por Abel García
La democracia que se vive de manera imperfecta en muchos países del mundo se sustenta, entre otras cosas, en el equilibrio de poderes que se fiscalizan los unos a los otros. Por ejemplo, en los congresos las fuerzas políticas negocian acuerdos y, mal que bien, se controlan las unas a las otras, aunque tristemente el espíritu de cuerpo suele proteger a legisladores faltosos que nos regalan actos impropios que son sancionados laxamente.
También podemos mencionar a las instituciones de control y supervisión del aparato del Estado: Contralorías, Defensorías del Pueblo, Poder Judicial, Tribunales Constitucionales, Superintendencias, Organismos Supervisores, Oficinas de Defensa de Consumidor, etcétera. Además de todo eso, tenemos a la prensa, que con todas sus tremendas deficiencias ha servido para el destape de un sinfín de abusos y delitos no vistos por los entes oficiales.
Todos estos organismos han sido hecho para el control; en palabras cristianas, todos somos pecadores, somos un poco buenos pero también un poco malos, somos propensos a caer, al despotismo, a la prepotencia, a vernos afectados por la radiación del poder que nos contamina. Por lo tanto, necesitamos que nos fiscalicen, que mi incentivo a abusar sea dominado.
Los tiranos saben esto muy bien. En el Perú, la dictadura fujimontesinista pretendió tener todo el poder para gobernar por muchos años. Por ello, su esfuerzo descarado en copar todas las instancias de control o pretender desaparecerlas (caso Tribunal Constitucional). Ese afán hizo que parte de la prensa fuera comprada con la desfachatez más abierta del mundo. Algunos directores de medios están hoy presos, pero su carroña la sufrieron los opositores al régimen podrido de Fujimori. Recuerdo particularmente el caso de Alberto Andrade, ex–alcalde de Lima, al que acusaban de las cosas más inverosímiles. Hoy la hija de Fujimori, candidata presidencial, pide limpieza en las elecciones, la que su padre no tuvo con sus contendientes. Paradojas de la vida.
La sanidad es siempre el equilibrio de poderes, tener disponible un lugar en dónde reportar abusos, dónde pueda defenderme, sin importar el tamaño del poder al cual me enfrente. Las dictaduras cancelan esto, te limitan, quieren dejarte a merced de su propia voluntad. Si pudieran, no te dejarían siquiera pensar, como sucede en Corea del Norte -caso extremo- o, con algo menos de fuerza, en Cuba y China. ¿Cómo debe ser la iglesia? Un consenso generalizado trata de definir a la iglesia como un híbrido llamado “teocracia”, donde se dice que es el lugar donde Dios tiene el control. Esto no define nada. ¿Cómo Dios manifiesta ese control? ¿Cómo realmente la iglesia expresa que está siguiendo los mandatos de Dios? No es una respuesta fácil en lo particular, pero quizá sí en lo general: debe ser el lugar en donde los grandes principios directrices de Dios manifestados en el texto que los contiene, la Biblia, se apliquen. Aplicado a lo que estoy escribiendo en este texto, puedo decir que la iglesia debe ser el lugar en donde aprendamos la libertad en su máxima expresión, donde la vivamos, la gocemos en plenitud. Por lo tanto, para que esa libertad pueda ser manifestada, entonces la iglesia debe ser un lugar en donde el equilibrio de poderes se fomente.
Pero mecanismos que permitan este equilibrio son poco comunes en la iglesia evangélica, y el mecanismo de control que se invoca es fácilmente manipulable. Pensemos en lo siguiente:
(1) Un pastor, el usual líder de una iglesia local.
(2) Un consejo de ancianos que representa a la congregación, designado por el pastor. En cierta manera, es su personal de confianza que responderá ante él y lo “blindará”.
(3) El mecanismo de control está basado en el Nuevo Testamento: “Si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos; si te oyere, has ganado a tu hermano. Mas si no te oyere, toma aún contigo a uno o dos, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra. Si no los oyere a ellos, dilo a la iglesia; y si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano” (Mateo 18.15-17). Para efectos del ejemplo, esos “dos o tres” se aplica al consejo de ancianos.
Supongamos la aparición de rasgos autoritarios en el pastor: intentos de entrometerse en la vida privada de la gente, de decidir por la gente, exigencias excesivas de diezmos y ofrendas a la congregación, evidentes signos exteriores de riqueza. Yo observo esto, creo que es un problema y busco repararlo. Entonces, invocaré al mecanismo de control ¿Qué sucederá?
(1) Confrontaré al pastor a solas. El pastor, por supuesto, negará todo, me hará sentir mal, me dirá que cómo puede ser posible que acuse injustamente al ungido por Dios, a su elegido.
(2) Ante su negación, opto por ir con otra(s) persona(s). Aquí el pastor puede fingir ser condescendiente, escucharme, y finalmente dirá que recibe mi sugerencia en el amor del Señor, pensará en ella y la pondrá en oración.
(3) Pasará el tiempo y no se observan cambios. Siguiendo el esquema del mecanismo de control (que además es bíblico), iré ante el consejo de ancianos (la instancia superior). Pero hay un problema: ellos son un cargo de confianza del pastor. Rechazarán tu asunto porque es muy probable que hayan sido predispuestos en contra tuyo.
(4) A pesar del rechazo, trato de ir a la iglesia. El pastor ya se ha encargado de sugerir a la gente de mi insumisión, de mi falta de compromiso, de mi pecado por no someterte al ungido de Dios. La iglesia, tan propensa a la sumisión y la manipulación, quizá hasta adicta al pastor, me rechazará. En este punto ya estoy estigmatizado. Estoy asumiendo que me permitirán tener una tribuna desde el púlpito, cosa muy difícil.
(5) Al final, todo seguirá igual. El mecanismo “bíblico” no funciona porque ha sido distorsionado. Formalmente no existen otras instancias. No hay manera de denunciar injusticias pastorales. La atomización evangélica hace esta situación más compleja.
Lo que ha sucedido es el copamiento del poder a nivel de las iglesias locales o, en ocasiones, hasta en denominaciones enteras. Como las dictaduras, el pastorado controla todo, y es muy difícil ir en contra de ese poder. ¿Puede ser esto una expresión de Dios? ¿Puede venir de él? Definitivamente no. Yo soy mucho más radical respecto a lo que se debe hacer, pero creo que en este estadio lo fundamental es encontrar mecanismos de equilibrio que limite a las dos expresiones eclesiales. El clero debe ser un poder; el laicado debe ser un poder. El laicado debe encontrar mecanismos de representación claros que le permita manifestar su opinión por sí mismo (el clero ya los tiene). Si no, se le regala incentivos perversos al clero que no tardará en cometer abusos, a veces sutiles, a veces descarados. Pecadores somos todos, hasta el más espiritual, más aún si se nos pone una tentación al frente tan fuerte como la que tuvo Cristo cuando subió al monte alto y vio todos los reinos de la tierra (Mt 4:8-10)
Fuente: Lupa Protestante
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