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domingo, 19 de noviembre de 2017

7 millones de personas al borde de la hambruna: la crisis que Arabia Saudí está provocando en Yemen.


Yemen, una de las crisis humanitarias más grave del siglo XXI.

Sepultada bajo toneladas de actualidad informativa, la guerra civil de Yemen ha macerado en un segundo plano hasta convertirse en una de las crisis humanitarias más dramáticas del siglo XXI. Con más de un millón de personas víctimas de una brutal epidemia de cólera (600.000 de ellas niños) y casi 7 millones de personas al borde de la hambruna, Yemen se acerca a un abismo espantoso.

¿Pero qué ha sucedido exactamente y quiénes son los responsables? Para entenderlo, hay que retroceder varios años en el tiempo y dirigir la mirada hacia el norte del país. En concreto, hacia Arabia Saudí. La misión militar desplegada por la monarquía salafista ha incluido bombardeos a instalaciones civiles, asesinato de víctimas inocentes, bloqueos económicos de las regiones insurgentes y un desinterés total en aliviar la penosa situación de la población.

Yemen afronta de este modo su tercer año de guerra civil, un conflicto cuyo marco global es más amplio, y en el que las luchas de poder regionales entre Arabia Saudí e Irán juegan un papel fundamental. Una crisis, en definitiva, de gravísimas consecuencias, de compleja resolución y a la que, para colmo de males, como en casi todos los conflictos abiertos en Oriente Medio, no son ajenas las potencias occidentales. ¿Y cómo hemos llegado hasta aquí?
Yemen: historia de una desestabilización

2011: todos los países del orbe árabe, desde Marruecos a Bahréin, se ven sacudidos por una oleada revolucionaria que se lleva por delante al gobierno tunecino, depara miles de muertos en las calles de El Cairo, inicia una guerra civil sangrienta en Siria y finiquita al estado libio. En Yemen, como en la mayor parte de países de la zona, las protestas son multitudinarias y la inestabilidad, preocupante.

El ambiente proto-revolucionario se prolonga hasta 2012, cuando la posición del presidente yemení, Ali Abdullah Saleh, se hace insostenible: tras dos décadas largas al frente del país, las multitudinarias manifestaciones callejeras, la espiral de violencia y el improbable apoyo del ejército provocan su caída. Tras unas elecciones de cartón, el régimen se perpetúa eligiendo a Abd Rabbuh Mansur Hadi como nuevo presidente del país. La situación se estabiliza.

Sin embargo, la nula expectativa de reforma democrática agrieta las tradicionales brechas regionales de Yemen. En 1994, Yemen se había partido en dos: propulsada por el tribalismo social, un movimiento de carácter socialista en el sur y una minoría chií en el norte, la guerra se saldó con una declaración de independencia infructuosa y la victoria de las fuerzas unionistas, que habían logrado mantener al país unido hasta bien entrada la segunda década del siglo XXI. Unido, que no pacificado.

El foco de insurgencia más importante durante los años tranquilos surgía de las regiones norteñas, en concreto de Ansar Allah, conocidos informalmente como los Houthis. El movimiento tenía un profundo carácter religioso, pero a diferencia de la mayor parte de radicalismos políticos presentes en la península arábiga, era chií. En un país de mayoría suní, las reivindicaciones políticas de los Houthis eran relativamente consistentes con el clima de Oriente Medio durante los últimos veinte años. Pese a todo, Saleh se las arregló para firmar eventuales treguas y mantener a raya a la insurgencia.

A la altura de 2014, la situación había cambiado. El descontento opositor con la llegada de Hadi originó un nuevo conflicto en el norte. La movilización del grupo paramilitar, muy numeroso, le permitió tomar la capital, Sana’a, ante la inacción de la mayor parte del ejército gubernamental. A consecuencia, Hadi se vio obligado a negociar una reforma que incluyera la redacción de una nueva constitución y que consagrara mayor acceso al poder a los grupos opositores. En septiembre de 2014, la ONU sancionó el acuerdo para la formación de un gobierno de “unidad”.

Sin embargo, las circunstancias se precipitaron en enero 2015. Con objeto de obtener una mayor palanca negociadora, las fuerzas Houthi rodearon el palacio presidencial y se reclamaron la autoridad única e inequívoca de todo el país. El gobierno de Hadi dimitió en pleno, obligado por las circunstancias, y los Houthis disolvieron el parlamento y formaron un comité revolucionario. Derrotado por el golpe, Hadi huyó de la capital y se refugió en Aden, al sur del país.

Desde allí se declaró el presidente legítimo del país. Apoyado por una parte del ejército, Hadi inició la contraofensiva. De forma muy similar a Siria, aunque varios años después, Yemen se sumergía en una turbulenta, sangrienta guerra civil.
La crisis humanitaria y el papel saudí

El resultado, hoy, espanta. Por un lado, el país atraviesa un estadio de destrucción incomparable: las infraestructuras más básicas han sido voladas por los aires por las fuerzas internacionales aliadas de Hadi, numerosos colegios, edificios públicos y hospitales han quedado completamente paralizados (se calcula que sólo el 45% de las instalaciones sanitarias continúan funcionando), más de 15.000 personas han perdido la vida y alrededor de 3 millones se han visto desplazadas.

A los números habituales de una guerra cualquiera hay que sumar las inesperadas consecuencias del brote de cólera que asola al país desde hace un año. Los números son gravísimos, no comparables a prácticamente ninguna crisis humanitaria de las últimas tres décadas exceptuando Haití. Se calcula que hay alrededor de 800.000 casos, la abrumadora mayoría de ellos infantiles. A finales de años se superará el millón (se reportan 4.000 nuevos infectados diarios).

La epidemia es incomparable por su velocidad. Mientras en Haití se alcanzaron los 800.000 casos en más de un lustro, Yemen ha superado la cifra en menos de un año.

¿El motivo? Como se explica en este reportaje de The Guardian, la ruptura total del sistema sanitario. Parte del problema reside en la brutal implicación de Arabia Saudí en el conflicto: interesada en sostener a Hadi y en combatir la influencia iraní a través de los Houthis, bombardeó los principales centros económicos durante los primeros compases de la guerra, llegando a cortar todo suministro eléctrico a Sana’a o destruyendo las potabilizadoras que abastecían a la capital. La destrucción material buscaba paralizar la logística Houthi, pero en el camino se cebaba con la población civil, sin luz, sin agua potable, sin refugio.

De forma paralela, las fuerzas de Hadi y las saudíes impusieron un estricto bloqueo, recrudecido tras el lanzamiento de un misil de los Houthis a Riyad hace una semana. A consecuencia, el territorio controlado por las fuerzas insurgentes ha quedado aislado tanto por mar (ocupa la mayor parte del Mar Rojo yemení) como por carretera, dado que las autovías y las carreteras se han visto o bien destruidas o bien bloqueadas. Así, ni víveres ni medicamentos ni asistencia de algún tipo llega a las zonas afectadas por el cólera.

La crudeza del bloqueo y los rigores de la guerra han escalado de forma rápida y precipitada hacia una crisis alimentaria. Según la FAO, hoy hay 7 millones de personas al borde de la hambruna en Yemen. Este otro artículonarra sobre el terreno escenas de verdadero terror, centradas en niños desnutridos que a duras penas pueden ser atentidos en los atestados hospitales yemeníes. Alrededor de 17 millones, dos tercios del país, afrontan dificultades de abastecimiento.

En Yemen se ha producido una tormenta perfecta: al intenso bloqueo provocado por las fuerzas aliadas hay que sumar el virtual colapso del sector agropecuario en el país. Se calcula que la producción de alimentos locales ha caído en un salvaje 40%. Sumado al difícil acceso de provisiones externas, a la dificultad de acceso a agua potable y a la proliferación de enfermedades de toda clase (fruto del hundimiento del sistema sanitario y de vacunación), el panorama es desolador. Y tiene difícil solución.

Los motivos de Arabia Saudí en Yemen

No es algo que la comunidad internacional desconociera hace un año, cuando se cimentaron las causas que están llevando a Yemen a la tragedia. En su día, Obama ya aprobó la venta de nuevo material militar al ejército saudí a sabiendas de que sería utilizado en la lucha contra los Houthis en Yemen. Y Estados Unidos y Reino Unido apoyan activamente, junto a Emiratos Árabes Unidos, la intervención saudí. Es importante desde un punto de vista estratégico.

La cuestión es Irán. Desde hace más de una década, Arabia Saudí e Irán se están disputando una gigantesca esfera de influencia en Oriente Medio. No lo hacen directamente, sino a través de conflictos que ejercen de proxy. Siria es uno de ellos: mientras Irán protege a Al-Asad, chií y tradicionalmente lineado con postulados antagónicos a los americano-saudíes, la monarquía arábiga apoya a los insurgentes y a los rebeldes. La dinámica se repite en otros escenarios, no siempre con un conflicto mediante.

En Yemen, sin embargo, sí hay guerra. El carácter revolucionario chií de los Houthis hace que Arabia Saudí haya interpretado la insurrección como una cuestión crucial. A nivel estratégico el país es clave: patio trasero de la realeza saudí, su posición a orillas del Mar Rojo y en pleno estrecho de Bab el-Mandeb ha representado históricamente una puerta de acceso al África subsahariana. Pese a que Irán niega relación directa con los Houthis, la presencia de un movimiento hostil a los saudíes en tan delicado espacio es inasumible para Riyad.

Si a esto sumamos el carácter brutal del estado saudí y su total indiferencia por la opinión de la comunidad internacional (es un país económicamente autosuficiente cuya alianza con Estados Unidos le aísla de cualquier embargo y que no tiene que rendir cuentas ante su propia población), el resultado es una crisis humanitaria de volúmenes insospechados e incomparables en el siglo XXI. Sólo el tiempo dirá si la presión mediática y las reivindicaciones de las organizaciones humanitarias fuerzan una relajación del cerco o la resolución de la guerra.


El antecedente de Siria no invita al optimismo.



jueves, 22 de septiembre de 2016

El desorden y la injusticia.



Ni Goethe, semidiós del pensamiento, al afirmar “prefiero la injusticia al desor­den” tuvo en cuenta, como tampoco las cabe­zas pensantes que se suben al carro de tan sospechosa idea, que los juegos de palabras en política, y sobre todo en estos tiem­pos de lucidez po­pular, son tan despreciables para la inteligen­cia simple como peligrosas las bombas de relojería.

Porque no hay quien con la cabeza en su sitio pueda pensar que el desorden sólo existe cuando es visible, manifiesto y tangi­ble. Porque, hoy es imposible que pueda haber algún bien pensante que no repare en lo siguiente: no hay mayor desorden en una colectividad que cuando está en ella instituida la injusti­cia social, y la justicia formal está prostituida al no reparar los jueces y tribunales el injusto cometido por las clases sociales su­periores… Lo mismo que no hay quien no “entienda” que falta­ría más que tanto el Goethe Canciller de la República de Weimar, que quería la paz en las calles a cualquier precio, como luego y siempre todos los turiferarios y beneficiarios máximos del sistema ultracapitalista no quieran la protesta rui­dosa, la denuncia peligrosa, la algarada, la revuelta, y con ma­yor motivo la revolución. Y digo faltaría más, porque sencilla­mente todos ellos, quienes forman parte del poder financiero, del político, del religioso y del mediático viven opíparamente, justo de los privilegios, canonjías y prebendas que aporta la calma absoluta en la calle y en los despachos, aunque la vida en cada hogar del montón sea insoportable.

En España, en estos momentos de su historia en que se hace balance de las tropelías, fechorías y desvalijamientos de las ar­cas públicas por parte de gobernantes y políticos durante casi dos décadas, la repulsa popular más extrema ya ha traspasado hace tiempo los niveles iniciales de indignación que acompa­ñan a cada escándalo conocido, para situarse en el escalón supe­rior de la impotencia. Y esa impotencia se hace sentir en grado sumo al ir presenciando la población año tras año, que la justicia dedica todos sus recursos a la investigación e instruc­ción de cada caso, pero pasan los años y no se conoce todavía ninguno de envergadura que haya pasado a la siguiente fase del juicio oral, es decir al juicio público propiamente dicho.

Siendo así que lo mismo que cualquiera hoy día está al cabo de la calle de lo que digo al principio: que no hay mayor desor­den que la injusticia, que también lo está en el hecho de que, téc­nicamente, hay indicios y pruebas suficientes de los obteni­dos en muchos de los procesos abiertos en los que el fraude, la prevaricación, el co­hecho y la apropiación de caudales públicos alcanzan una gra­vedad extraor­dinaria, como para haber debido pasar el proceso al trámite ple­nario, al juicio oral. Ello, con inde­pendencia de que más ade­lante y a medida que puedan acu­mularse más delitos co­meti­dos por las mismas personas, se abran nuevos procesos.

Son demasiados años los dedicados a la investigación como para no pensar y sentir que el encallamiento de los casos en una instrucción que parece pretender ser exhaustiva, no hace más que extender la sensación general de que la propia Justicia con­tribuye a la impunidad extrema y por consiguiente a la injusti­cia. Que, en definitiva, el centro de gravedad del ma­yor desor­den de un país se encuentra precisamente en la falta de volun­tad de hacer justicia, cuando los imputados por delitos públicos gravísimos pertenecen a la clase gobernante o política, o senci­llamente a las clases sociales superiores…


miércoles, 29 de junio de 2016

Una voz africana rebelde contra la injusticia.



¿Puede África darle lecciones al resto del mundo? En particular, ¿a los pueblos de América nuestra? Aminata Traoré, quien fuera ministra de Cultura y Turismo de Mali y candidata a la Secretaría General de las Naciones Unidas, genera fuertes debates cuando se refiere a los problemas mundiales de la coyuntura actual: El terrorismo, la democracia y el desarrollo. 

Los medios silencian las voces africanas. Parecieran no existir. Los periodistas Alex Anfrus y Elodie Descamps entrevistaron a Aminata Traoré en forma extensa. Aquí reproducimos lo esencial del mensaje que proyecta su voz a un mundo convulsionado y víctima del despojo.

¿Cómo analiza el fenómeno terrorista que asola África y todo el mundo? 

En primer lugar hay que analizar rigurosamente las causas: ¿Por qué ahora? ¿Y por qué por todas partes? Precisamente porque se han globalizado la injusticia, la desesperación y el desprecio. En la década de 1990, como consecuencia de las políticas de ajuste estructural, sonó la alarma: “cada año hay entre 100.000 y 200.000 jóvenes diplomados que llegan al mercado laboral y el modelo económico no crea empleo”. ¿Qué se puede hacer? A menudo los jóvenes solo pueden elegir entre el exilio y el fusil. Estos dos fenómenos contemporáneos y concomitantes están vinculados intrínsecamente al lamentable fracaso de un modelo económico que Occidente no quiere cuestionar.


Para muchos medios y analistas el yihadismo emanaría directa y principalmente de la religión. ¿Considera suficiente esa explicación? 

Si fuese así, ¿por qué no surgió mucho antes ese pensamiento del radicalismo religioso? Fue a partir de las décadas de 1980 y 1990 cuando numerosas personas abandonadas por culpa de las políticas neoliberales fueron a las mezquitas y al Corán a buscar respuestas al desempleo y a la exclusión. Si no hubiese sido así, en Irak los generales de Sadam Hussein no habrían encontrado islamistas en Abu Ghraib para sentar las bases del Estado Islámico. ¿Cómo llegaron a introducirse en los barrios pobres? ¿Por qué fascinan también a la “clase media”? Hay un vacío ideológico abismal que no se quiere reconocer.

Si en la actualidad los pueblos dispusieran de más justicia, más empleo y más respeto se podrían garantizar la paz y la seguridad, pero eso supondría que los que dominan deberían renunciar a parte de sus privilegios. No pueden. Eso sería hacerse el harakiri reconociendo que se equivocan. El modelo no crea empleo y no responde a las demandas sociales. Para disfrutar hoy de la paz, una paz auténtica y estable, y de la seguridad humana –que no hay que confundir con la “segurización” - hay que introducir en el debate los asuntos mineros, petroleros y otros. Garantizar la seguridad humana a los individuos por medio del empleo, la sanidad, la educación y otros servicios sociales básicos considerados gastos improductivos.

¿Cuáles son, desde su punto de vista, los desafíos de la sociedad civil y de los intelectuales africanos del siglo XXI?

Hay que ir más lejos en el trabajo de desmontaje de las ideas recibidas y de descontaminación de las mentes sobre el crecimiento, la emergencia y otras historias absurdas. Si el sistema fuese bien, ¿por qué se encontraría Europa en una crisis existencial que la está conmocionando? Pienso que las soluciones prestadas han revelado sus límites a la luz de nuestras experiencias, de nuestras vivencias, de nuestras aspiraciones. Por desgracia una gran parte de los que se denomina “la sociedad civil” no se atreve a levantar las cuestiones que enfadan a los “donantes”. Localmente no pueden hacer nada sin la ayuda de la “comunidad internacional”.

Aminata Traoré concluye recordando a Patrice Lumumba el héroe moderno de Africa:

A muchas personas que habrían podido y quisieron hacer cosas se lo impidieron. El asesinato de Patrice Lumumba fue el acto fundacional del caos político. Los asesinatos políticos a lo largo de las década de 1960 y 1970 traumatizaron y disuadieron a los dirigentes que querían fundirse con sus pueblos.

En la actualidad, cuando hablamos de la sociedad civil, a menudo está formateada, es prudente e incluso timorata. Ahora está surgiendo un sentimiento de revolución interna frente a la segunda recolonización del continente que no deja indiferentes a los africanos. Hay que capitalizar esos esfuerzos de cuestionamiento para desarrollar nuestra capacidad de proposición, de anticipación y de acciones transformadoras de nuestras economías y de nuestras sociedades en el sentido del interés común.

Africa se prepara para darle lecciones al resto del mundo.

23 de junio de 2016

- Marco A. Gandásegui, hijo, profesor de Sociología de la Universidad de Panamá e investigador asociado del Centro de Estudios Latinoamericanos Justo Arosemena (CELA) 



http://www.alainet.org/es/articulo/178340

Fuente: alainet.org

martes, 22 de septiembre de 2015

La región minera de Antofagasta, espejo de la desigualdad chilena.


En la ciudad de Calama, la llamada capital minera de Chile, en la norteña región de Antofagasta, los marcados contrastes sociales se evidencian en modernas viviendas de barrios acomodados colindantes con asentamientos informales. Foto: Marianela Jarroud/IPS

Por Marianela Jarroud

Los habitantes de la región minera de Antofagasta, en el norte de Chile, poseen en promedio el mayor ingreso interno por persona, mientras unas 4000 de sus familias residen en precarios asentamientos informales, en una de las desigualdades más marcadas del país.

“Los contrastes en esta región son enormes, los mineros ganan mucha plata, los sueldos que reciben son altísimos. Es muy común ver casas inmensas mientras a pocos metros se erigen casitas precarias”, afirmó Jaime Meza, residente en esta ciudad de Calama, en cuyo municipio se ubican unas 37 operaciones mineras.

Entre ellas, el municipio de Calama, del que es cabecera esta ciudad del mismo nombre, acoge al yacimiento a cielo abierto de Chuquicamata, la mina de cobre más grande del mundo.

La región de Antofagasta cuenta con el más alto producto interno bruto por persona del país, el mayor crecimiento económico y las mejores condiciones para alcanzar el desarrollo, según un estudio territorial realizado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).

De acuerdo a cifras oficiales, esta región de 625.000 habitantes tiene un ingreso promedio anual por persona de 37.205 dólares, casi ocho veces lo registrado en la región de La Araucanía, en el sur del país, donde el ingreso anual por habitante apenas llega a 4500 dólares. El promedio del ingreso de los 17,6 millones de habitantes del país es de 23.165 dólares.

Sin embargo, 45.000 personas viven en situación de pobreza en Antofagasta y de ellos 4000 se encuentran en condición de indigencia.

Además, miles de habitantes viven en 42 precarios asentamientos informales, en este país llamados campamentos, lo que equivale a unas 4000 familias.

La ciudad de Calama, conocida como la “capital minera de Chile” y que se define como el oasis del desierto de Atacama, está ubicada a 2250 metros sobre el nivel del mar, a unos 240 kilómetros de Antofagasta, la capital regional, y a 1380 kilómetros al norte de Santiago.

Cuenta con 150.000 habitantes, aunque si se considera a la población flotante ocasionada por la actividad minera, esta cifra supera las 200.000 personas.

El municipio de Calama, que se extiende por 15.600 kilómetros cuadrados, es asiento de cuatro de los ocho yacimientos mineros de la estatal Corporación del Cobre de Chile (Codelco), que controla mayoritariamente el sector en el país y es el mayor productor cuprífero del mundo.


La ciudad de Calama se define a sí misma como un oasis en medio del desierto de Atacama, el más árido del mundo. Foto: Marianela Jarroud/IPS

Atraídos por la actividad minera, Calama acoge a una buena parte de los 57.000 inmigrantes que habitan en la región, fronteriza con Argentina y Bolivia y está cercana al Perú.

Esta realidad se percibe en hechos tan cotidianos como acudir a un consultorio de salud pública, donde la variedad de naciones se entremezclan.

“Esta es una ciudad multicultural, definitivamente”, afirmó a IPS el médico Rodrigo Meza, del hospital Doctor Carlos Cisternas de Calama.

“Del total de partos atendidos en nuestro hospital, 40 por ciento corresponde a mujeres inmigrantes”, añadió.

En un breve paseo por el centro de Calama, corroído por el paso del tiempo y contrastante con los sectores más acomodados de la ciudad, un viajero puede encontrar fácilmente a inmigrantes bolivianos, colombianos, ecuatorianos y peruanos.

“Es más difícil encontrar a un chileno que a un extranjero en estas calles”, señaló Sandra, una colombiana que transita por el centro de Calama.

La fuerza laboral extranjera se concentra principalmente en el servicio doméstico, en el caso de las mujeres, y en empleos profesionales, técnicos y obreros que se desempeñan en la minería o la construcción, en el caso de los hombres.

Un número importante de mujeres inmigrantes se dedica también a la prostitución, un servicio históricamente muy requerido en los asentamientos mineros, con muchos hombres solos.

Calama posee un casino cuyas utilidades crecen en torno a 10 por ciento anual y el centro comercial de la ciudad recibe más de 10 millones de visitantes al año.

“Un minero con poca experiencia puede partir ganando mensualmente casi un millón de pesos (unos 1500 dólares) y de ahí para arriba”, comentó Jaime Meza a IPS. Él trabaja en una empresa que presta servicios externos a compañías mineras en responsabilidad social, lo que le lleva a recorrer continuamente las localidades de los yacimientos.

Sin embargo, en esta ciudad la vida es cara. Un kilogramo de pan, un alimento básico en la mesa chilena, cuesta más de dos dólares y una vivienda para una familia de clase media, bordea los 150.000 dólares. Pero “hay dinero y gente dispuesta a pagar”, coincidieron varios comerciantes a IPS.

En contraste, el salario mínimo apenas alcanza 350 dólares mensuales y muchos inmigrantes de Calama, al no contar con contrato o seguridad social, pueden recibir solo la mitad.

La desigualdad del día a día se ve con claridad cuando las empresas mineras pagan a sus trabajadores bonificaciones especiales al finalizar cada negociación colectiva.

Los bonos alcanzan miles de dólares y los comercios lanzan en sintonía “ofertones” para atraer a los beneficiados.

“Los contrastes en esta ciudad son muy tremendos. Los mineros hacen filas los viernes para sacar dinero y gastarlo en carrete (juerga), en mujeres, en alcohol”, afirmó a IPS el taxista Francisco Muñoz.

“Las diferencias son muy violentas”, agregó este varón nacido en Calama, donde ha vivido siempre.

Muñoz afirmó que la situación empeoró hace unos siete años, cuando Codelco decidió trasladar a Calama el campamento minero de Chuquicamata, a 15 kilómetros de la ciudad. Unas 3200 familias fueron las últimas en dejar las instalaciones donde los trabajadores de Codelco vivían con altas comodidades.

Los mineros llegaron directamente a casas construidas para ellos, lo que definió el ordenamiento de la ciudad: al oriente las nuevas villas de Codelco son el reducto de “barrio alto (de lujo)”, mientras al poniente y al norte se ubican los sectores más populares.

“Los mineros compraron estas casas a precios preferenciales y Codelco les dio un bono para que pudieran acceder a ellas con facilidad. Pero ahora las venden a cifras exorbitantes. Pensar en comprar una casa en Calama es casi imposible. Un ciudadano común puede solo acceder a una casa del Estado (subsidiada), jamás a las que ellos venden”, aseguró Meza.

La realidad en Calama, un municipio rico en minería pero pobre en ingresos, derivó en el año 2009 en protestas sociales que exigían que la localidad perciba cinco por ciento de los recursos que deja aquí la extracción de cobre, la principal riqueza del país.

Solo en 2014, Chile extrajo 5746 millones de toneladas del metal rojo, 31,2 por ciento de la producción mundial.

Las protestas por la postergación histórica del municipio, se suceden hasta la actualidad bajo el lema: “¿Qué sería de Chile sin Calama?”.

Las últimas manifestaciones, realizadas el 27 de agosto, son “un desborde previsible”, para el antropólogo Juan Carlos Skewes.

“Eso es bueno, porque lo que hacen los grandes desbordes es ensanchar las avenidas de la participación”, aseguró a IPS.

Agregó que seguramente las protestas se mantendrán mientras no haya una respuesta concreta respecto de la distribución equitativa de las ganancias de la minería en Chile, que Calama ve muy poco, pese a que salen de su territorio.

Editado por Estrella Gutiérrez

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Importante: Esta nota ha sido reproducida previo acuerdo con la agencia de noticias IPS. En este sentido está prohibida su reproducción salvo acuerdo directo con la agencia IPS. Para este efecto dirigirse a: ventas@ipslatam.net

Fuente: Servindi

viernes, 30 de enero de 2015

Para los Bancos no hay Derechos Humanos.-


Uno de los sectores más atrasados en la incorporación de las políticas que protegen y promueven los derechos humanos es el financiero. Más de la mitad de los bancos ni siquiera reconoce la existencia de tales derechos en sus normativas internas. Por ello, generalmente están involucrados, por medio de financiamiento, en el traslado forzoso de comunidades, el trabajo infantil, la apropiación de tierras con respaldo militar y la violación del derecho de los pueblos indígenas a la libre determinación


Carey L Biron*/IPS

Sólo la mitad de los principales bancos internacionales aplican políticas de respeto de los derechos humanos, según una nueva investigación, a pesar de que así lo exige una serie de principios que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) adoptó para guiar las actividades de las empresas trasnacionales.

De los 32 bancos examinados, los investigadores encontraron que ninguno ha puesto en marcha públicamente un proceso que aborde las violaciones de los derechos humanos. Tampoco cuentan con mecanismos de reclamación para que las personas afectadas por los abusos puedan quejarse.

La investigación, publicada por BankTrack, una red internacional de organizaciones no gubernamentales que vigila las actividades bancarias, se conoce más de 3 años después de la adopción de los Principios Rectores sobre las Empresas y los Derechos Humanos.

Estos principios, aprobados por unanimidad por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU en 2011, especifican una serie de acciones y obligaciones para todas las empresas, incluidas las del sector financiero.

Algunos de “los bancos que abarca este informe […] financiaron empresas y proyectos que implicaron el traslado forzoso de comunidades, el trabajo infantil, la apropiación de tierras con respaldo militar y la violación del derecho de los pueblos indígenas a la libre determinación”, denuncia la investigación, publicada el 2 de diciembre de 2014.

“Las políticas y procesos, abiertos al escrutinio público y respaldados por informes adecuados, son herramientas importantes para que los bancos se aseguren de que este tipo de abusos no se produzcan, y que cuando lo hacen, aquellos cuyos derechos fueron afectados tengan el derecho a un recurso efectivo”, señala.

“Si estas políticas y procedimientos han de tener sentido, entonces el financiamiento para este tipo de ‘negocios dudosos’ deberá, eventualmente, acabar”, añade.

Uno de los bancos estudiados, JPMorgan Chase, es uno de los principales financistas en Estados Unidos del aceite de palma, a través de préstamos e inversiones de capital. Aunque la institución tiene una política de derechos humanos, los investigadores de BankTrack hallaron que sólo la aplica a los préstamos y no a las inversiones.

“Cuando se trata de presentar informes sobre su aplicación, el banco no cumple, por lo que la política es poco más que decorativa”, afirmó Jeff Conant, de Amigos de la Tierra Estados Unidos, una organización que investiga el financiamiento del aceite de palma.

La financiación privada en la actualidad facilita casi toda la gama de la actividad empresarial, pero Conant destaca que “las instituciones financieras no están obligadas a responder por sus actos”.
Conclusiones aleccionadoras

Pero el nuevo estudio indica que algunos bancos están bien encaminados para cumplir con los Principios Rectores. El banco mejor clasificado, el holandés Rabobank, recibió 8 de 12 puntos posibles, seguido de cerca por Credit Suisse y UBS.

Sin embargo, éstas son las excepciones. El puntaje promedio apenas llegó al 3, mientras que muchos recibieron una calificación de cero, entre ellos instituciones chinas, de la Unión Europea y Estados Unidos.

De hecho, Bank of America, una de las mayores instituciones financieras del mundo, recibió sólo 0.5 puntos de 12, y eso porque expresó algún tipo de compromiso para realizar investigaciones relacionadas con los derechos humanos.

“Las conclusiones de este informe son bastante aleccionadoras acerca de lo que puede esperarse de los principios de autorregulación”, observó el argentino Aldo Caliari, del Center of Concern, un centro de investigación con sede en Washington.

“Los Principios Rectores son el mínimo indispensable de cualquier marco de derechos humanos en el sector empresarial, un marco que tiene el consentimiento de las empresas. Así que el hecho de que haya tan escasa adhesión a una herramienta relativamente débil… Es muy revelador”, expresó.

A pesar de la diversidad de casos, el sector financiero en su conjunto tomó nota de los Principios Rectores.

En 2011, cuatro bancos europeos se reunieron para discutir las posibles consecuencias de los principios para el sector. Luego se sumaron tres bancos más a lo que ahora se conoce como el Grupo de Thun, y en octubre de 2013 la agrupación publicó un documento inicial sobre los resultados de estas discusiones, con recomendaciones para su cumplimiento.

Un conjunto ya existente de pautas voluntarias para el sector bancario, conocido como los Principios del Ecuador, también se actualizaron en 2013 para reflejar la existencia de los Principios Rectores. Hasta el momento, los Principios del Ecuador fueron ratificados por 80 instituciones financieras en 34 países.

“Hasta la fecha, los esfuerzos de los bancos para poner en práctica los Principios Rectores de la ONU giraron principalmente en torno a la producción de documentos de debate sobre el mejor camino a seguir”, indicó Ryan Brightwell, autor del nuevo informe.

“Tres años y medio después de la puesta en marcha de estos Principios, es hora de pasar a su aplicación”, exhortó.
Fortalecimiento de la rendición de cuentas

Las conclusiones sobre la escasa aplicación de los Principios Rectores fortalecerá la posición de aquellos que desean modificarlo o sustituirlos. Algunos sugieren un cambio de marco para que las instituciones financieras reciban un tratamiento distinto al de otros sectores.

El “sector financiero exige un tratamiento de excepción con respecto a la aplicación de los Principios Rectores”, escribió en 2013 Caliari.

“Las compañías financieras, más que otras empresas, tienen el potencial, con un cambio de conducta, de influir en la conducta de otros actores. Eso significa que también se debe esperar de ellas un mayor nivel de responsabilidad cuando no lo hacen”, explicó.

Caliari y otras personas integran un movimiento que busca ir más allá de los marcos voluntarios, del tipo de los Principios Rectores, para adoptar un mecanismo vinculante.

Este objetivo, que ya lleva décadas de trabajos, recibió un importante impulso en junio, cuando el Consejo de Derechos Humanos de la ONU votó a favor de permitir el inicio de negociaciones para un tratado vinculante en torno a las empresas trasnacionales y sus obligaciones de derechos humanos. En esa misma sesión también se aprobó otra resolución para fortalecer la ejecución de los Principios Rectores.

Los nuevos datos sobre la relativa falta de cumplimiento de los Principios Rectores por parte de los bancos son una de las razones por las que crece el número de adeptos a un tratado jurídicamente vinculante, según Caliari.

“Es cada vez más claro que los mecanismos que se basan en el consentimiento de las empresas no pueden ser la totalidad de los mecanismos de rendición de cuentas disponibles. Se necesita más”, subrayó el integrante del Center of Concern.

*Traducido por Álvaro Queiruga

Carey L Biron*/IPS

Fuente: Apia Virtual

sábado, 8 de noviembre de 2014

Dolor: los 43 estudiantes desaparecidos en Iguala fueron asesinados.


El procurador general anuncia que los normalistas fueron transportado hasta un basurero de Cocula y ahí ejecutados.


México se dio este viernes un largo abrazo con la muerte. La confirmación, tan temida como esperada, de que los 43 estudiantes de Magisterio desaparecidos el 26 de septiembre habían sido asesinados hizo saltar en mil pedazos las últimas y frágiles ilusiones y empujó al país a un abismo de dolor de magnitudes históricas. El heraldo de la terrible nueva fue el procurador general, Jesús Murillo Karam. En una multitudinaria conferencia de prensa, anunció los resultados de la investigación que, en las últimas semanas, ha mantenido en vilo al país. En tono grave, evitando las espinas que pudiesen aumentar el dolor de las familias, Murillo Karam explicó que aquella noche los normalistas detenidos por la Policía Municipal fueron entregados a sicarios de Guerreros Unidos, el cartel que controlaba Iguala, y que fueron conducidos, hacinados en un camión y una camioneta, hacia un basurero de Cocula, una localidad vecina.


Los sicarios levantaron una inmensa pira con los cuerpos, que ardió durante horas

Amontonados, malheridos, golpeados, muchos de los estudiantes, quizá hasta una quincena, murieron asfixiados en el trayecto. Una vez en el paraje, los sicarios, siempre según la confesión de los criminales detenidos, fueron bajando, con los brazos en alto, a los normalistas vivos e interrogándolos. Querían saber por qué habían acudido a Iguala, por qué se habían enfrentado al alcalde y su esposa. Luego, con frialdad abismal, los tumbaban en el suelo y los mataban. Con sus cuerpos levantaron una inmensa pira que alimentaron con maderas, desperdicios y neumáticos. La hoguera, el fuego de la barbarie que a buen seguro seguirá crepitando durante años en la memoria de muchos mexicanos, ardió desde la madrugada hasta las tres de la tarde sin que nadie viese o dijese nada. Luego, por orden de sus superiores, los sicarios recogieron los restos calcinados, los fracturaron y los arrojaron en bolsas de basura al río Cocula. La corriente se los llevó hasta un destino desconocido.

Dos de estas bolsas han sido recuperadas por la policía federal. Sus restos están siendo investigados. Debido a su estado, según la procuraduría, no se ha podido efectuar la prueba de ADN y, por lo tanto, el último eslabón de la investigación sigue sin cerrar. Para conseguirlo, el Gobierno mexicano anunció que pedirá ayuda a los mejores centros internacionales. En cualquier caso, el relato ofrecido por el procurador general tiene una base firme. Su reconstrucción viene acompañada de imágenes y grabaciones de los tres sicarios, plenamente identificados, que participaron en la matanza. Con voces juveniles, como si hablaran de un transporte de ganado, los asesinos confesos describían ante las cámaras cómo eliminaron a esos jóvenes. Su indiferencia producía escalofrío. El crimen masivo, metódico, abismal de los 43 normalistas era para ellos poco menos que una rutina. Difícilmente, México podrá olvidar sus palabras. Y aún menos los padres.


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Desde el primer día, se han negado a aceptar, al menos en voz alta, la muerte. Aferrados a la esperanza de que estuviesen secuestrados e incluso, como se dijo en un primer momento, ocultos en la sierra para evitar la represión, las familias no han querido dar su brazo a torcer ante las evidencias que se acumulaban a diario. Y este viernes, al conocer el alud de dolor que se les venía encima, rechazaron las confesiones de los sicarios y redujeron el relato oficial al hallazgo de “seis bolsas con cenizas y huesos”.“Nuestros hijos siguen vivos. Ya los dieron por muertos una vez y no era cierto”, aseguró un portavoz. Altamente movilizados, apoyados por numerosos grupos políticos y organizaciones sociales, los padres no están dispuestos a reconocer la pérdida de los estudiantes (que mientras no se identifiquen los restos seguirán como desaparecidos) hasta que no medien pruebas periciales internacionales. Pero estas tardarán y, tratándose de restos calcinados, quizá nunca lleguen.

Lo que sí que permanecerá son esas confesiones que abren un escenario sísmico en el que bailan de la mano la impunidad y la violencia, el narcotráfico y la corrupción. Pocos en México hallan explicación a la barbarie que acabó con decenas de muchachos de extracción humilde, maestros rurales en ciernes, que armados solo con sus ideales osaron enfrentarse a la tenebrosa figura del alcalde de Iguala y su esposa, dos terminales del sanguinario cartel de Guerreros Unidos. El atrevimiento les costó la vida. Ese día el crimen organizado lanzó una demostración de poder que ha sobrepasado mucho de los límites vistos hasta ahora en México. La sangría ha dejado en estado de conmoción una tierra que hace pocas semanas, enfrascada en grandes proyectos, miraba al futuro con optimismo.


Los restos calcinados fueron fracturados y arrojados en bolsas de basura al río Cocula

Golpeada por esta pérdida de confianza, la presidencia de Enrique Peña Nieto se va a tener que enfrentar al reto más difícil de su mandato y posiblemente más complejo en décadas: demostrar al mundo que, pese a esta vorágine de violencia, México, el vecino de la mayor potencia planetaria, es un país moderno y pujante, capaz de encabezar la América hispana. Ese será un trabajo en el que los líderes de esta República de 120 millones de habitantes tendrán que volcarse en los próximos años y que, a la postre, condicionará el lugar en la historia de Peña Nieto. “Los hallazgos indignan y agravian a la sociedad mexicana. Llegaremos hasta el final para dar con los culpables de estos crímenes abominables. Comparto el dolor y la angustia de las familias”, declaró Peña Nieto.

Como primer paso para esta ingente tarea, el presidente ha convocado a los partidos y fuerzas sociales a un gran pacto nacional. La iniciativa, cuyo objetivo declarado es evitar que se repita una matanza como la de Iguala, llega en un momento de fuertes turbulencias. No se trata sólo de una crisis de seguridad. El PRD, elpartido que gobierna Guerrero y que permitió la entrada en el ayuntamiento del alcalde Abarca, ha quedado malparado. Y perdido este amortiguador, la confesión de la muerte de los normalistas y, con ella, la bestial exhibición de fuerza del narco en el Estado más violento de México, hace temer que la incipiente revuelta de los compañeros de las víctimas se transforme en una marejada de imprevisibles consecuencias.

martes, 14 de octubre de 2014

Capitalismo, desarrollo y cambio climático.


Por Jesús González Pazos*

14 de octubre, 2014.- Hace todavía unas pocas semanas que se celebró, en la sede de las Naciones Unidas en Nueva York, la última Cumbre Mundial sobre el Cambio Climático. Las noticias esos días nos hablaron del encendido de todas las alarmas ante las graves consecuencias que ya sufre el planeta y todos los seres vivos del mismo, incluido el ser humano; también nos decían que el futuro inmediato se presenta aún más grave.

Sin embargo, en unos pocos días nuevamente se dejó de hablar de este problema en los mismos grandes medios de comunicación y el asunto pareciera volver al olvido. Un resumen sencillo, casi telegráfico, de esta gran reunión de jefes de estado de todo el mundo podría hacerse señalando que la misma se ha reducido (una vez más) a grandes discursos, muchas buenas intenciones, pocas medidas prácticas y menos compromisos firmes para combatir realmente el cambio climático.

Cierto es que no se convocaba esta cumbre con la resuelta intención de alcanzar esos compromisos. Estos se pretenden lograr en la próxima cumbre, a celebrarse a finales de 2015 en París, con un nuevo tratado vinculante que sustituya al fracasado de Kioto para, sobre todo, la disminución de los gases de efecto invernadero. Pero el problema real es que el creciente y ya claramente percibido cambio climático exige ya tomar medidas profundas, y no seguir «mareando la perdiz» con conversaciones, consultas y buenas intenciones.

Esa es la cuestión esencial, y que los grandes poderes económicos y políticos pretenden seguir ocultando, que enfrentar este problema no puede seguir siendo retrasado. Es evidente que en esta actitud tienen mucho que ver el saber que dicha cuestión ha sido creada, precisamente, por las decisiones y actuaciones de estos poderes a lo largo de los dos últimos siglos, pero con especial gravedad en las últimas décadas.

Saben que si el problema se enfrenta en las dimensiones que debe de abordarse, se deberán cuestionar radicalmente los pilares más básicos del sistema capitalista y su modelo de desarrollo. Y eso es algo que se niegan a afrontar mientras sigan siendo poder dominante, porque ese sistema y ese modelo son precisamente la base del mismo.

A ello se suma el hecho de que quienes realmente sufren, a día de hoy, los peores efectos del cambio climático, a pesar de ser los menos responsables del mismo, son los todavía llamados países en vías de desarrollo, países alejados de esos centros de poder. Injusticia absoluta que tiene rostros y nombres en los millones de personas golpeadas casi diariamente por los desastres más devastadores como, entre otros, aquellos derivados de los fenómenos metereológicos extremos (sequías, inundaciones, tifones…). Entre ellos, y más específicamente, millones de mujeres que, una vez más, también sufren doblemente por su exposición permanente a la continua violación de los derechos más elementales y, en muchos de estos casos, por llevarlas a cargar con las consecuencias más duras de estos desastres, generalmente traducido en nuevas y mayores cotas de empobrecimiento.

Pero, al igual que hay protagonistas en lo negativo de estas situaciones, hay también unos titulares de obligaciones sobre las mismas; dicho de otra manera, hay claramente identificables unos responsables, también con caras y apellidos (generalmente la alta clase política y aquellos que engrosan consejos de administración de grandes transnacionales, bancos…). Aquellos que han propugnado y llevado adelante el actual modelo desenfrenado de desarrollo en el marco del sistema capitalista (expolio absoluto de la naturaleza, privatización de servicios y sectores productivos estratégicos, endeudamiento y austeridad, desaparición del estado y sumisión de la política a la economía), en la búsqueda única y permanente del máximo de beneficios y el aumento exponencial de sus tasas de ganancias a cualquier precio.

Y ese precio, además de en la explotación sistemática de las personas (precarización del trabajo, desvío de la riqueza generada por el trabajo hacia los grandes capitales…), se encuentra también en el aumento de la temperatura del planeta, el deshielo y subida del nivel de los mares, los altísimos grados de contaminación y degradación medioambiental, las sequías e inundaciones extremas… Esta es la cuenta de resultados que el sistema de desarrollo capitalista pretende seguir escondiendo, incluso cuando se reúne en las grandes cumbres internacionales.

Todo este escenario construido por dicho sistema hipoteca no solo las perspectivas de desarrollo sostenible de muchos pueblos y personas, sino también la propia existencia física de algunos países (estados insulares condenados a desaparecer tragados literalmente por los océanos) y la viabilidad de otros muchos como sociedades sostenibles, además de ejercer su dominio cuasi imperial sobre la mayoría de los pueblos. Por otra parte, y como ya se ha reiterado en multitud de estudios científicos, hoy está en cuestión la misma existencia de miles de ecosistemas (algunos ya desaparecidos) y, por lo tanto, la misma tierra como planeta apto para la vida humana.

La erradicación de la pobreza, la redistribución equitativa de la riqueza y la construcción de sociedades más justas y democráticas deberían seguir siendo prioridades para el mundo. Pero el actual modelo de desarrollo, con las innegables consecuencias ya mencionadas, no hace sino contribuir a que esos objetivos sigan siendo utopía inalcanzable para millones y millones de personas.

Por todo ello, habría que reiterar que no es aceptable, una vez más, el retraso en la adopción de medidas concretas y firmes para la urgente estabilización y disminución de las altas concentraciones de gases de efecto invernadero, a fin de reasegurar la vida en el planeta y combatir eficientemente el cambio climático. Pero hay que afirmar igualmente que tampoco es postergable la eliminación de la alta concentración de «gases nocivos para la vida humana digna»; léase como alta concentración de riqueza en unas pocas manos en detrimento de las mayorías y el mantenimiento del modelo actual modelo neoliberal de desarrollo capitalista.

Dígase con claridad. Ya no se trata solo de mitigar las consecuencias del cambio climático, «de seguir poniendo tiritas», sino de transformar radicalmente al responsable último de esta situación. Por eso, erradicar el sistema capitalista, protagonista de este proceso de deterioro de la vida, es una condición necesaria para la verdadera eliminación de la pobreza en el mundo, así como de las desigualdades de género y de riqueza entre los pueblos, al igual que las causas que, en suma, han generado en los últimos 200 años la situación de riesgo para la continuidad del planeta y para la propia existencia en el mismo. En suma, para asegurar la viabilidad hoy de la Tierra como espacio sostenible para la vida de las generaciones futuras.

Porque, tal y como declaró en las propias Naciones Unidas el presidente Evo Morales, «la solución a la crisis climática requiere cambios profundos en nuestras visiones del desarrollo, tenemos que promover un desarrollo integral en armonía con la Madre Naturaleza». Dicho de otra manera, ya que el capitalismo no ha contribuido sino a la destrucción sistemática de la naturaleza, hora es ya de reconocer que la solución al cambio climático y al desarrollo sostenible de los pueblos no puede estar ni venir de este sistema, aunque algunos quieran disfrazarlo de verde y sostenible. Pasó el tiempo de medidas mitigadoras o adaptativas al cambio climático. Es el tiempo de las alternativas profundas al modelo de desarrollo para realmente poder revertir las consecuencias dramáticas que ya vivimos las personas, los pueblos y el propio planeta Tierra.
* Jesús González Pazos es miembro de Mugarik Gabe.
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martes, 2 de septiembre de 2014

No es el clima, es la desigualdad la mecha de los conflictos.


En las zonas conflictivas, la violencia suele atribuirse al cambio climático. Crédito: UN Photo/Albert González Farran

Por Joel Jaeger

IPS, 2 de setiembre, 2014.- Las discusiones de los últimos años sobre los conflictos derivados de problemas climáticos han variado desde informes sensacionalistas que aseguran que el mundo sucumbirá a las guerras por el agua hasta los que creen que el tema no tiene ningún interés.

El título de cada artículo que trata sobre la relación entre cambio climático y conflicto debería ser: “Es complicado”, según Clionadh Raleigh, directora del Proyecto de Base de Datos sobre la Localización y los Eventos de los Conflictos Armados (Acled, en inglés).
“La relación entre clima y conflicto está mediada por los niveles de desarrollo económico”: Cullen Hendrix


Científicos y expertos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) se interesan cada vez más en este asunto, una tendencia que se consolidó en los últimos años, según David Jensen, director delPrograma de Cooperación Ambiental para la Construcción de la Paz, del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente(PNUMA).

“El debate sobre este asunto comenzó entre 2006 y 2007, pero todavía hay una gran brecha entre lo que se discute a escala global y en el Consejo de Seguridad y lo que realmente ocurre en el terreno”, explicó a IPS.

“Numerosos estudios encontraron un vínculo estadístico entre cambio climático y conflicto, pero suelen concentrarse en un área específica y cubrir un breve lapso”, detalló Halvard Buhaug, director del departamento de Condiciones de Violencia y Paz, del Instituto de Investigaciones de Paz de Oslo (PRIO, en inglés), al ser consultado por IPS.
A continuación, un resumen del debate en la comunidad científica: 



Un estudio de Burke etal. (2009) concluyó que el aumento de la temperatura acarrearía un mayor número de muertes en África. Pronosticó que de mantenerse la actual tendencia, morirían unas 393.000 personas en enfrentamientos en África para 2030.

Según Buhaug (2010), la prevalencia y la severidad de las guerras civiles en África disminuyó desde 2002 a pesar del mayor recalentamiento, desafiando la hipótesis de Burke. En su estudio no encontró ninguna evidencia sobre una correlación entre aumento de temperatura y conflictos.

Hendrix y Salehyan (2012) encontraron que las variaciones en las precipitaciones, ya sea que estuvieran por encima o por debajo de lo habitual, se asociaban con todo tipo de conflictos políticos en África.

Benjaminsen et al. (2012) no encontró evidencia como para decir que la variabilidad en las lluvias es un factor sustancial del conflicto de Malí.

En 2013, Hsiang, Burke y Miguel publicaron un metanálisis de 60 estudios sobre el tema en la revista Science. Encontraron que la mayoría de ellos, de distintas regiones, apoyaban la conclusión de que el cambio climático genera y generará mayores niveles de conflictos armados.

En una respuesta en Nature Climage Change,Raleigh, Linke y O’Loughlin (2014) criticaron ese análisis por utilizar estadísticas inadecuadas que ignoran factores políticos e históricos de los conflictos e hicieron hincapié en el cambio climático como un factor causal.“El desafío es definir si esos estudios son indicativos de una tendencia global, más general, y que todavía no se ha documentado”, apuntó.


Buhaug explicó a IPS “que parte del debate público sobre cambio climático y violencia es correcto, pero hay una tendencia lamentable, ya sea desde los investigadores o los medios, a exagerar la contundencia de la investigación científica y a expresar mal la incertidumbre científica”.

“En algunos medios, palabras como ‘puede ocurrir’ se transforman en certezas y el futuro se vuelve lúgubre”, ejemplificó.

Cullen Hendrix, profesor adjunto de la Facultad de Estudios Internacionales Josef Korbel, dijo a IPS que la relación entre clima y conflicto está mediada por los niveles de desarrollo económico.

Es más probable que un conflicto por cuestiones climáticas surja en regiones rurales no industrializadas, “donde una gran parte de la población todavía depende del ambiente natural”, precisó.

En la mayoría de los países de África subsahariana, más de dos tercios de la población trabaja en la agricultura. Un cambio en las condiciones climáticas tendrá consecuencias negativas en la estabilidad. Pero los investigadores enfatizan que es importante no sacar conclusiones precipitadas y asumir que el cambio climático derivará necesariamente en un conflicto.

“Casi todos reconoceremos que hay otros factores como la exclusión política de las minorías perseguidas, desigualdades económicas o la debilidad de las instituciones del gobierno central que son más importantes” que el clima, apuntó Hendrix. “Que no es lo mismo que decir que el cambio climático no incide”, subrayó.

“Cuando tratas de reconstruir comunidades y calidad de vida, no puedes concentrarte en un solo factor de estrés como el cambio climático, debes observar la multiplicidad de factores y construir resiliencia para todo tipo de traumatismos, incluso el cambio climático, pero no exclusivamente”, coincidió Jensen, al comentar las lecciones aprendidas en su trabajo en el PNUMA.

Hendrix espera que la próxima generación de trabajos científicos analice cómo la sequía, las inundaciones, la desertificación y otros fenómenos climáticos impactan en los conflictos “a través de canales indirectos como la pérdida de crecimiento económico o causando migraciones a gran escala de un país a otro”.

Clionadh Raleigh, también profesora de geografía humana en la Universidad de Sussex, cree que las políticas de distribución de tierras suelen ser la fuente real de conflicto, pero su impacto se diluye por un debate sobre cambio climático.

“Si le preguntas a alguien en África ‘¿cuáles son los conflictos aquí?’, es posible que responda algo como el acceso a la tierra y al agua”, ejemplificó. “Pero esto depende casi totalmente de políticas nacionales y locales, por lo que casi no tienen nada que ver con el clima”, remarcó.

Algunos gobernantes han tratado de atribuir al cambio climático las consecuencias de sus propias políticas desastrosas, precisó Raleigh. Robert Mugabe culpó al cambio climático por las hambrunas de Zimbabwe, en vez de a su propia corrupción y políticas de reubicación.

Omar al-Bashir achacó el conflicto en la provincia de Darfur a la sequía, en vez de a la terrible violencia del gobierno hacia una gran porción de la población.

Raleigh atribuye esas explicaciones al llamado determinismo ambiental, una escuela de pensamiento que sostiene que los factores climáticos definen el comportamiento humano y la cultura. Por ejemplo, asume que una sociedad se comportará de una u otra manera según se ubique en un ambiente tropical o templado.

Esa teoría se consolidó a fines del siglo XIX, pero perdió popularidad a raíz de críticas de que fomentaba el racismo y el imperialismo.

A Buhaug le preocupa “la tendencia en las investigaciones, pero en especial en la difusión de estas, a ignorar la importancia de condiciones políticas y socioeconómicas y el motivo y la agencia de los actores”.

Raleigh directamente desearía que desapareciera todo el debate.

“La gente suele interpretar mal lo que ocurre a escala local y nacional en los países africanos y en desarrollo”, explicó. “Simplemente suponen que la violencia es una de las primeras reacciones al cambio social, cuando lo más probable es que sea la cooperación”, subrayó.

La cooperación ambiental ocurre dentro, y entre, los países, según Jensen.

En el ámbito local, “en Darfur, vemos diferentes grupos que se unen para gestionar los recursos hídricos”. A escala global, “se habla mucho de las guerras por el agua entre países, pero suele ser lo contrario, pues hay mucha cooperación entre los estados por los recursos de agua compartidos”, remarcó.

En esa línea, la ONU lanzó en noviembre de 2013 un nuevo sitio en Internet dedicado a las soluciones más que a los problemas y destinado a expertos y trabajadores de campo con la intención de compartir las mejores prácticas para atender conflictos ambientales y el uso de recursos naturales para ayudar a la construcción de la paz, indicó.
Editado por Kitty Stapp / Traducido por Verónica Firme
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Importante: Esta nota ha sido reproducida previo acuerdo con la agencia de noticias IPS. En este sentido está prohibida su reproducción salvo acuerdo directo con la agencia IPS. Para este efecto dirigirse a: ventas@ipslatam.net

Fuente: Servindi

viernes, 29 de agosto de 2014

La agonía: la hambruna acecha en Sudán.


La población de Sudán del Sur lleva dos guerras a sus espaldas.
Uganda se ha convertido en un refugio para los que huyen de la violencia y la muerte.
La falta de alimentos y la desnutrición amenazan con cobrarse sus propias víctimas.

VANESSA ESCUER Uganda | Sudán del Sur 28 AGO 2014


Escapó caminando. Helena Yob Apollo corrió sin pausa con sus tres hijos durante cinco interminables días. Se escondían entre los matorrales para no ser descubiertos por los rebeldes. Bajo un sol abrasador, a cuarenta grados y sin apenas agua para beber, huyeron de una guerra que empezó en diciembre de 2013 con los primeros choques tribales entre sus dos grandes etnias, los dinka y los nuer. Atrás dejó la ciudad de Bor, dónde estaba su hogar. Las bombas lo destruyeron todo. “Nos fuimos sin nada, sólo con la ropa que llevábamos puesta”, recuerda. “La fuga fue dura, porque era difícil encontrar agua entre los ataques. No comer no era un problema. Cuando estás escapando de la guerra no piensas en la comida, sólo en tus hijos”, afirma.


Su objetivo era llegar a Juba, la capital de Sudán del Sur. Una vez allí, siguieron avanzando en un camión hasta cruzar a Elegu, la aldea fronteriza de Uganda. “No era la única que escapaba, mucha gente que ahora también está aquí lo abandonó todo”, cuenta Helena. Grupos de gente llegan diariamente con algún colchón, bolsas cargadas de utensilios que han podido rescatar y los pies molidos por el cansancio. Cada día cruza la frontera a Uganda una media de setenta personas. Algunas semanas, son cientos. Escapan buscando un lugar que les brinde paz.

Llegan a los campamentos repartidos en el distrito de Adjumani, al norte de Uganda, sobre todo mujeres y niños, a veces acompañadas del padre. Pero en muchos casos, ellos regresan a su país. “Tengo que volver para buscar un trabajo que me permita mandar dinero a mi esposa y a mis hijos. Hemos tenido que irnos sin nada. ¿Cómo voy a alimentar a mi familia?”, cuenta Maguet, padre de seis pequeños, mientras se aleja del vehículo que transportará a los suyos a un lugar a salvo.

Tras su largo camino y después de cruzar de Sudán del Sur hasta Uganda, Helena vive ahora en el campo de refugiados de Nyumanzi, a unos ocho kilómetros de la frontera, con sus tres hijos. Tiene dos más, uno en Kenia y otro en Sudán, y no sabe si su marido sigue vivo o no. “Mi marido no estaba en casa cuando empezaron a atacar. Tuvimos que huir sin él. No he tenido noticias suyas desde entonces”, dice entre suspiros. Helena ha estado refugiada en tres países diferentes a lo largo de su vida. Primero en Etiopía, después en Kenia y ahora en Uganda. “La guerra me persigue desde hace 21 años”, dice en un inglés casi perfecto.

“Aprendí inglés en Addis Abeba, cuando estaba refugiada en Etiopía y lo perfeccioné en Kenia”, cuenta. Era maestra en Sudán del Sur y ahora busca trabajo para poder mantener a su familia. “Si la situación en mi país mejora y todo está bien, pienso en volver. Pero primero tengo que ir a comprobarlo yo sola, sin mis hijos. Si acaba la guerra, puedo regresar con ellos”. Valiente y sincera, confiesa lo que les diría a los dirigentes del combate: “Con la guerra todo está perdido”.

Hambre y petróleo


Una larga cola de camiones que transportan petróleo cruza el puente fronterizo al mismo tiempo que los niños esperan en fila india el reparto de galletas que Cruz Roja Internacional les entrega a su llegada a Uganda.

“La guerra en Sudán del Sur es un cáncer”, dice un joven mientras sube al autobús de ACNUR que le lleva al centro de recepción de Nyumanzi, en Uganda. De ahí le derivarán a alguno de los campos de refugiados que se reparten en el distrito de Adjumani, en el norte del país vecino. “Vengo de Malakal, en el Alto Nilo, dónde sigue la guerra. Pronto llegará mucha más gente escapando de allí”, asegura con una mirada enfatizada por las marcas tribales de su frente.

La población de Sudán del Sur lleva dos guerras a sus espaldas. La primera surgió a raíz de tensiones etno-territoriales bajo un único gobierno entre el Norte y el Sur. Los enfrentamientos derivaron en conflictos bélicos que acabarían con un acuerdo de paz y años después, en el 2011, con la independencia de Sudán del Sur. En el proceso de separación quedaron pendientes los acuerdos sobre los recursos petrolíferos. Sudán del Sur posee el 75% de las reservas de petróleo de todo Sudán. El Norte dispone de los oleoductos, las refinerías, las infraestructuras y Port Sudan, lugar de embarque y punto de exportación de esta riqueza energética.

Las diferencias étnicas y religiosas aumentan cuando hay petróleo de por medio y las ambiciones de poder y de conquista de localidades estratégicas de los dirigentes de ambos países impiden poner fin definitivo a la ofensiva. Las milicias nuer de Riek Machar luchan contra el dominio dinka de Salva Kiir mientras en el estado más joven de África miles de personas han muerto y más de un millón se han desplazado de sus hogares por la contienda.

El problema se intensifica con el hambre. A pesar de la tregua firmada en Etiopía el pasado 9 de mayo y la reducción de la violencia, la gente continúa huyendo en busca de alimentos. “Se han calmado los ataques, pero ahora la gente huye de la hambruna y de las inundaciones”, afirma Betty Lamunu, responsable de Federación Luterana Mundial (LWF) para el registro de los exiliados en Uganda.

Las intensas lluvias también se añaden a la encrucijada, provocando que muchas personas se marchen de sus hogares afectados por las crecientes riadas. Al desplazarse no pueden cultivar la tierra a tiempo ni atender al ganado para asegurarse un medio de subsistencia, lo que agrava la escasez alimentaria. A su vez, el reparto de ayuda humanitaria se complica por las condiciones geográficas y meteorológicas. Las tres cuartes partes de la red vial del país están bloqueadas, por lo que la ONU está favoreciendo la vía fluvial y aérea para el envío de comida y medicinas a pesar que el coste es cinco veces superior al de distribución por tierra.

Días de cólera

La agonía de los sursudaneses se agudiza con las enfermedades. En las últimas dos semanas se han disparado los casos de cólera en Juba, la capital. Desde el comienzo del brote se han registrado más de 5.697 casos y unas 123 muertes (según la Organización Mundial de la Salud). En las zonas rurales aumenta el riesgo debido al incremento de población por los desplazamientos de la gente de las ciudades y las deficiencias en infraestructuras y necesidades básicas.

Por otro lado, los refugiados que llegan a los países vecinos se enfrentan a otros males. “Los casos de malaria y malnutrición son los más extendidos, especialmente en los niños” explica Myriam Baral-Baron, coordinadora de Médicos Sin Fronteras en el campamento de Dzaipi (Uganda). Como consecuencia de la malnutrición aparecen otras afecciones asociadas como “la diarrea y la neumonía”. “Tuvimos un brote de cólera y otro de meningitis pero de momento están controlados” cuenta Baral-Baron.

Los refugiados están en un estado de extrema vulnerabilidad física y psicológica. Francis, un adolescente de 14 años, vio morir a toda su familia durante los primeros ataques en Bor, capital del estado de Jungali, dónde han sufrido la peor violencia. Huérfano y exiliado en Dzaipi, en Uganda, padece un estado post traumático que le ha inducido al suicidio en varias ocasiones. Los médicos, junto con las autoridades locales, tratan de encontrarle una familia de adopción; aunque “se muestra reticente y no quiere abandonar las instalaciones porque ahora siente que los doctores que le cuidaron son su familia”.

En algunos casos se mezcla la influencia de culturas muy arraigadas a la tradición. Atem, de 7 años, llegó a Uganda desde Juba como refugiado con una enfermedad desconocida por los médicos. Apuntaban a una infección o probablemente a un cáncer. La dolencia le ocasionó varios tumores en la cabeza y en el cuello. “En los campamentos creían que estaba embrujado y empezaron a atacarle, así que tuvimos que trasladarle de nuevo a las instalaciones hospitalarias, dónde ahora permanece estable y en observación”, explica una de las doctoras de MSF en Dzaipi. “La gente le tiraba piedras, querían matarle porque decían que tenía el mal adentro”, explica su madre, consternada. La alta creencia en la brujería y la superstición en Uganda suponen todo un reto para los exiliados y para los cooperantes que tienen que lidiar con casos como el de Atem.

En busca de paz y seguridad

Su anhelo: un lugar dónde poder olvidar y empezar de cero. Shawal (nombre ficticio) escapó hacia Uganda con sus cinco hijos después que su mujer fuera asesinada en la ciudad de Bor durante un ataque a un campamento de la ONU el pasado 17 de abril. Ha perdido a su mujer, a su madre, su hogar, su trabajo, su identidad. “Quiero que seamos personas. Ahora no lo somos”, dice mientras le da el biberón a su hijo más pequeño, de dos meses. Shawal es de la etnia dinka y estaba casado con una mujer nuer. “La gente de mi propia tribu mató a mi mujer. Yo quiero vivir en un lugar dónde no me pregunten a qué clan pertenezco”, explica . Ahora vive en una casa protegida con ayuda deACNUR que le proporciona comida y asistencia. “No quiero que mis hijos crezcan en guerra. No quiero que vivan como yo he vivido”.

En el campo de refugiados de Nyumanzi, el más grande de Uganda, los exiliados empiezan a recuperar sus vidas. El Gobierno ugandés adjudica 300 metros cuadrados de tierra por familia, dónde pueden construir sus casas y cultivar. Con una capacidad para 20.000 personas, pero sobrepoblado, el campo ya dispone de una escuela dónde acuden más de 300 niños.

También hay espacio para el ocio. Un joven refugiado construyó un local de madera y chapa con un televisor y un par de neveras para que los habitantes puedan distraerse viendo telenovelas o partidos de fútbol. La religión también tiene su sitio. Se trata de cuatro bancos al aire libre hechos con troncos y un palo dónde ondea una bandera blanca con una cruz violeta. Ahí se reúnen a rezar y a cantar plegarias pidiendo que la guerra concluya.

Fuente: elpais.com