Por Lázaro Fariñas*/Martianos-Hermes-Cubainformación.-
Durante mis últimos años de mi vida laboral, todas las mañanas veía llegar a los niños entrar felices a las diferentes escuelas donde yo trabajaba como oficial administrativo de las mismas. Llegaba muy temprano a mi oficina, más o menos dos horas antes de que el bullicio se apoderara de los pasillos del edificio de la escuela. La inocencia de los niños y niñas inundaban el ambiente, mientras estos llegaban a las aulas donde, tranquilamente, los esperaban sus maestras para comenzar el día escolar.
En algunas ocasiones, dejaba mi escritorio para ayudar a los que los recibían en las puertas ya que me gustaba verlos llegar con la alegría típica de alguien que apenas comienza su camino en la vida real. Se reían y jugaban entre ellos creando un aire de felicidad en todos los rincones de aquellas edificaciones, contagiando a los adultos que los cuidaban, envolviéndolos en sus deseos de vivir alegremente. Daban los primeros pasos para adentrarse en la sociedad, sin tener ni la menor idea de lo que les podía deparar el porvenir.
Así, como los niños que hacían felices mis mañanas de trabajo, así llegaban a una escuela de Connecticut otros niños el pasado 14 de diciembre, sin tener la menor sospecha de lo que el destino les deparaba a 20 de ellos una hora más tarde. Cuando el joven de 20 años irrumpió, armado hasta los dientes y lleno de odio, en dos aulas de la escuela, lo único que llevaba en su mente era asesinar a esos indefensos niñitos que caían ante sus ojos como soldaditos de plomo. La historia se volvía a repetir, otra vez las escuelas se convertían en el centro de un espectáculo espantoso de horror en donde la violencia regresaba para hacer de las suyas y tomar las riendas del destino de víctimas inocentes.
Desde que en mayo de 1927, en el pueblo de Bath en el norte del estado de Michigan, Andrew Kehoe colocó explosivos en la escuela local, los cuales, al explotar, dejaron a 38 niños y siete maestros muertos, hasta el pasado viernes, 14 de diciembre, han sido decenas de casos similares los que han ocurrido en diferentes años y en diferentes estados de la unión americana. Centenares de seres inocentes han sido víctima de estos actos irracionales, perpetrados por personas llenas de odio, subproductos de una sociedad en donde ha imperado la violencia desde su misma fundación.
Desde la guerra por su independencia, hasta la fecha, los Estados Unidos han estado constantemente sumergidos en guerras y conflictos nacionales o internacionales. La Guerra Civil, que se llevó a cabo desde 1861 hasta 1865, dejó un saldo de víctimas de más de 600,000 de ambos lados del conflicto y cicatrices que aún, hoy en día, no se acaban de sanar.
Las guerras han mantenido un alto nivel de violencia en el subconsciente de la sociedad norteamericana, tanto así, que pululan los juegos de video en donde unos se matan a los otros y que están al alcance de los niños de cualquier edad.
La Constitución de Estados Unidos, en su segunda enmienda, da el derecho a los ciudadanos de este país de comprar y portar armas de fuego. Con mucha facilidad y prontitud cualquier ciudadano puede llegar a cualquier tienda que se dedica a la venta de las mismas y comprar, desde un revolver de menor calibre, hasta un rifle de asalto, con solo llenar un pequeño formulario sin importancia. Esa enmienda que ha sido ampliamente criticada por grandes sectores de la sociedad consiente de la gravedad que representa el hecho de tener un arma de fuego, parece estar escrita en piedra.
La Asociación Nacional del Rifle, esa poderosa institución norteamericana que mantiene la presión en el Congreso de los Estados Unidos para que no sea abolida la enmienda, ha logrado, hasta el momento, que cualquier iniciativa en ese sentido sea derrotada por los legisladores.
Mientras se mantenga la facilidad de que cualquiera pueda hacerse de un arma de fuego, mientras se siga con la mentalidad de que los conflictos se resuelven por la fuerza, mientras se permita que los juegos de video inciten a la violencia extrema, me temo que las tragedias, como la que acaba de ocurrir en Connecticut, seguirán repitiéndose en esta sociedad y que otros pinos nuevos verán sus vidas truncadas y dejarán de ser, como decía el Apóstol de la independencia de Cuba, “la esperanza del mundo”.
*Lázaro Fariñas periodista cubano residente en EE.UU.
Fuente: ApiaVirtual
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