GERARDO PISARELLO Y JAUME ASENS
El intento de bloqueo del Parlament de Catalunya ha generado una fulminante condena por parte de la mayoría de la clase política y un cierto desconcierto entre muchos de los que simpatizaban con el movimiento del 15-M.El president Artur Mas no ha tardado en señalar que los indignados han atravesado una “línea roja” y que al coaccionar a diputados escogidos por millones de personas han dejado expedito el camino para el uso de la fuerza contra ellos.
Esta lectura de los hechos, apuntalada por imágenes de desórdenes y del propio Mas llegando en helicóptero al Parlament, ha encontrado una acogida favorable en buena parte de la prensa. Sin embargo, encierra algunas falacias que el propio contexto político y económico obliga a cuestionar.Lo primero que habría que recordar es que la sesión del miércoles del Parlament no era una sesión cualquiera.
En ella se aprobaron los presupuestos socialmente más regresivos desde tiempos del franquismo. Esto comporta graves restricciones a derechos básicos de las personas como el derecho a la educación o a la salud. Y no se trata de una medida aislada. Antes de promover estos recortes, el gobierno de CiU anunció la supresión del impuesto de sucesiones y limitaciones drásticas en derechos especialmente sensibles para los más vulnerables, como el derecho a la vivienda o a la atención social.
Todo ello a través de procedimientos expeditivos y de dudoso encaje jurídico como la ley ómnibus o como el proyecto de Ley de Medidas Fiscales y Financieras.
La mayoría de estas propuestas fueron presentadas como hechos consumados, es decir, como medidas que se aprobarían sí o sí porque venían impuestas por los mercados.
No hace falta ser un exaltado para advertir que un Gobierno y un Parlamento que restringen de manera sistemática derechos constitucionales y estatutarios, que lo hacen valiéndose de normas que no garantizan una discusión amplia sobre su alcance, y que para hacerlo invocan el mandato de los mercados, expresan una concepción bastante pobre del principio democrático.
Sólo si se considera que esta complicidad o rendición de los poderes públicos frente a un puñado de intereses privados es normal, puede la protesta de los indignados considerarse anormal o excesiva. De lo contrario, habrá que admitir que, más que impedir “el funcionamiento normal” de un parlamento, que es lo que prohíbe el artículo 494 del Código Penal, lo que estas movilizaciones pretenden es denunciar el intento de desvirtuar su función natural.
O dicho de otra manera, de evitar que los parlamentos, cruzando “líneas rojas” inadmisibles, se conviertan en simple caja de resonancia de intereses minoritarios de mercado.Esta lectura podría considerarse caprichosa si no fuera porque protestas como la del miércoles están creciendo en toda Europa y probablemente se multiplicarán, de no cambiar las cosas.
En Atenas, en Lisboa y en otras ciudades, los acampados frente a las sedes políticas no son dos mil o tres mil. Son decenas de miles de personas a las que el voto cada cuatro años no les permite cuestionar decisiones que no han consentido y que afectan fuertemente sus vidas.
Cuando se dice que no son representativos, se olvida que en las propias elecciones son legión los que votan en blanco o se abstienen. Y se olvida también que incluso los votos recibidos por los partidos que apoyan los ajustes pueden querer decir muchas cosas: rechazo de otros partidos, opción por el mal menor, etcétera.
Nada, en realidad, autoriza a interpretarlos como un cheque en blanco para recortar derechos esenciales, reforzar privilegios privados e implementar políticas que a veces ni siquiera constaban en sus programas electorales.En países como Islandia, Eslovenia o Italia, la ciudadanía ha podido al menos pronunciarse en referendos sobre muchos de estos asuntos.
Y al hacerlo, ha mostrado que cuando se afectan derechos básicos, la coincidencia entre mayoría electoral y mayoría social no puede darse por descontada. En el caso español, los ajustes tienen lugar con un 20% de paro –más de un 40% juvenil– decenas de miles de familias desalojadas por impago de hipotecas y otras tantas expuestas a una sanidad y a una educación de calidad cada vez peor.
Y sin embargo, se están produciendo a libro cerrado, prácticamente sin discusión, en el marco de una democracia incapaz de abrirse a la participación directa de la ciudadanía en la definición de las alternativas a la crisis.Si se parte de aquí, lo que sorprende, más allá de los insultos y forcejeos aislados del miércoles, es la paciencia y la capacidad de auto contención de la población.
El propio movimiento del 15-M ha dado muestras de una firme vocación pacífica al condenar rápidamente unos actos minoritarios, cuya violencia es a todas luces menor a la ejercida por la policía en plaza Catalunya o a la que suponen los despidos y desalojos masivos.
En este contexto, presentar el intento de bloqueo simbólico del Parlament como un “caos” o un acto “totalitario” resulta un despropósito. Más bien, debería verse como un desesperado intento de desbloquear una democracia secuestrada por intereses para los que el debate y la participación popular cuentan muy poco.
Gerardo Pisarello y Jaume Asens son juristas y miembros del Observatorio de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de Barcelona
Ilustración de Mikel Casal
Fuente: Dominio público
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