miércoles, 24 de agosto de 2011

Julio Lois, el teólogo, el maestro, el amigo.


José Manuel Vidal

Religión Digital

Se ha ido Julio Lois, el teólogo, el maestro, el amigo. Sin hacer ruido, de puntillas, como ha vivido. Siempre se van los mejores. Se ha ido Julio en gran teólogo, un cura íntegro, una excelente persona. Era capaz de amar incluso a sus enemigos o a los que decían que eran sus enemigos. Tan bueno y tan humilde que escapaba de los focos de la actualidad. Lo tenía todo para triunfar en el mundillo eclesiástico, pero siempre renunció a lucir, a brillar y a hacer carrera. Vivía lo que decía, lo que escribía y lo que predicaba. He conocido a pocos curas tan íntegros, tan honrados y tan militantes como él.

Le conocí militante y siempre militante. De los pocos a los que la militancia no se le subió a la cabeza. De los pocos a los que la militancia no escupió después de tanto tiempo. De los pocos que ni siquiera hablaba mal de los compañeros que, por convicción o por hacer carrera, cambiaron de bando. El se mantuvo siempre en el mismo sitio. El de los fieles seguidores de Cristo. El de los que ponen el seguimiento y la conciencia por encima de carreras, laureles y reconocimiento.

Te vamos a echar de menos, Julio. Ya no quedan referencias. Se acaban los profetas.

Aunque no morirás en la memoria y en el corazón de todos tus alumnos, de todos los que te apreciamos y te quisimos. Seguirás vivo, ahora ya en ese Reino al que entregaste tu vida por entero, sin ahorrarte nada, privándote de todo. Fiel, pobre, asutero, consecuente, honrado a carta cabal, amigo de sus amigos, humilde…Un encanto de persona.

Generaciones de curas y laicos pasaron por sus clases de Cristología y de Teología de la Liberación (otra de sus especialidades) del Instituto de Pastoral León XIII de la Universidad Pontificia de Salamanca en Madrid. Una Cristología encarnada y liberadora. Durante más de 30 años ejerció su magisterio desde su cátedra, con sus libros, artículos y conferencias. Y con su propio testimonio vital. Fue durante más de 30 años un simple coadjutor (ni siquiera párroco) de la parroquia de Santo Tomás de Villanueva de Vallecas.

Punto de referencia de la Iglesia de base, alimentaba con sus ideas a la “mayoría silenciosa” de cristianos desencantados de la Iglesia oficial. Sencillo y profundamente espiritual decía las verdades sin acritud. Por ejemplo, que la Iglesia “debería renunciar al Vaticano” y que “otra Iglesia es posible, pero no paralela ni frente ni en contra de la institucional”.

Un gran teólogo, pionero de la teología práctica, es decir de la teología aplicada a la pastoral, un análisis de la realidad que permite ver aquí y ahora el paso de Dios por la historia. De ahí la constante presencia en su vida y en su obra de los pobres, de la lucha por la justicia, de la liberación integral y, en definitiva, de la radicalidad del seguimiento de Jesús. Un teólogo tan enamorado de Jesús que exigía a sus alumnos, como condición para conocer a Cristo, el seguirlo o, al menos, intentarlo.

Compañero de cátedra durante tantos años, entre otros, de Casiano Floristán, Jesús Burgaleta, Luis Maldonado, Antonio Cañizares (el cardenal), Juan de Dios Martín Velasco, un brillante remillete de teólogos que convirtieron el Instituto de Pastoral en el motor de la recepción del Concilio Vaticano II en España y en la cantera del “aggiornamento” eclesiástico español. Por sus aulas pasaron, durante décadas, miles de curas y laicos para ponerse al día. Uno de los profesores que más llegaba a los alumnos era, precisamente, Julio Lois. Sus clases siempre abarrotadas, era el típico profesor que enseñaba con su obra y con su vida. Un maestro, que es aquel con el que se comparte la vida y no sólo la asignatura.

Desde su ‘Jesús de Nazaret, el Cristo liberador’ a ‘Teología de la Liberación, opción por los pobres’, pasando por ‘La Teología de la Liberación en América Latina, África y Asia’, ‘La Cristología de Jon Sobrino’ , ‘El seguimiento de Jesús’, ‘Jesús de Nazaret’, hasta su último título ‘El Dios de los pobres’, las obras de Lois reflejan su pensamiento, que tiene como principales destinatarios de su reflexión a los preferidos de Dios. El Dios “de los que apenas son y apenas cuentan”, como solía decir. Porque, para él, “Jesús es el sacramento de la compasión de Dios en la Historia”. Y por lo tanto, “para ser fiel al plan salvífico es necesaria la opción por los pobres y por la Justicia”.

Y a partir de esos y otros postulados, el teólogo, siempre libre y sin ansia alguna de hacer carrera eclesiástica, iba hasta las últimas consecuencias. Y eso molestaba al poder eclesiástico. Decía, por ejemplo: “La Iglesia de Jesús tiene que ser una Iglesia pobre y de los pobres. Y no sólo pobre material, sino también pobre de poder. Porque el mensaje de Jesús no se impone, se ofrece, se propone”.

¿Una Iglesia a años luz de la actual? ¿Dos Iglesias: la soñada y la real? Lois subrayaba, una y otra vez, que él y los que opinan como él, no estaban pidiendo “una Iglesia frente o contra la Iglesia institucional”. Sólo le piden a la Iglesia real, que “sea fiel a lo que tiene que ser, que esté orientada permanentemente hacia un proyecto de conversión”, porque “el ideal cristiano es un ideal al que hay que tender” y “aspirar a lo imposible”. Y para que la Iglesia “siga corriendo hacia esa meta” tiene que “andar por el mundo ligera de equipaje”, porque “la solidaridad sólo es posible si hay austeridad”.

Los que conocimos y quisimos a Julio podemos decir, alto y claro, que no sólo fue un gran teólogo y un profesor entregado, cercano y clarividente, sino que, además y sobre todo, era una buena persona, que se hacía querer, y un extraordinario sacerdote. Un cura íntegro, que intentaba vivir lo que predicaba, sin dar lecciones a nadie. Un militante siempre comprometido y que no se dejó envinagrar por tantos palos recibidos de la institución ni por tantos años de militancia en los márgenes y en las fronteras de la Iglesia.

Pudo hacer carrera, pero no quiso. Sólo tenía que haber cambiado de chaqueta y plegarse a los nuevos tiempos, cuando los vientos de la involución empezaron a soplar de Roma con la llegada al solio pontificio del Papa Wojtyla. Pero, fiel a su conciencia, nunca lo hizo. Y se quedó en simple profesor y en coadjutor de su parroquia de Vallecas. Por eso, por su obra y por su vida coherente y entregada, deja huella en la Iglesia española y en el corazón de todos los que pudimos gozar de sus clases y alimentarnos de su sabiduría humilde.

Un ejemplo a seguir. Uno de los últimos profetas. NO te olvidaremos, Julio. Y seguiremos luchando por esa Iglesia pobre, samaritaba y liberadora a la que entragaste tu vida.

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