lunes, 22 de agosto de 2011

Tesis bíblico-teológicas sobre los ministerios de la mujer en la Iglesia.


Alberto Arenas Mondragón

Concilio Teológico de la Iglesia Nacional Presbiteriana de México, Iglesia El Divino Salvador, Xonacatlán, Estado de México, 17-18 de agosto de 2011

  1. La aparente excepcionalidad con que algunas mujeres ejercieron tareas ministeriales en el Antiguo Testamento (Miriam, Débora, Hulda) obedeció más a la desobediencia del pueblo de Dios que a Su voluntad original.

En Hechos 2, el día de Pentecostés, el Espíritu Santo llenó a los discípulos, capacitándolos para comunicar el mensaje del Reino de Dios. En el primer sermón apostólico, Pedro explicó que Dios había iniciado un nuevo período en la historia humana, cumpliendo la profecía de Joel: “Derramaré de mi espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán... y de cierto sobre mis siervos y sobre mis siervas en aquellos días derramaré mi Espíritu, y profetizarán” (vv. 17-18).

El pasaje enfatiza dos veces el propósito de la venida del Espíritu Santo, la labor profética, un ministerio perfectamente establecido por Dios. El A.T. se caracteriza por describir que el profetismo era un ministerio para unas cuantas personas y por lo general varones; pero no podemos dejar de mencionar algunos casos de ministerio profético, como la Juez Débora y la profetisa Hulda (Jueces 4:4; 2 Crónicas 34:22). En el reinado de Josías se generó una gran incertidumbre de interpretación de la ley, el sacerdote Hilcías (padre de Jeremías) da a conocer el fragmento de la ley para que el rey autorizara la intervención de un profeta reconocido y pudiera interpretar el texto bíblico. El sacerdote acude a Hulda quien era considerada como profetisa reconocida por la Institución, había estudiado en la escuela de profetas; tenía una función importante en el Templo, guardaba las vestiduras litúrgicas (en el lugar santo) para las celebraciones y vivía en el primer cuadro del Templo de Jerusalén. ¿Por qué Hilcías no acudió primero a su hijo Jeremías quien apareció seis años antes que Hulda? La profetisa era una mujer reconocida y respetada por la comunidad, era escuchada hasta por reyes. En esta época de luces, no había discriminación contra la mujer, ellas participaban en los ritos litúrgicos del Templo, asistían a los sacerdotes pero no en subordinación, sino en colaboración, estaban capacitadas en el conocimiento de la ley para instruir a niños, jóvenes y mujeres de la comunidad.

La profecía de Joel es el reflejo de la desarticulación de las dicotomías sociales, por eso aboga que el ministerio profético ya no es de carácter privado o selectivo, sino universal; la acción del Espíritu Santo rompe con las estructuras de clases: es para hijos y siervos, y las estructuras de género: hijas y siervas. El poder del Espíritu Santo contribuye a restaurar lo que desde la caída en Génesis se desquebrajó: la igualdad del varón y la mujer.

El apóstol Pablo afirma en Gálatas 3:27-28 que la igualdad es un componente esencial del evangelio: “porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. La igualdad no es sólo en esencia, también en vocación.

Con base en lo anterior, Pedro considera el cumplimiento de la profecía de Joel con su visión del sacerdocio universal de los creyentes (2:4-5), desde la óptica reformada, se afirma que hombres y mujeres son llamados a ser sacerdotes o ministros de Jesucristo con la finalidad de proclamar la Palabra de Dios y ministrar todos los recursos espirituales de la fe. De esta manera el ministerio de la enseñanza y proclamación de la Palabra, así como la administración de los medios de gracia, los ejecutan hombres y mujeres, puesto que ambos recibieron la misma salvación y la misma fe en Jesucristo el Sumo Sacerdote el que llama a quien quiere. Si esto hemos sostenido desde hace siglos ¿porqué en la práctica excluimos a las mujeres del sacerdocio? ¿Será que su salvación y fe son de segunda categoría?

II Manipular los oficios de Cristo (sacerdotal, profético y real) en beneficio de un género contradice las enseñanzas del propio Jesús de Nazaret (Lucas).

Se dice que Jesús no eligió entre las mujeres a los doce apóstoles. Es importante que consideremos que Jesús no escogió apóstoles, la Iglesia es la que los consideró apóstoles o dio a sus actividades el carácter de apostolado; Jesús estableció también otros ministerios y oficios que permanecen hasta hoy. Jesús escogió doce discípulos para que lo siguieran, pero su círculo se amplió hasta setenta, y en otros momentos de su ministerio se redujo a cuatro.

Muchas mujeres siguieron a Jesús entre toda la población de discípulos, encomendándolas a la misma misión que los doce (Juan 4:21-29; Mr. 16:7). Muchas mujeres le seguían y servían, de acuerdo con Mr. 15:40-41: “Había allí muchas mujeres mirando desde lejos. Entre ellas estaban María Magdalena, Salomé y María la madre de José y de Santiago el menor. Ellas habían seguido y ayudado (διηκονουν = diaconía) a Jesús en Galilea. Además, estaban allí muchas otras mujeres que habían acompañado a Jesús en su viaje a Jerusalén”. Algunas de ellas sostuvieron económicamente el ministerio de Jesús (Lucas 8:1-3); otras fueron capacitadas para el ministerio con el mismo método pedagógico de los rabinos de la época (Lc. 10:28-42, cf. Hch. 22:3).

Los evangelios dicen de ellas que “servían”, “ayudaban” y “asistían” a Jesús con sus bienes. ¿Cómo interpretar estos términos? El sustantivo διηκονουν también tiene varias acepciones. De manera tradicional se ha identificado en la elección de siete varones denominados diáconos (Hech 6:1-6). Pero una correcta lectura del texto nos muestra que nunca denomina a los varones como diáconos, sólo indica que su trabajo es servir (διακονια) las mesas de las viudas, con la finalidad de liberar un poco la carga de los apóstoles porque su trabajo es estar al servicio (διακονια) de la Palabra y de la oración. El ministerio de los apóstoles es de diaconía, de servicio, pero no de manera doméstica, sino en forma espiritual, del ministerio. Por ello es que διακονιαtiene el sentido de servir a la mesa (Mc. 1:31; Jn. 12:2) en el sentido de asistir a las personas (Mc. 15:41; Mt. 4:11; 25:44) y a la comunidad (2 Tim 1:18; He 6:10; 1 P 4). Pero διακονια también tiene el sentido de expresar la predicación del evangelio (2Co. 3:3; 1P. 1:12). El “servicio” (διακονια), lejos de la explicación anterior, ha sido visto en ocasiones como una función doméstica que la misma sociedad y cultura han establecido y, por supuesto, muy diferente de la de los discípulos-varones. En este tenor, se ha escrito recientemente que “estas mujeres asumían los papeles tradicionalmente femeninos de acogida y servicio... Seguían dedicándose a preparar las comidas, a amasar la harina para hacer el pan”. Nada de eso se dice en los evangelios; no es clara la afirmación que acentúa el papel doméstico de las mujeres. Siempre es grande la tentación de atribuir a las mujeres únicamente esos papeles «específicos», pero Jesús tuvo toda la intensión de modificar esa concepción. Basta el episodio de Marta y María (Lc.10:38-42) para probarlo.

Jesús da otro vuelco a las tradiciones familiares durante su visita a Marta y a María, aunque no seguían a Jesús desde los tiempos de Galilea, pueden ser consideradas como discípulas. Este texto debe ser considerado en estrecha cercanía con otros, con los que norman líneas tan convergentes que se puede percibir en ellas un propósito e intención de Jesús que hay que sacar a luz (Tunc, 1999). Explícitamente, Jesús reconoce que una mujer puede ser discípula, situación bien contraria a las costumbres establecidas. María estaba, en efecto, en la misma actitud que Pablo a los pies del gran rabino Gamaliel (Hch. 22:3). La tradicional función de “ama de casa” no es la única posible para una mujer. Jesús declara que es una función secundaria. Pone fin, no a la familia, a la rigidez de las tradiciones y de las atribuciones estereotipadas de “papeles”. Incluso es posible ver en este episodio de Marta y María un alcance más amplio, más allá de las relaciones familiares.

Georges Wierusz Kowalski (Tunc, 1999) ha mostrado, en La ruta que nos cambia, que estas mujeres simbolizan en realidad a las Iglesias de nuestros tiempos. Así, Marta representaría a las iglesias domésticas, cuya tarea era acoger, poner orden en las cuestiones y en los conflictos internos, hacer realidad la unidad de las comunidades y, sin duda, presidir las reuniones de oración; mientras que María sería el símbolo de las iglesias misioneras, en las que los profetas son portadores de la palabra de Dios, después de haberla escuchado y meditado. Esta interpretación significaría que, desde los orígenes del cristianismo, las mujeres permanecieron “siguiendo a Jesús” en funciones de primera importancia, con un alto grado de servicio no doméstico. De esta forma, sin realizar una revolución espectacular, sin poder, sin modificar las costumbres establecidas ni las reglas sociales, la actuación de Jesús sugería, sin embargo, una transformación, cuya comprensión y realización paulatina es cosa que pertenece hacer a sus discípulos, tanto en la vida social como en la vida eclesial. Bastaría con escuchar a Dios, que crea los vínculos entre los seres y la fraternidad entre todos. Por añadidura, como las mujeres eran “excluidas” en aquella época, su aceptación en el círculo de los discípulos, la verdadera familia de Cristo, significaba que su Reino debía incluir a todos los excluidos. Otros gestos de Jesús pueden ser leídos en este mismo sentido.

III El sacerdocio universal de los creyentes (I Pe 2.9-10) no es solamente una opción para la vida de la Iglesia: es el horizonte y el perfil básico deseado por Dios para su pueblo en todas las épocas y responde a las expresiones de su llamamiento soberano sin ningún tipo de distinción humana.

En la gracia de Dios, la autoridad ministerial, conlleva la autoridad espiritual, más que hablar de jerarquía, dominio o poder sobre el otro, debemos afirmar en todo momento que la función vocacional de cada creyente es de servicio y entrega a los demás (Montemayor, 2000). El ministerio es la expresión de una vocación (llamamiento) otorgada por Dios a cada creyente, cuyo objetivo es servir. La capacitación para ejercerlo se da con los dones y talentos, que hacen idónea a la persona para cumplir una función determinada. Así también, el ministerio no es individualista, sino comunitario, pues apunta siempre, hacia la edificación y el compromiso con los otros. Y todos y todas, en tanto el cuerpo de Cristo, respondemos por el ministerio de otro (Ef 4:16). Es multifacético, porque hay diversidad de funciones, que surgen de una vocación, con rostros distintos (Rom 12:6-8). Y es creativo, porque hay tantos ministerios, como necesidades que requiera de cuidado (1 Pe 4:10). No podemos determinar ministerios únicamente para hombres y otros para mujeres, no podemos decir que hay ministerio femeninos o masculinos; la Palabra nos enseña que hay diversidad de dones... diversidad de ministerios... diversidad de operaciones... “pero todas estas cosas las hace uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada uno en particular como él quiere (Rom 12). Ante esto ¿quién puede limitar al Espíritu para que no llame a las mujeres para cualquier ministerio u oficio?

La mujer es llamada por Dios a forjar una identidad ministerial, no en razón de su sexo, para que no la use ni como bandera de lucha, pero tampoco corona de lágrimas, sino por la vocación de Dios. La autoridad espiritual se gana, “si ministra conforme al poder que Dios da, para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo...” (1 Pe 4:11), pero también en el equilibrio de “andar digna de la vocación a la que fue llamada” (Ef. 4:1).

La ordenación no es el acceso a la estructura de poder o de la institución. Es la admisión y autorización solemne y pública a aquellas personas que han sido llamadas y preparadas debidamente para el desempeño de un oficio o ministerio determinado y definido por la Iglesia (art. 311 de la Constitución de la INPM, vr. 2002). Es la respuesta de la comunidad cristiana al llamado soberano de Dios. Es el testimonio público que un siervo o sierva comparte ante su comunidad de fe y otras, su conversión, llamamiento, su declaración de fe, doctrinal y su genuino deseo de servir a la causa de Cristo y a su Iglesia. Es el reconocimiento de su Iglesia, a la autoridad e idoneidad espiritual del siervo o sierva para los oficios establecidos en la Iglesia Presbiteriana. Es unción y consagración, tal como Jesús fue ungido por su Padre y consagrado para ejercer la vocación (Lc. 4:18-19); y simbólicamente por la imposición de manos de la Iglesia y autoridad espiritual (Hech. 13:2-3; 1Tim. 1:6).

En el pensamiento reformado se incluye en el “sacerdocio universal de los creyentes” (1 Pe 2:9-10) a quienes han alcanzado la misericordia de Dios y forman ahora parte del nuevo pueblo, que incluye tanto mujeres como hombres, gente de todas las etnias, edades, condición física, económica, cultura, redimidos por Jesucristo. El sacerdocio está caracterizado —desde la tradición del Antiguo Testamento— por las funciones de intercesión por el pueblo de Dios, la enseñanza de la Palabra de Dios, y el cuidado y servicio al pueblo (Dt 31:9-13; Os 4:4-8). Dios constituyó a todo Israel como un reino de sacerdotes y una nación santa (Éx 19:6) a cumplir un papel de intercesor para todas las demás naciones y también velar por el cuidado de las familias, del pueblo y aun de los extranjeros (Gn 18:18; Dt 4:9; 10:19; Lv 19:9-10). A los creyentes o sacerdotes del Nuevo Pacto Dios los ha constituido para ejercer una pastoral de acompañamiento en el cuidado de los demás, en la consolación de los afligidos, ayuda a los necesitados (Gál 6:2); y también, en la reflexión e interpretación de las Escrituras (Hch 17:10-12).

Las mujeres al igual que los varones, son parte del pueblo de Dios y, por tanto, también están incluidas para ejercer el sacerdocio en cuidar, aconsejar, consolar a otros; tienen la viabilidad de ser capacitadas por el Espíritu para hacer teología; están dispuestas y preparadas a que nuestro mundo sea transformado, asumiendo con esperanza los desafíos presentados. Por tanto, una mujer llamada por su vocación de servicio a Dios para algún oficio debe ser respaldada por la ordenación para ese oficio ya que es el Espíritu que se derrama en hombres y mujeres (Jl. 2:28-29).

BIBLIOGRAFÍA

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