sábado, 22 de junio de 2013

Reflexión sobre el 50 aniversario del Concilio Vaticano II.


Reflexión del Foro de cristianos “Gaspar García Laviana” sobre el 50 aniversario del Concilio Vaticano II

DOCUMENTO FINAL DE CURSO.

REFLEXIÓN ANTE EL 50 ANIVERSARIO

DEL CONCILIO VATICANO II

El deseo de una Iglesia distinta vivía en el corazón de muchos, ya entonces, en entorno a los años 60. El Espíritu cultivaba anheladas esperanzas de renovación. La convocatoria del Concilio Vaticano II supuso una eclosión de optimismo: al fin se iniciarían las tan necesarias reformas. Una vez terminada la magna asamblea, los nuevos textos conciliares, aunque a veces ambiguos o contradictorios, nos dieron pie a pensar en un renacimiento de la Iglesia.

Efectivamente, hubo un tiempo de ilusión. Con la celebración del Concilio Vaticano II, creíamos que nuestras esperanzas iban a hacerse realidad, que era posible otra Iglesia, progresivamente desclericalizada, donde los laicos asumieran en igualdad con el clero su papel protagonista dentro de ella, donde las mujeres, cuya presencia en las comunidades superaba con creces a la de los hombres, iban a ser respetadas como tales y valoradas sin ningún tipo de prejuicio, dándoles la posibilidad de ir integrándose en los distintos organismos eclesiásticos de decisión, de reflexión teológica, de pastoral, igual que en los diversos ministerios de la Iglesia. Creíamos posible una nueva concepción de la sexualidad, un celibato opcional, separaciones matrimoniales abiertas a un nuevo matrimonio, y algunos, en este caso menos, un sacerdocio ministerial para un determinado tiempo, que podía ser renovado, sacerdotes escogidos por el pueblo, que podían ser hombres o mujeres, casados(as) o solteros(as). Creíamos en una renovación litúrgica que nos llevaría a celebraciones sencillas, desapareciendo de ellas todo boato, abiertas a una creatividad responsable, sin el corsé de las férreas rúbricas. Creíamos que llegaríamos a una valoración positiva de todas las religiones como distintos caminos de manifestación de un Dios único. Creíamos que con el Concilio llegaría, aquí en nuestro país, la desaparición de la mentalidad y comportamientos del nacional-catolicismo, que parecía era también la máxima aspiración de algunas jerarquías católicas en otras partes del mundo, lo que llevó a muchos obispos a apoyar, directa o indirectamente, las dictaduras que había en sus países, tal como sucedió en algunos lugares de Latinoamérica. Creíamos que, ya por fin y de verdad, en la Iglesia todos seríamos iguales, que desaparecería el carrerismo eclesiástico y todas las dignidades, títulos y cualesquiera otra “condecoración”. Pero ya entrados los años 80 éramos conscientes de que la Iglesia-institución iniciaba una marcha hacia atrás, nuestras esperanzas se iban truncando y nuestro optimismo se esfumaba poco a poco con el paso del tiempo.

En los primeros momentos posconciliares empezábamos a constatar cambios importantes: veíamos un nuevo estilo de gobierno en las jerarquías católicas, parecía que iba a ser posible una participación en la “gestión” de la Iglesia en todos los niveles: parroquial, diocesano, nacional y mundial. Creíamos posible iniciar el camino de una auténtica “democratización” intraeclesial. Lo hicimos algunos en nuestras parroquias a través de los Consejos Parroquiales, cuya realidad superaba la nomenclatura dada, al darles carácter decisorio real. Creíamos que se iniciaba una verdadera renovación cuando nos convocaron para elegir a nuestros arciprestes y vicarios territoriales, que luego nombraba el obispo. Se crearon también organismos diocesanos de participación en la gestión económica, pastoral… Pero cuando se les quiso dar una entidad jurídica, -ya el tiempo iba pasando y surgían otros vientos-, se vio el valor que desde las últimas instancias se les concedía a todos estos organismos de gestión: serían “meramente consultivos”. La última palabra, la decisión, quedaba en manos del párroco, del obispo o del Papa. Y cuando apareció el nuevo Código de Derecho Canónico, éste consagró el existente monarquismo absolutista clerical.

Muchos pensábamos que las Conferencias Episcopales y los Sínodos de Obispos asumirían las necesarias funciones para que pudiese ir desapareciendo el poder concentrado en los distintos Dicasterios del Vaticano. Pero sucedió más bien lo contrario. Los Sínodos serían meramente consultivos y siempre bajo la tutela del Vaticano. Las Conferencias Episcopales nacionales quedaron prácticamente en nada. La colegialidad, tan defendida en el Concilio, no se le daba contenido alguno. Pero, al contrario, aumentaron en importancia los organismos romanos, que, actuando en nombre del Papa, “monarca” absoluto, eran los que gestionaban el poder legislativo, ejecutivo y judicial en la Iglesia.

En aquellos años, cuando algunos comenzábamos a andar, tanteando, con incertidumbre, todavía con algo de miedo, por el camino de la libertad, superando aquellos parámetros, a veces totalmente irracionales, de los “pecados mortales”, o de lo que era lícito o válido; cuando muchos comenzábamos a ser capaces de romper el corsé del ritualismo sacramental para hacer liturgias más vivas y cercanas al pueblo…; cuando muchos quisieron ser de verdad clero “secular”, prescindiendo de las ropas talares, incorporándose a trabajos civiles…, -proceso en el que tomaron parte también algunos religiosos y religiosas que salieron de sus conventos para trabajar “en el mundo”-, nos parecía que estábamos comenzando nuevos tiempos de luz evangélica en la Iglesia. El brillo de aquella luz se fue apagando poco a poco, quizás más que nada por falta de oxígeno bajo la cúpula romana al irse cerrando las puertas y ventanas que se habían abierto con el Concilio. Quizás por eso aquel fuego no se propagó o quedó ahogado.

También creíamos que se iniciaría una nueva presentación de los contenidos de la fe católica, teniendo en cuenta los avances de las ciencias humanas y bíblicas, que obligaban a revisar creencias que se consideraron verdades inalterables: el modo de entender al Dios Creador, el origen de la materia, de la vida y del hombre, el pecado original… Era imprescindible armonizar el contenido esencial del mensaje cristiano con la razón moderna. Creíamos que se iniciaría una des-ideologización de la “doctrina cristiana”, para purificarla de todas las adherencias filosóficas antiguas, de los ropajes ideológicos de los que se fue revistiendo al paso del tiempo, y llegar así al conocimiento del cristianismo más originario para presentarlo de modo sencillo y comprensible al mundo de hoy. La aparición del Catecismo de la Iglesia Católica (1992-1997) nos hizo ver nuestra ingenuidad al respecto. Sus contenidos bien poco se distinguían, tanto en la forma como en el fondo, de lo que se enseñaba en la Iglesia en los años anteriores al Concilio.

Por otra parte, dado el contexto democrático de las sociedades occidentales y los nuevos aires conciliares, creíamos que se cambiaría el modo de concebir la autoridad en la Iglesia. ¿Se puede entender que absolutamente todo dependa en nuestra Iglesia de una sola persona? ¿Se puede entender el modo de elegir al Papa, a los obispos y a los párrocos? Hay que arbitrar alguna manera para dar una amplia participación en su elección a aquellos que van a recibir el servicio de esos ministerios. Igual que el teocentrismo filosófico-teológico ha quedado anticuado, así también la concepción teocrática de la autoridad.

Según transcurría el pontificado de Juan Pablo II, iban poco a poco desapareciendo todas las esperanzas renovadoras. Las poderosas fuerzas conservadoras de la Iglesia fueron ocupando casi todos los organismos eclesiásticos: Dicasterios, nunciaturas, sedes diocesanas, presidencias de las Conferencias Episcopales… El equilibrio, mal conseguido como se vio luego, en los textos del concilio quedó roto en la práctica al paso del tiempo. Poco a poco se fueron poniendo en marcha desde Roma unas directrices que, con la ayuda de la mayoría de los obispos, nos condujeron a la situación actual de control no sólo de los comportamientos sino también de las ideas, condicionando la libertad de pensamiento, de investigación…, hasta el punto de que aquellos que en sus estudios analizan, insinúan o proponen nuevas ideas distintas del exigido pensamiento único católico, son separados irremediablemente de sus cátedras, si son enseñantes; o les niegan sus editoriales, si pretenden escribir un libro o publicar una revista; o sus edificios, si alguien quieren impartir en ellos una conferencia… Se condena, se rechaza o se arrincona la teología de la liberación, cuyo fruto innegable fue el compromiso ejemplar al que condujo a muchos cristianos (laicos, religiosos, curas), que se empeñaron en conseguir un mundo mejor, a veces a costa de su propia vida. Habíamos entrado en el invierno eclesial, según palabras de K. Rahner en 1983.

Nosotros, cristianos que queremos mantener viva nuestra fe en Jesucristo, que para nosotros es la verdadera luz en el camino de la vida y el pan que la alimenta, siendo como es la Iglesia y tal como estamos actualmente ¿qué podemos hacer? ¿Podrían ser estos hoy parte de nuestros objetivos principales?

“Democratizar” las instituciones eclesiales de base: parroquia, movimientos cristianos…, dando participación de decisión y de gestión a todos. Tratar de influir para conseguir esto mismo en los demás niveles de la Iglesia. Debemos ser conscientes de la importante fuerza del clero que está en la base, del papel de “líder” que le otorgan las comunidades cristianas.

Tomar posturas de libertad, al estilo de los hijos de Dios, practicando, si fuere necesario, una “desobediencia debida”, como de hecho ya hicieron muchos sacerdotes y laicos, liberándose de las innumerables leyes que regulan tan minuciosamente las conciencias y los comportamientos, siguiendo así el ejemplo de Jesucristo respecto a las autoridades y leyes del judaísmo, y como hicieron después los apóstoles, respondiendo a las autoridades, que pretendían impedirles anunciar el evangelio, que tenían que obedecer antes a Dios que a ellos.

Podemos también seguir creando pequeñas comunidades cristianas donde juntos podamos, con la luz de la Palabra de Dios, descubrir cada día a Jesús de Nazaret y su mensaje, que es el mejor incentivo para el seguimiento del Señor y mantener el compromiso cristiano, celebrando sacramentalmente a Jesucristo con una liturgia participativa y creativa, sin que ello suponga una ruptura con la Iglesia-Institución, de quien hemos recibido la semilla de nuestra vida espiritual y donde también vive el Espíritu que nos enriquece a todos. Ella ha de ser igualmente campo de nuestro compromiso en el quehacer de un mundo mejor.

También será uno de nuestros primeros objetivos el mantener una constante crítica constructiva, que siempre tenga como base un cordial respeto a las personas. Es la función profética que ha de asumir todo cristiano, obligado a denunciar siempre todo aquello que contradice lo que Jesús fue y dijo, tanto fuera como dentro de nuestra Iglesia. En primer lugar hemos de salir siempre en defensa de los más débiles, aquellos donde más anida el sufrimiento humano. En lo que se refiere a nuestra Iglesia: hoy cada vez son más, entre ellos algunos obispos, los que están pidiendo la desaparición del Estado Vaticano con todo su entramado de poder eclesiástico, las pomposas liturgias pontificales, los títulos y honores, etc., lo que está a todas luces en contradicción con Jesucristo y su evangelio. También nosotros compartimos este deseo.

Y sobre todo es fundamental la unión entre todos los que buscan una Iglesia distinta, más jesuánica. Necesitamos organizaciones y líderes, dispuestos a romper moldes, que aglutinen a las personas que quieran el cambio, necesitamos referencias que nos ayuden a converger, a encontrarnos, a promover acciones comunes. Es necesario comenzar uniéndonos en asociaciones, en pequeñas comunidades cristianas, en foros, etc., y luego alcanzar nuevos niveles de integración. Para ello disponemos hoy de unos potentes y rápidos medios de comunicación que hemos de utilizar para unirnos y juntos poder hacer más fuerza para ir consiguiendo los objetivos que nos marquemos. Es necesario ir integrándonos a través de las redes virtuales, que nos facilitan enormemente estar siempre en comunicación. Ya hay quienes están en este camino. Es posible que REDES CRISTIANAS aquí en España sea una buena plataforma de integración plural, así como la RED EUROPEA IGLESIA POR LA LIBERTAD. Y todos juntos unidos en una RED UNIVERSAL.

El compromiso cristiano del que ya hemos hablado habrá de estar matizado por una opción preferencial a favor de los marginados, los empobrecidos, los excluidos por la razón que sea: sexo, religión, raza, riqueza…

Muchos no creemos que sea cuestión de concentrar todos nuestros esfuerzos en pedir un nuevo concilio, ni de hacer nosotros una gran asamblea alternativa. Podemos sumarnos a esas iniciativas, si se llevan a cabo como plataformas de renovación eclesial. Pero es más importante estar en “Asamblea Permanente”, reflexionando y llevando a la práctica, según cada grupo o cada uno vayamos progresivamente viendo qué es lo que debemos hacer o decir.

Por otra parte, hay quien piensa que el Concilio Vaticano II ya no puede ser referencia para los cristianos de hoy. La circunstancias son totalmente distintas a las que había hace 50 años. Los interrogantes que se hacen los hombres y las mujeres de hoy son diferentes y las respuestas que hay que dar son otras. A nuestro nuevo mundo, parte de él “virtual”, no podemos hablarle en el mismo lenguaje del último concilio.

Ya finalmente, decir que muchos pensamos que nuestras preocupaciones más importantes quizás no debieran estar, aunque sí también en alguna medida, tan dentro del ámbito eclesial. Los problemas más graves hoy son otros y a ellos habría que dedicar una atención preferente. Problemas que tenemos muy cerca de nosotros: como la exclusión de los inmigrantes de la seguridad social, el altísimo número de parados, muchos de ellos sin ayuda, la mucha gente que hay con salarios mínimos o pensiones insuficientes, los desahucios… Y otros aún más graves que están allende nuestras fronteras: la gente que muere por carecer de lo fundamental para la subsistencia o de los medios más elementales de sanidad, las muchas guerras que aún hay, y otras violencias que también producen muertes sin parar, la explotación y opresión que hay en todo el mundo, tanto infantil como de adultos, sin olvidar la explotación irracional de la Madre Tierra… etc. De la manera que sea, con más o menos dedicación, todos estamos obligados a la cooperación nacional o internacional, a través de los cauces que estén a nuestro alcance. La Iglesia no puede ser nuestra única preocupación, ni siquiera ha de ser la principal.

Bien es verdad que la Iglesia católica supone un enorme potencial, tanto espiritual como material, y es muy distinto que se emplee de un modo u otro. Por eso, uno ve que es muy razonable que sea motivo de nuestra atención con el fin de que tantos medios y tanta energía humana se utilice en el quehacer de un mundo mejor, que es el modo de hacer que progrese el Reinado de Dios. Es importante que la Iglesia sea en el mundo una gran fuerza humanizadora dentro de los parámetros de los derechos humanos fundamentales reconocidos por las Naciones Unidas.

En buena medida nuestras vidas son deudoras del pasado concilio, aunque hayamos tenido que vivirla en contradicción con los nuevos aires que cerraron puertas y ventanas en la Iglesia. Gracias al concilio, y a los que siguieron la dirección por él marcada, se recupera la Palabra de Dios para el pueblo y empezamos a hacer atención a los signos de los tiempos, lo que nos obliga a una continua puesta al día. Gracias a él algunos hemos podido alcanzar un cierto grado de libertad que impidió nuestra asfixia espiritual: sobre todo moral e intelectual. Gracias al concilio, y a todos cuantos mantuvieron y desarrollaron las nuevas ideas que en él nacieron, hemos podido llegar a comprender que lo verdaderamente importante para un cristiano es el seguimiento de “Jesucristo”, tal como originariamente fue presentado, limpio de adherencias ideológicas y sin contaminaciones socio-políticas. Gracias al concilio hemos podido comprender que tan importante como creer es vivir de acuerdo con la fe a la que nos adherimos, y gracias a él hemos sabido también que creer es comprometerse.

No queremos terminar estas reflexiones sin citar el esperanzador acontecimiento eclesial del Papa Francisco.

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