Enric Capó
El movimiento francés de Mayo-68 nos dejó una frase que ha quedado grabada en la memoria histórica de nuestra generación: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”, frase que, de alguna manera, queda reflejada en el movimiento de protesta que en las últimas semanas ha llenado gran número de las plazas públicas del Estado Español.
A primera vista, la frase es absurda. ¿Cómo puede ser realista pedir aquello que reconocemos que es del todo imposible? Sin embargo, mirada más de cerca, nos daremos cuenta de que hay algo en ella que conecta con nosotros y expresa algo que, sin confesárnoslo, se encuentra en lo más profundo de nuestro ser y a lo que no queremos renunciar: el sueño de una sociedad perfecta. La utopía (aquello que no existe en ninguna parte) forma parte de nuestra vida y de nuestra historia. Desde La República de Platón, a Una utopía moderna H.G. Wells, pasando por la Ciudad de Dios de San Agustín, la isla Utopia de Tomás Moro, o La Nueva Atlántida, de Francis Bacon, toda nuestra literatura está llena de proyectos utópicos que se van renovando en el transcurso de los siglos. No es difícil encontrarlos también en nuestra más reciente historia. Sólo necesitamos leer a hombres como Saint Simon, del socialismo utópico, o representantes destacados del marxismo o del anarquismo, así como las utopías religiosas que se han venido dando y se dan todavía en nuestro contexto histórico, tanto cristianas, como musulmanas o budistas.
Para nosotros los cristianos, la más grande y más bella utopía es el concepto de Reino de Dios que con tanto énfasis e insistencia nos describió Jesús. Examinando, una a una, las parábolas del Reino y escuchando sus discursos más profundos, vemos hasta qué punto, Jesús quiso que este concepto del Reino de Dios llegara a formar parte de nuestra vida. Descubrir el Reino y hacerlo real en la vida de cada día es el mensaje central del Evangelio. Jesús nos enseñó a pedir su realización imposible en la oración que nos dejó como modelo de oraciones: “Venga a nosotros tu reino”.
Esta oración la hemos repetido a lo largo de más de veinte siglos sin que podamos mostrar hechos que demuestren que es posible. Continúa siendo una meta inalcanzable, pero continuamos presentándola a Dios, día tras día. Renunciar a ello, tanto en lo que tiene de inmanente como de transcendente, sería aceptar en nuestra vida el conformismo y la resignación, algo que está en clara contradicción con el mensaje evangélico.
La utopía forma parte importante de la vida del cristiano. En su “prehistoria” están hombres como Abraham que marchó de su tierra hacia nuevos horizontes movido por el llamamiento de Dios; o Moisés, que sacó al pueblo hebreo de Egipto hacia “una tierra que fluía leche y miel”; o el profeta Isaías que tuvo la visión de aquel tiempo en que “no harán mal ni dañaran en todo mi santo monte; porque la tierra será llena de conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar”; o los cielos nuevos y tierra nueva que “vio” Juan en la isla de Patmos “donde no habrá más llanto ni clamor ni dolor”, etc. La lista podría ser muy larga. Pero no necesitamos alargarla más, porque nuestra fe cristiana la actualiza cada día a través de la esperanza en el Dios para el que, en palabras que el ángel dijo a María, “nada es imposible” (Lc 1,37).
Hay una frase del periodista y escritor uruguayo Eduardo Galeano que nos sitúa en la interpretación correcta de los más hermosos sueños humanos: "La utopía está en el horizonte. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se desplaza diez pasos más allá. Por mucho que camine, nunca la alcanzaré. Entonces... ¿para qué sirve la utopía? Para eso: sirve para caminar." Y esta es la respuesta cristiana.
Jesús, el gran soñador del Reino de Dios, nos enseñó a soñar siempre en lo mejor, lo más elevado, lo imposible y poner nuestra vida a su servicio. Algunos le hemos escuchado y le hemos creído, aunque su realización ha sido hasta ahora imposible. Llevamos siglos hablando del amor y continuamos odiándonos unos a otros; hablando de paz y vivimos en la guerra; hablando de justicia y vivimos en un mundo lleno de situaciones injustas. ¿Toda nuestra lucha ha sido en vano? Ciertamente que no. La meta continua estando lejos e inalcanzable, pero hemos ido avanzando: la guerra tiene cada día más enemigos; las discriminaciones absurdas contra las mujeres, los homosexuales, los de otras razas, van siendo poco a poco vencidas; la preocupación por la igualdad de oportunidades entre las personas humanas, va en aumento. La meta está muy lejos, pero seguimos caminando. No sé donde lo he leído, quizás entre los seguidores del 15M, pero es importante: “Está permitido caerse, pero está prohibido no levantarse”. Y este es el mensaje que hemos de transmitir y vivir.
No siempre acertaremos en nuestra elección de caminos. Hay algunos que nos parecen rectos, pero no lo son (Prov 14,12), por lo cual hay que ser precavidos, pero nada nos ha de impedir caminar hacia la utopía de la fraternidad mundial y es seguro que si este futuro brillante y utópico para nuestra generación inspira la orientación de nuestra vida, poco a poco se convertirá en presente y, aunque sea de forma muy imperfecta, proyectará algo de luz sobre nuestras tinieblas. Quizás entonces descubriremos que, no sólo al final del túnel de la vida, hay luz.
Lo que no podemos hacer es trasladar todas nuestras utopías al más allá. La utopía debe darse en esta tierra y en esta nuestra vida. Desplazarla para más allá de la frontera de la muerte, es desvirtuarla. Las utopías que sólo se refieren a otra vida son dañinas ya que nos sumergen en el sopor del conformismo y la resignación. Razón tenía Marx cuando hablaba de la religión como “el opio del pueblo”, ya que muy a menudo se ha convertido en un calmante analgésico que ha llevado a los religiosos a una actitud estéril de espera en otra vida, menospreciando la presente.
Por esto, el Reino de Dios lo sitúa Jesús en el horizonte de esta vida: “los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados”. Lo que distingue a Jesús de otras utopías humanas es, sin duda, que tiene una proyección de eternidad. Y esto, también lo hemos de afirmar. Pero no tenemos derecho a soñar en un estado de perfección en el futuro, si no luchamos para hacerlo real en el presente. Del futuro que esperamos –según la conocida esperanza cristiana- hemos de bajar a este presente, uno a uno, sus elementos esenciales, vivirlos y luchar por ellos. Sólo así tienen posibilidad, de acuerdo con el mensaje evangélico, de adquirir su carácter de eternidad, sea cual sea el sentido que demos a este concepto.
El movimiento 15M nos recuerda que hemos de recuperar la utopía y convertirla en nuestra agenda de trabajo. Cualquier otra actitud nos sumerge en el pesimismo y nos condena a la inactividad.
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