, por lo cual concluye Bonino que la iglesia cuanto más se acerque al pueblo más se conocerá a sí misma y al Jesús que representan. Más aún, afirma que la iglesia irá “aconteciendo” en la medida que camina junto al pueblo. En sus palabras:
Cuando inscribimos la fe como proceso histórico, con sus propios proyectos, marchas y contramarchas, entonces debemos tratar de ver la eclesiología como “una lucha por la iglesia verdadera”. En este sentido, la iglesia no es dada sino que acontece constantemente y se encuentra en peregrinaje. En este sentido, la iglesia es un “término analógico” que cubre una multitud de diferentes instancias.[17]
Esto quiere decir que la iglesia no es un concepto o institución prefijada sino un espacio fraternal que no sólo incluye las relaciones intra-grupales sino también las extra-comunitarias. Más aún, la iglesia se va haciendo en el peregrinar con estas últimas. Para afirmar esto, Bonino acude a la teología trinitaria. Sostiene lo que denomina como la unión paulina entre “la trinidad económica” (lo que Dios hace) con la “inmanente” (lo que Dios es).[18] De aquí su crítica al reduccionismo cristológico tan común en el cristianismo. Apela, más bien, a la necesidad de una teología que permita profundizar no solo el sentido de la encarnación sino, especialmente, en la dinámica histórica que se inscribe en la relacionalidad constituyente de lo divino, tanto hacia sí misma como con la historia y humanidad. Dice Bonino:
Solamente una teología completamente trinitaria puede dar significado a tal tipo de perspectiva de la encarnación, porque solo tal teología puede respetar plenamente tanto la autonomía de la realidad y de la historia (lo que en lenguaje tradicional podríamos llamar “la distinción de las personas” de la Trinidad) y la normatividad dinámica de la Encarnación de la Palabra en Jesús de Nazaret, una vez y para siempre (“la unidad de la sustancia” para retener la expresión clásica).[19]
Aquí podemos destacar dos elementos centrales en la teología de este autor. En primer lugar, la noción de Trinidad conlleva que el amor es ontológicamente final.[20] Por ello, el sentido de poder no deviene en una “potentia absoluta encerrada en sí misma”, sino del “amor compartido” entre el Padre, el Hijo y el Espíritu. En segundo lugar, y en unión a este último punto, dicho argumento servirá para contrarrestar la teología natural, que subsume la persona divina y la historia a una serie de leyes preexistentes, así como también para resignificar ciertos elementos de lo político (tal como la noción de poder).
La comprensión trinitaria de la economía divina resalta ciertas características centrales, como la relacionalidad, la entrega solidaria y la noción de proceso o movimiento (interacción). Volviendo al primer punto que abordamos aquí, entender la historia desde la Trinidad, entonces, significa hacerlo desde esas mismas caracterizaciones: ella no es un objeto escencializado por leyes predeterminadas, sino que se rige desde la misma dinámica de las relaciones que la constituyen, en los procesos constantes que se gestan en las interacciones (entre personas, grupos, instituciones, objetos, ideas, etc.) y en los procesos resultantes entre estos elementos. Esto nos lleva a una conclusión central: la economía trinitaria de lo divino nos invita a pensar la historia como un espacio definido desde los procesos constantes de cambio y resignificación que se imprimen en las interacciones que la inscriben, y no desde un marco determinado por fronteras y límites naturales o metafísicos.
En conclusión, y desde lo trabajado en Bonino, necesitamos profundizar en la propuesta de la Carta Pastoral sobre la necesidad de una revisión de nuestra pneumatología y eclesiología, dejando de lado los vicios reduccionistas de cierta teología evangélica contemporánea, pero tal vez desde una revisión (o radicalización) de lo tradicionalmente propuesto por la teología de la misión integral. La pneumatología de la FTL sigue enraizada en el pragmatismo de la misión de la iglesia-institución como también del contexto social (definido, básicamente, como un espacio de carencias materiales y no desde otros aspectos constituyentes, tales como su heterogeneidad cultural, su diversidad, sus tensiones, etc.) En otros términos, la acción del Espíritu se restringe sólo al llamado a la acción o al compromiso del creyente o la iglesia con el contexto social, pero no permite un camino de vuelta; o sea, cómo ese encuentro con el Espíritu en la historia redefine nuestra fe, espiritualidad, eclesiología y teología.
Conclusión
Como hemos visto, la Carta Pastoral cumple el rol de invitarnos a repensar nuestro presente a la luz de una sensibilidad crítica sobre lo que hemos hecho y elaborado, como también sobre los nuevos desafíos que se nos presenta como creyentes, iglesias, teólogos/as y sociedades latinoamericanas. Hay elementos que llaman la atención por su originalidad, así como otros que aún se encuentran ausentes. Es un documento que no pretende explicarlo todo sino evidenciar deseos, percepciones, intuiciones y preocupaciones.
Podríamos concluir explicitando tres elementos principales que son necesarios a seguir trabajando. En primer lugar, se evidencia una tensión entre lo que se viene haciendo y los desafíos presentes y futuros que se presentan. En la Carta Pastoral encontramos profundas críticas con respecto a diversas áreas, sean prácticas eclesiales, discursos teológicos o cosmovisiones ideológicas. También la presencia de nuevos términos y abordajes. Sin duda, todo esto responde a las complejas situaciones que experimenta la pluralidad de grupos de representan la FTL. ¿Cómo hacer que la Fraternidad sea un espacio que promueva la pluralidad y construya un diálogo abierto y honesto?
En segundo lugar, se hace evidente que la teología de la misión integral, al menos en su concepción tradicional, posee grandes limitaciones para responder a estos nuevos contextos. Nadie discute el gran aporte que ha significado esta tradición que marca la vida de la FTL. De todos modos, existe una gran necesidad de actualizar dicho discurso y de deconstruir ciertas nociones fundamentales de su propuesta que no permiten responder a los desafíos actuales. Por ello, ¿qué dejar de esta rica propuesta teológica que tanto nos ha marcado, resignificando sus aportes y descartando elementos que no permitan seguir avanzando?
Por último, la FTL necesita preguntarse una vez más por su identidad. La Carta Pastoral evidencia que existen elementos que durante mucho tiempo han sido constitutivos, no sólo del mundo evangélico sino de la propia FTL, que han entrado en crisis, y hace ya mucho tiempo. También vemos que la pluralidad que compone la Fraternidad no permite que este asunto se explique o construya tan fácilmente. Un espacio heterogéneo está sumido a una dinámica constante de cambio, tensiones y resignificaciones. Dicho proceso será más fácil y valioso si los mecanismos dentro de la FTL son lo suficientemente abiertos y flexibles para que las interacciones se desarrollen sanamente.
Esto es precisamente “lo identitario”: no un marco homogéneo de caracterizaciones predefinidas sino un espacio con fronteras porosas, que permiten la identificación de diversos sectores, y en cuya interacción promueve movimientos, entrecruces y resignificaciones. Esto no quiere decir que dicho espacio diste de un nombre. Pero el poder de éste (o sea, de su enmarcación identitaria) se deposita en su capacidad de nominar, o sea, de dar voz a quien se sienta identificado. Por ello, al hablar de identidad, no podemos dejar de lado –como bien la Carta nos desafía- lo plural, lo heterogéneo, la diversidad, en fin, lo inclusivo.
[1] Paul Tillich, Teología de la cultura y otros ensayos, Amorrortu editores, Buenos Aires, 1974, p.32
[2] Ibíd, pp.33-34
[3] Juan Luis Segundo, Liberación de la teología, Ediciones Carlos Lohlé, 1975, pp.11-45.
[4] Juan Luis Segundo, El dogma que libera, Sal Terrae, Santander, 1989
[5] Ver Juan Luis Segundo, El hombre de hoy ante Jesús de Nazaret, Tomo I, Madrid, Ediciones Cristiandad, 1982
[6] En esta dirección, es interesante la comprensión de praxis que tiene José Míguez Bonino, quien comprende dicho término –en relación a la teología- como una conjunción entre teoría y práctica. En este sentido, el conocimiento de Dios no se da a través de fórmulas universales ni de construcciones abstractas a posteriori de ciertas prácticas. Por el contrario, discursar a Dios –o sea, hacer teología- se da en la misma praxis. Dice Bonino: “Obediencia no es una consecuencia de nuestro conocimiento de Dios, como si ésta última fuera una pre-condición: la obediencia está incluida en nuestro conocimiento de Dios. O, para decirlo más francamente: la obediencia es nuestro conocimiento de Dios”. José Míguez Bonino, Christians and Marxists. The Mutual Challenge to Revolution, Hodder and Stoughton, London, 1976, p.40. Ver también Nicolás Panotto, “La fe en busca de sentido: entre los sujetos, los discursos y… ¿la verdad?” En: Integralidad, CEMAA, Lima (Año 2, Ed 6), 2007, pp-20-26
[7] Tal vez el esfuerzo más contundente y actualizado es la obra de Tito Paredes, El Evangelio: un tesoro en vasijas de barro, Ediciones Kairós, Buenos Aires, 2000
[8] Aquí podemos recordar la famosa distinción de Richard Niebhur entre cinco paradigmas de esta relación: Cristo contra la cultura, el Cristo de la cultura, Cristo sobre la cultura, Cristo y cultura en paradoja, y Cristo como transformador de la cultura. En Richard Niebhur, Christ and Culture, Harper and Brothers Publishers, Nuew York, 1956
[9] Nicolás Panotto, “Alteridad, paradoja y utopía: deconstrucción del poder desde la imaginación teológica” en Harold Segura, ed., ¿El poder del amor o el amor al poder?, Ediciones Kairós, Buenos Aires, 2011, pp.85-110
[10] Decía Hugo Assman: “como categoría utópica, el reino de Dios es la simultaneidad presencia-ausencia de la liberación”. Teología desde la praxis de la liberación, Sígueme, Salamanca, 1976, p.155
[11] Sung, Jung Mo, Sujeto y sociedades complejas, DEI, San José, 2005, p.49
[12] Un libro que ayuda a esbozar estos escenarios es el de Juan José Tamayo Acosta, Nuevo paradigma teológico, Trotta, Madrid, 2004. De todas formas, los modelos presentados aquí reflejan sólo la producción de los espacios heterodoxos del catolicismo hispano. Aún falta la mención de otros, tales como la teología pública, la teología poscolonial, ña teología poscristiana, la teología queer, los discursos de la iglesias emergentes, entre otras; ello sin hablar de las corrientes que están emergiendo desde el diálogo de la teología con toda una serie de perspectivas socio-antropológicas y filosóficas contemporáneas. Vale mencionar que Tamayo Acosta tuvo un interesante protagonismo durante el CLADE V, aunque, su presentación y presencia no fueron aprovechadas de la mejor manera.
[13] Ver, por ejemplo, la obra de Letty Russell, La iglesia como comunidad inclusiva, UBL-ISEDET, Buenos Aires, 2004
[14] Aunque es un libro con muchos aportes valiosos, dicha perspectiva puede encontrarse en la obra de P. Quiroz, S. Escobar y R. Padilla, El Dios Trino y la misión integral, Ediciones Kairós, Buenos Aires, 2003
[15] Ver Jürgen Moltman, El Espíritu de la vida, Ediciones Sígueme, Salamanca, 1998, pp.31-91 y Elizabeth Johnson, La que es, Herder, Barcelona, 2002, pp.169-223
[16] Trabajo más en detalle estos abordajes en mi artículo “Ethos político y deconstrucción posfundacional de la economía trinitaria: teología pública en José Míguez Bonino” (en prensa)
[17] José Míguez Bonino, La fe en busca de eficacia, Ediciones Sigueme, Salamanca, 1977, p.202
[18] José Míguez Bonino, Rostros del protestantismo latinoamericano, Nueva Creación, Buenos Aires, 1993, p.134
[19] Toward a Christian Political Ethics, p.101
[20] Ibíd., p.105
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